—A eso lo llamo yo una
siesta
—dice Boone—. Suena mejor.
La pone al corriente de su conversación con Mick.
—De modo que ahora pensamos que Tammy está con el tal Teddy, ¿no? —pregunta Petra.
—O por lo menos que él sabe dónde está —dice Boone.
Claro que aquello no son, necesariamente, buenas noticias. Si Tammy fue a ver a Teddy para pedirle ayuda, podría ser que él le hubiese comprado un billete en primera clase a Tahití. Es posible que ella esté sentada en alguna playa, con un Mai Tai apoyado en su nuevo pecho.
Y riéndose de todo el mundo.
—¿Dónde queda la consulta de este doctor? —pregunta Petra.
—Tenemos que volver a La Jolla Village —responde Boone. Muy cerca del Milano. Parece que hoy es uno de esos días que te pasas yendo de aquí para allá—. Pero primero tenemos que repostar.
Ella se inclina y mira el indicador de gasolina.
—Pero si el tanque está lleno hasta las tres cuartas partes.
—Me refiero a mí —dice Boone— y a ti también, si quieres.
Están solo a un par de manzanas de la hamburguesería de Jeff. Para Boone es una cuestión casi religiosa no pasar cerca de la hamburguesería de Jeff sin comer alguna de sus hamburguesas. Por suerte, hay un sitio donde aparcar justo delante. Boone detiene la camioneta, apaga el motor y pregunta:
—¿Tú quieres algo?
—Pues sí: una ensalada César con su correspondiente aliño no estaría mal.
—Dalo por hecho.
Entra y pide dos hamburguesas con queso completas. Cuando llegan, disecciona una, pone la carne dentro de su propio pan y, raspando, vuelca la lechuga, el tomate y la cebolla en la tapa del plato de plástico; entonces regresa a la camioneta.
—¿Y esto qué es? —pregunta Petra, cuando le entrega el plato.
—Ensalada César con su correspondiente aliño.
—¿En qué país, si se me permite la pregunta?
—En el mío —dice Boone—. Si tú no lo quieres, seguro que a las gaviotas les gusta.
Ella cierra el plato y lo arroja por encima de su hombro a la parte trasera de la camioneta. Él se encoge de hombros y come mientras conduce otra vez hacia La Jolla Village. La hamburguesa está buenísima y, gracias a ella, el camino de regreso se le hace corto. Cuando se detienen en el aparcamiento del edificio del doctor, Boone llama al teléfono de información y consigue el número de Teddy.
—¿Llamas por teléfono? —pregunta Petra.
—Cuesta engañarte, ¿no, Pete?
—¿Por qué no entramos con paso firme y exigimos hablar con él?
La recepcionista tiene una voz refinada perfecta y Boone supone que posee un rostro a tono, de rasgos perfectos. Por ser lo primero que uno ve al entrar en la consulta de un cirujano plástico, tiene que ser perfecta.
—¿En qué puedo servirlo?
—Quisiera hablar con el doctor Cole —dice Boone.
—¿Tiene hora para hacerle una consulta telefónica?
—No —dice Boone.
—¿Es usted paciente? ¿Se trata de una emergencia?
—No soy paciente suyo, pero tengo mucho interés en hablar con él.
—Déjeme ver… El doctor Cole ha tenido una cancelación en mayo. Tal vez podría hacerle un hueco entonces.
—Estaba pensando en algo así como ahora —dice Boone.
—¿Ahora? —pregunta ella, con voz incrédula.
—Ahora —dice Boone.
—Eso es imposible.
—Dígale a Teddy que Tammy Roddick quiere hablar con él.
—El doctor Cole está con un paciente en este momento —dice la recepcionista— y no puedo interrumpirlo.
—Claro que puede —dice Boone—, porque, de lo contrario, llamaré a la casa de Teddy y preguntaré a la señora Cole si quiere hablar con Tammy, de modo que, a menos que quiera que la actual señora Cole se convierta en la próxima ex del doctor Cole, con las complicaciones y la pensión alimenticia que eso supone, por no mencionar las consecuencias potencialmente perjudiciales que tendrá en su próxima bonificación de Navidad, le sugiero que interrumpa su consulta y me ponga con Teddy. Seguro que él se lo agradece.
Se produce un silencio prolongado y sepulcral.
Lo rompe ella primero:
—Veré si quiere que lo interrumpa.
—Gracias.
Regresa al cabo de un segundo, con una voz que deja traslucir su exasperación.
—No cuelgue, por favor. El doctor Cole se pone enseguida.
—De acuerdo.
Al cabo de unos segundos, Teddy coge el teléfono:
—El doctor Cole al aparato.
—Me llamo Boone Daniels —dice Boone—, soy detective privado y represento al bufete de Burke, Spitz y Culver. Tenemos motivos para creer que tal vez tenga usted información sobre el paradero de Tammy Roddick.
—Me parece que no conozco a ninguna Tammy Roddick —dice Teddy con soltura y sin vacilar.
