—Es fascinante —dice Petra—, como el fenómeno de los accidentes de coches: no quieres mirar, pero no puedes apartar la vista.
«Claro que puedes», piensa Boone y siente que sus treinta segundos de curiosidad están llegando a su fin.
La chica que está enroscada en la barra es la típica rubia despampanante de cabellera abundante y pechuga más abundante aún. Es demasiado atractiva para el turno de día y lo sabe, pero ha debido de hacer algo que puso de mala hostia al encargado —como escamotearle las mordidas o negarse a hacerle una mamada o tal vez se le subieron los humos y le dio por hablar de trasladarse a un club mejor en el centro— y la han castigado y por eso tiene que esforzarse para sacar algo de los pobres fracasados de las tardes. Ahora intenta ponérsela dura al viajante, con la esperanza de que esté tan borracho como para soltar cien pavos por una excursión a la Sala VIP, para que ella pueda volver a emprender el camino hacia el turno de noche.
La otra chica es estrictamente «turno de día». Es menuda, con el rostro no demasiado agraciado y poco pecho. Lo mejor que tiene es su melena castaña, que se esfuerza por lucir para contrarrestar el resto de sus deficiencias. Es una de esas chicas a las que todo el mundo, en todas partes, siempre ha dicho que no es lo bastante buena, de modo que se rompe el culo para compensarlo. Se aplica más para ser mejor en la cama, se levanta temprano para prepararle el desayuno a su último novio y le paga la fianza para sacarlo de la cárcel después de que él la muela a palos. Es el tipo de chica que acabará haciendo vídeos pornográficos de lo más cutres porque un productor le ha dicho que es guapa.
Mira hacia abajo, al escenario, absorta en su propio mundo, meneando las caderas al son de la música…, aunque en realidad se mueve al ritmo de su propia banda sonora. Levanta la vista y ve a Boone, vuelve a mirar hacia abajo mientras gira, echando bruscamente la melena hacia atrás, como si fuera un látigo, y vuelve a mirarlo por encima del hombro.
Se acaba la canción y empieza otra y, como era de esperar, ella baja bailando del escenario y camina por la sala hasta su reservado.
—Me llamo Amber —dice—. ¿Quieres que te haga un numerito?
—¿Quieres que ella te haga un numerito? —pregunta Boone a Petra, suponiendo que, probablemente, crea que un numerito tiene que ver con las matemáticas.
Amber se vuelve hacia Petra.
—Las chicas me parecen tan sensuales —dice.
Se nota que lo tiene ensayado y así le sale.
—No, gracias —dice Petra y Boone se da cuenta de su esfuerzo por no herir los sentimientos de la chica.
«Qué bien», piensa Boone.
—¿Y tú? —pregunta Amber a Boone—. ¿Quieres que te haga un numerito? Si no, por cien pavos, podemos ir a la Sala VIP. ¿No te gustaría pasar un rato a solas conmigo?
—Pues sí —dice Boone.
—¿Que tú qué? —dice Petra.
—Te haré feliz —dice Amber.
—Dame doscientos —dice Boone a Petra.
—¿Cómo has dicho?
—Que me des doscientos dólares —repite Boone—. Quiero ir a la Sala VIP.
—¿Dos veces?
—Tú calla y dame el dinero.
Amber permanece impasible. Está acostumbrada a buscar en su bolso y entregar dinero a su novio.
—Va a tu cuenta de gastos —dice Petra, al poner dos billetes en la palma abierta de Boone—. Ya le explicarás a Alan Burke por qué…
—No te preocupes.
Coge los doscientos dólares y sigue a Amber al otro lado de la cortina de cuentas, a la Sala VIP.
En la Sala VIP hay una hilera de sillones contra una pared, como en los viejos salones de los limpiabotas.
Amber sienta a Boone en uno de los sillones, mientras la camarera entra con una copa de champán barato. Se la da a Amber, quien la entrega, a su vez, a Boone y le dice:
—Puedes tocarme las tetas, pero nada de besos y no me puedes tocar por debajo del cinturón.
«¿De qué cinturón?», se pregunta Boone.
Hace ademán de sentársele en las rodillas.
—Eres agradable.
Boone la levanta por los brazos y la vuelve a poner en el suelo.
—Olvida el numerito —le dice—. Quiero hacerte unas preguntas.
Ella pone los ojos en blanco.
—No, no abusaron sexualmente de mí cuando era niña. No, tampoco he sido víctima de incesto. No, no estoy estudiando en la universidad. No, no…
—¿Conoces a Tammy Roddick?
—No puedo hablar de ella —dice Amber.
—¿Quién te ha dicho eso?
—No quiero follones —dice—. Oye, necesito este trabajo. Tengo una criatura que mantener…
«No me extraña —piensa Boone—. No podía ser de otra manera.»
—Te daré cien por el numerito —dice Boone— y otros cien por lo que puedas decirme.
—No puedo decirte nada.
—¿No puedes o no quieres?
—Ninguno de los dos.
Ella mira a través de la cortina por si ve aparecer al segurata, pero no viene nadie.
—¿Conocías a Angela Hart?
—¿Qué quieres decir con si la conocía?
—Está muerta —dice Boone—. La tiraron por el balcón de un motel. Saldrá en las noticias esta noche.
—¡Dios mío!
—Le harán lo mismo a Tammy —dice Boone—. Estoy tratando de encontrarla antes. Si sabes algo que me pueda ayudar, estarás ayudándola a ella.
Tiene un ojo fijo en la cortina y la observa con el otro, mientras ella trata de tomar una decisión. De pronto, ella dice:
—No quiero el dinero. Angela cuidaba a veces a mi bebé cuando no podía conseguir una canguro.
—¿Qué aspecto tiene tu bebé?
—¿Y a ti qué más te da?
—Podría ser útil.
—Es un niño…
—Da igual.
—Lo único que sé de Tammy —dice— es que tiene novio.
—¿Quién es?
—Se llama Mick —dice Amber— y viene mucho por aquí.
—¿Y el tal Mick tiene apellido?
—¿Penner?
—¿Me preguntas o me lo dices?
—Estoy casi segura —dice Amber.
—¿Ha venido hoy por aquí? —pregunta Boone.
—Hace rato que no lo veo —dice Amber.
Entonces mira detrás de Boone.
Boone se da la vuelta y reconoce a Piolín.
Vive en Pacific Beach y siempre anda dando vueltas por el gimnasio, las tiendas de salud caras y los bares. Piolín consume esteroides por un tubo y tiene la cabeza más grande que su inmenso corpachón. Un gran rostro plano y ojillos azules. Además, es gigantesco —mide casi dos metros y es corpulento de por sí— y lo que sea que se esté inyectando surte efecto. Lleva puesta una camiseta sin mangas del Gold’s Gym, siguiendo la moda de que «si lo tienes, lúcelo». Pantalones de chándal grises y Doc Martens. Lleva el cabello amarillo cortado al rape: no es rubio, sino amarillo brillante.
Por eso lo llaman «Piolín».
—Largo de aquí —le dice a Boone.
—Ni la he besado ni la he tocado por debajo del cinturón imaginario —dice Boone.
—Fuera. Ahora mismo.
Boone entrega a Amber un billete de cien dólares.
—Gracias por nada, cabrona. ¡Vaya manera de ayudar a tu amiga!
—Que te den, capullo.
Piolín coge a Boone por el codo:
—¿No entiendes lo que quiere decir «fuera»?
—Sí, hombre —dice Boone—. Por ejemplo, ¿ya estás fuera del armario? ¿Te va a estallar el cráneo por fuera de la piel? ¿Se te ha encogido la polla hasta quedar fuera de la vista? Oye, tengo otra más: ¿has arrojado a una chavala fuera de un edificio hace poco?
Piolín habría sido el candidato perfecto para aquel trabajo. No le habría costado «presionar» a Angela y arrojarla por el balcón.
El rostro de Piolín se pone rojo.
«¿Será la culpa, un estallido de furia provocado por el exceso de esteroides o las dos cosas?», se pregunta Boone.
—¿Qué me dices? —pregunta Boone y añade—, ¿eh, Piolín?
Piolín le lanza un derechazo magnífico, se apoya bien sobre las caderas, equilibra el peso y se echa hacia delante.
Pero Boone ya no está allí para recibirlo.
Da un paso hacia la izquierda y siente el soplido del aire junto a su nariz, al pasar el puño pesado; entonces estrella la planta del pie contra el lateral de la rótula de Piolín, que se disloca con un «pum» escalofriante. Piolín cae al suelo con estrépito, rueda hasta colocarse en posición fetal, se agarra la rodilla y brama de dolor.
A Boone no lo invade la compasión, precisamente. Se agacha e introduce el dedo medio y el índice en los orificios nasales de Piolín y tira de ellos, porque:
De modo que, básicamente, lo que Boone pretende es arrancarle la nariz, presentándole una alternativa: someterse a una rinoplastia o cantar.
—¿La tienes?
—¿A quién?
—Ya sabes a quién me refiero, Piolín —dice Boone—. Te lo voy a preguntar una vez más: ¿Tienes a Tammy Roddick?
—¡No!
Boone lo suelta.
Piolín hace un bravo intento de ponerse de pie. Logra apoyarse en una de las piernas, pero, cuando trata de llevar el peso sobre la rodilla dislocada, esta cede y él cae hacia delante.
De todos modos, Boone retrocede, por si acaso.
Resiste la tentación de propinar a Piolín otra patada en la rodilla, porque eso —supone— habría sido mal karma, como siempre dice Sunny, desde que decidió hacerse budista. Boone no acaba de entender todo aquello del karma, pero llega a la conclusión de que patear a un tío en su rodilla dislocada probablemente haría que Sunny entonara varios miles de mantras más, otro concepto que no comparte del todo.