Está acostumbrado a negar que conoce a muchas mujeres, no solo a la prensa del corazón, sino también a sus esposas y sus novias.
—Vuelva a pensárselo —dice Boone y le describe a Tammy; después prosigue—: Un tío llamado Mick Penner afirma que ella lo plantó por usted y la información es verosímil, doctor: todo el mundo sabe que a usted le van las estríperes.
—Boone Daniels… —dice Teddy—. Usted tiene un amigo que come una barbaridad.
—El Doce Dedos.
—Yo estaba allí aquella noche —dice Teddy—. Perdí doscientos dólares.
—¿Podemos ir al grano, doctor? —pregunta Boone—. Es importante que encontremos a Tammy Roddick. Tenemos buenos motivos para suponer que se ha metido en un brete.
Hay silencio mientras Teddy se lo piensa.
«El silencio no es la respuesta que cabe esperar —piensa Boone—. Por lo general, cuando dices algo así, enseguida te preguntan: “¿En un brete? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?” De modo que es posible que Teddy ya lo sepa.»
—En cualquier caso —dice Teddy—, no tengo que hablar con usted.
—No, no tiene que hacerlo —dice Boone—, pero le conviene. Fíjese que, si yo me lo he figurado, la pasma va como medio paso detrás de mí y, además, hay otros interesados…
—¿Qué otros interesados?
—Creo que conoce a Dan Silver.
Otro silencio y después:
—¡Por Dios! —dice Teddy—. Las estríperes siempre dando problemas. Cuando no es una cosa, es otra. La que no quiere que le haga las tetas gratis quiere que le arregle la nariz. O están hechas polvo o quieren hacer terapia. O se quieren casar o te amenazan con llamar a tu mujer…
—Y usted, ¿qué va a hacer? —pregunta Boone.
—Efectivamente.
—No —dice Boone—, quiero decir que qué va a hacer usted. Oiga, Teddy, de todas las personas con las que podría hablar, yo soy la opción menos mala. La pasma lo acusará de poner trabas a una investigación y es preferible que ni se imagine de lo que es capaz Dan. Él también es, en cierto modo, cirujano plástico.
—Entiendo lo que quiere decir.
—Se ha metido usted en camisa de once varas —dice Boone—. Yo puedo sacarlos, a usted y a Tammy.
Sigue pensando.
—¿Puedo ponerme en contacto con usted sobre este asunto? —pregunta Teddy.
—¿Ahora mismo?
—Dentro de cinco minutos.
—Claro que sí —dice Boone—. Estoy en mi despacho. Tome nota del número.
Da a Teddy el número de su teléfono móvil.
—Cinco minutos —dice Teddy antes de colgar.
—No pensarás que te va a llamar de verdad, ¿no? —pregunta Petra—. Ya te he dicho que tendríamos que haber entrado con paso firme.
Se dispone a abrir la portezuela.
—No hagas eso —dice Boone.
—¿Por qué no?
—Porque no es a Teddy a quien buscamos —dice Boone—, sino a Tammy.
—Simétrico y, sin embargo, críptico —dice Petra—. Pero ¿qué quieres decir?
—Quiero decir que te quedes bien sentada.
Ella cierra la portezuela y pregunta:
—¿Y perjudicial?
—Significa que tiene consecuencias negativas o destructivas —dice Boone.
—Me has estado ocultando información, cazurro.
—No sabes ni la mitad.
Teddy Tetazas sale del edificio y camina a grandes zancadas hacia su coche.
Teddy Cole es un hombre hermoso.
Literalmente.
Teddy es una muestra viviente de la cortesía profesional recíproca que existe entre los cirujanos plásticos más prestigiosos. Se ha hecho arreglar la barbilla, se ha inyectado botox, se ha hecho cirugía en la nariz, se ha hecho un
peeling
, se ha trasplantado pelo, se ha estirado los ojos, se ha hecho un
lifting
, se ha quitado la barriga, se ha arreglado los dientes, ha hecho tratamientos con láser y se ha puesto moreno.
Es un anuncio ambulante de su propio oficio.
Alrededor de un metro setenta y ocho, delgado, la piel radiante de salud artificial, los músculos bajo su camisa de seda negra de Calvin Klein muestran las horas de gimnasio. Tiene el cabello rubio con las puntas de color ceniza, los ojos azules y los dientes perfectamente blancos.
Teddy debe de estar al final de la cincuentena, pero aparenta poco más de treinta, aunque el
lifting
de su rostro es tan tenso y tan alto que sus ojos han adquirido un toque ligeramente asiático. A Boone le da la impresión de que, si Teddy sonríe demasiado, podría llegar a romperse. Sin embargo, no hay de qué preocuparse en aquel momento, porque el buen doctor no sonríe. Se dirige hacia su Mercedes con cara de intensa concentración.
—En realidad, eres más listo de lo que pareces —dice Petra a Boone.
—Estaba chupado.
Espera a que Teddy salga del aparcamiento, enciende el motor y lo sigue.
—¿Puedes pisarle los talones sin que nos vea? —pregunta Petra.
—¿Pisarle los talones?