—Deberías tener un mantra —le dijo Sunny.
—Ya tengo uno —respondió Boone.
—«¿Cualquier cosa sabe mejor sobre una tortilla?» —dijo Sunny—. Algo es algo.
La cuestión es que Boone no patea a Piolín en la rodilla y, además, decide que le conviene marcharse de allí antes de que el segurata vaya a ver lo que está ocurriendo en la Sala VIP.
Sin embargo, Piolín le dice:
—¿Daniels? Volveremos a vernos y, cuando te vea…
Entonces Boone vuelve atrás y le pega una patada en la rodilla.
Lo que Sunny no sabe…
Boone sale de la Sala VIP.
—¡Qué rápido! —dice Petra—. ¿Has quedado satisfecho?
—Se requiere nuestra ausencia —explica Boone.
—Me han echado de mejores sitios —dice Petra y sale tras él.
David el Adonis contempla el océano creciente y piensa en George Freeth.
El alucinante George Freeth.
Freeth era una leyenda, un dios. «La maravilla hawaiana» fue el padre del surf en San Diego y el primer socorrista que tuvo jamás la ciudad.
«Si no has oído hablar de Freeth —piensa David—, no conoces tu pasado, no sabes de dónde vienes. Si no sabes quién era Freeth, no puedes estar sentado en la torre del socorrista y fingir que sabes quién eres.»
Todo se remonta a Jack London.
A comienzos del siglo pasado, London estaba en Honolulu, tratando de surfear, cuando vio pasar volando a su lado a aquel «dios de piel morena». Resultó que era Freeth, hijo de padre inglés y madre hawaiana. Freeth enseñó a London a surfear y London lo convenció para que fuera a California.
Más o menos por la misma época, Henry Huntington acababa de construir un muelle en la playa que lleva su nombre y estaba tratando de promocionarlo, de modo que contrató a Freeth para que fuera a hacer exhibiciones de surf. Anunciaba a Freeth como «el hombre que camina sobre las aguas». Miles de personas acudieron al muelle para verlo hacer precisamente eso: fue un exitazo y al poco tiempo Freeth empezó a ir arriba y abajo por toda la costa, enseñando a los jovencitos a cabalgar las olas.
Fue un profeta, un misionero que hizo el viaje inverso desde Hawai.
«El hombre que caminaba sobre las aguas.»
Freeth era la leche: en el agua o sobre ella podía hacer cualquier cosa. Un día, en 1908, un esquife pesquero japonés se hundió en el fuerte oleaje frente a las costas de la bahía de Santa Mónica. Freeth llegó nadando hasta allí, enderezó el esquife y, poniéndose de pie encima, surfeó sobre él hasta la costa, salvando así a los siete japoneses que iban a bordo. El Congreso le otorgó una medalla de honor.
Sin embargo, aquella fue la única medalla de oro que recibió. Quiso participar en los Juegos Olímpicos, pero no lo dejaron, porque había recibido dinero de Huntington por caminar sobre las aguas.
Buster Crabbe fue, se convirtió en una estrella de cine y se hizo rico, pero George Freeth no. Era un tipo callado, tímido y apocado. Hacía lo que tenía que hacer, sin demasiada alharaca.
Los californianos empezaban a meterse en el mar, pero aquello suponía un problema: que también empezaba a haber ahogados. Freeth encontró algunas respuestas: inventó el estilo crol, que los socorristas siguen usando, e inventó el flotador salvavidas tipo torpedo, que también siguen usando.
Al final, acabó emigrando a San Diego, donde llegó a ser el entrenador de natación del Club de Remo local, hasta que un día de mayo de 1918 trece nadadores se ahogaron en una corriente de resaca frente a Ocean Beach. Entonces Freeth creó el cuerpo de socorristas de la ciudad.
Murió menos de un año después. En abril de 1919, después de rescatar a otro grupo frente a Ocean Beach, pilló una infección respiratoria y murió en un albergue para vagabundos del Gaslamp District.
Estaba arruinado.
Había salvado de morir ahogadas a setenta y ocho personas.
Por eso, ahora David está pensando en George Freeth. Tiene más de treinta años y se pregunta si lo espera el mismo destino.
Acabar solo y arruinado.
Todo está bien cuando tienes veinte años: sales, ligas con las turistas jovencitas, chupas cervezas en The Sundowner, sacas a la gente de apuros a tirones… Los días de verano son largos y uno piensa que vivirá para siempre.
De pronto llegas a los treinta años y te das cuenta de que no eres inmortal y también te das cuenta de que no tienes nada: ni dinero en el banco ni casa ni mujer ni una novia de verdad, ni familia.
Y te pasas la vida allí, rescatando a gente que lo tiene todo.
Por eso aquella vez, en esa fiesta divertidísima de inauguración de su casa, Eddie el Rojo le hizo una proposición: un currele nocturno.