—¿Puedes o no?
—Si no la cago… —dice Boone.
—Pues no lo hagas.
—De acuerdo. Gracias.
Es una de las persecuciones más lentas que ha conocido. Muchas luces de freno y esperas delante de semáforos, mientras siguen a Teddy por Prospect Avenue y después hacia el norte, por Torrey Pines Road. Teddy gira a la izquierda por La Jolla Shores Road y lo siguen a través de la comunidad playera; a continuación suben la colina escarpada hacia el campus de la Universidad de California en San Diego, donde serpentean por la estrecha calle sinuosa que pasa junto a los edificios donde están las aulas, la residencia de estudiantes y los apartamentos de los estudiantes de posgrado.
Boone se sitúa un par de coches detrás y sigue a Teddy, que sube a Torrey Pines, pasa junto al Instituto Salk y todo el complejo de edificios de investigación médica que caracterizan esa zona. A continuación, atraviesan la Reserva Natural de Torrey Pines, suben hasta lo alto de la colina, donde de pronto hay una vista espectacular del océano que se extiende delante de ellos, desde Torrey Pines Beach hacia arriba, hasta los acantilados de Del Mar.
La autopista 101.
La autopista 101 de Estados Unidos.
La autopista de la costa del Pacífico o la PCH.
El bulevar de los sueños ininterrumpidos.
El camino de ladrillo amarillo.
Puede que flipes con la ruta 66, pero donde te lo pasas en grande es en la autopista 101. Tal vez cojas la ruta 66 para descubrir América, pero no encontrarás el sueño americano hasta que llegues a la PCH. La 66 es la ruta, pero la 101 es el destino. Viajas por la 66 y llegas a la 101. Es el final del camino, el comienzo del viaje.
En aquel entonces, los primeros surfístas subían y bajaban con su pesada tabla de madera a cuestas por una autopista casi vacía. El lugar era prácticamente solo para ellos: una pequeña pandilla itinerante de discípulos de George Freeth en busca de la ola prometida. Y la hallaban, rompiendo arriba y abajo de la 101. Desde Ocean Beach hasta Santa Cruz, podían salir de la carretera y bajar a la playa y eso hacían.
Entonces comenzó la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos descubrió la costa de California. Centenares de miles de soldados, marineros e infantes de marina estuvieron en San Diego y en Los Ángeles de camino hacia el Pacífico y, cuando regresaron —si es que regresaban—, muchos de ellos se instalaron al sol, donde estaba la diversión. ¿Cómo ibas a pretender mantenerlos en medio del campo, después de haber visto Laguna?
Mientras sus homólogos se volvían a introducir en la sociedad estadounidense, creando suburbios y volviéndose fanáticos del conformismo, estos tipos querían huir de todo aquello.
Querían playa.
Querían surfear.
Así nació el «chalado del surf», la imagen del surf no solo como una cultura, sino como una contracultura. Por primera vez, los surfistas se definían a sí mismos en contraposición a la cultura dominante. No son para ellos los trabajos de nueve a cinco, los trajes de franela gris, las casas adosadas, los dos hijos, los jardines muy cuidados, los columpios y la entrada para coches. Surfear era liberarse de todo aquello. El surf era sol, arena y agua; era cerveza y tal vez un poco de hierba. Era el tiempo eterno, porque el surf sigue los ritmos de la naturaleza, en lugar del tiempo de los relojes de fichar de las empresas.
Era la antítesis de la corriente dominante en Estados Unidos en aquella época y así surgieron pequeñas comunidades de surfistas —podemos llamarlas «colonias» o incluso «comunas», si es necesario— arriba y abajo de la autopista 101.
Muchos de aquellos surfistas eran
beatniks
, representantes de la contracultura de la costa oeste, en el sur de California, que, en lugar de patear las calles de San Francisco —las cafeterías de North Beach y los recitales de poesía—, iban con sus bongós a la playa de verdad y encontraban su dharma en una ola. Aquellos tíos habían visto la «civilización» en los campos de batalla y en las ciudades bombardeadas de Europa y Asia y no les gustó, de modo que regresaron a Pacific Beach, San Onofre, Doheny y Malibú para crear su propia cultura. Acampaban en la playa, recogían latas para comprar comida que asaban al aire libre, tocaban la guitarra y el ukelele, bebían cerveza y vino, se tiraban a las chicas en biquini y surfeaban.
Las pequeñas poblaciones surferas que se sucedían a lo largo de la 101 como los nudos en una cuerda crecieron en torno a ellos. Los puestos de comida rápida vendían hamburguesas y tacos baratos a los surfistas que no llevaban demasiado metálico en los bolsillos y tenían prisa por regresar a pillar la siguiente serie de olas. Los bares de la playa despachaban a tíos en huaraches y trajes de baño húmedos y en aquellos tugurios a nadie le preocupaba si la gente no llevaba camisa o zapatos. Las salas de cine de aquellos pueblos sobre la 101 empezaron a proyectar las primeras películas primitivas de surf en salas atestadas de gente, con fiesta posterior.