Porque Teddy Tetazas, que tiene acceso literalmente a cientos de mujeres hermosas, está tratando de drogar a una niña en la habitación de un motel para después violarla. Ahora Boone ya sabe lo que hacía en los fresales el bueno del doctor Cole: negociar con una familia tan, pero tan desesperada que estuviera dispuesta a venderle a su hija. Y los mojados que dieron la paliza a Boone en las cañas lo estaban cubriendo.
¡Un mundo maravilloso!
Boone se echa contra la puerta, que se astilla en torno a la cerradura y se abre. Llega al dormitorio en tres zancadas y, a la cuarta, tiene a Teddy cogido por la solapa de la camisa. Lo levanta y lo sujeta en el aire.
La niña grita y sale corriendo por la puerta.
—Esto no es lo que parece —dice Teddy.
«¡Por Dios! —piensa Boone—. ¿Será posible que todos los hijos de puta que abusan de los niños tengan que decir lo mismo todas las veces? Pues no, tío, siempre es lo que parece.»
Boone gira y aplasta a Teddy contra la pared. Lo acerca hacia su propio pecho y lo vuelve a empujar otra vez.
—¡Que la estoy ayudando! —chilla Teddy.
«Claro que sí. No me digas», piensa Boone.
Separa la mano derecha de la camisa de Teddy, la aprieta en un puño y levanta el brazo, dispuesto a ponerle la cara como un mapa. Sin embargo, de pronto aquella cara no es la de Teddy, sino la de Russ Rasmussen, y el mundo de Boone se vuelve rojo y se pone a dar vueltas como loco, como cuando una ola te da un revolcón.
—¡Boone!
A través de la niebla roja, oye a Petra y percibe su desaprobación, pero le importa un pimiento.
—¡Boone!
Se da la vuelta para decirle que se las pire.
Dan Silver la está apuntando con una pistola a la cabeza. Detrás de él hay dos de sus muchachos.
—Suéltalo, Boone —dice Dan.
El mundo se vuelve a enderezar; vuelve a ver con claridad.
—Es un pederasta.
—Nosotros nos ocuparemos de él —dice Dan—. Ahora suéltalo o le meto a ella dos balas en su preciosa cabeza, antes de ocuparme de ti.
Boone mira a Petra. Su piel pálida se ha puesto lívida, tiene los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas y le tiemblan las piernas. Está muerta de miedo. Boone baja el puño cerrado, pero aprieta con la palma las costillas de Teddy, antes de soltarlo.
Teddy se desliza hacia el suelo.
—Has tenido suerte de que yo apareciera —le dice Dan— antes de que este bárbaro te rompiera el culo. Me siento como si hubiese llegado con la caballería. Justo a tiempo y todas esas chorradas que se dicen. Vendrás conmigo voluntariamente, ¿no es verdad, doctor Cole?
—Sí.
—Ayudadlo a levantarse.
Los muchachos de Dan cogen a Teddy por los brazos y se lo llevan.
—Esto no va a quedar así, Teddy —dice Boone.
Dan hace un gesto en dirección a Petra.
—¿Te la cepillas, Daniels?
Boone no responde.
—Claro que no —dice Dan—. Es demasiado suculenta para ti.
Se vuelve hacia Petra.
—Si te cansas de salir con muertos y quieres un hombre de verdad, ven a verme, cielo. Yo te cuidaré bien.
Se oye a sí misma decir.
—Prefiero follar con un cerdo.
Dan sonríe, pero se sonroja.
—Tal vez podamos hacer algo al respecto, zorra.
—Ya está bien —dice Boone.
—No estás en condiciones de…
—He dicho que ya está bien —repite Boone.
Algo en su voz advierte a Dan que más le vale parar antes de tener que dispararle a aquel tío, porque aquel gilipollas viene a ser muy amigo de Eddie —algo así como que rescató del agua al chavalín de Eddie— y lo que menos le conviene a Dan en aquel momento es tener más problemas con Eddie el Rojo.
—Quédate aquí unos minutos —dice Dan—. Si sales, por muy amigo de Eddie que seas, te mando al otro barrio y a ella también.
Dedica un instante a lanzar una mirada lasciva a Petra y después se marcha.
—¿Estás bien? —pregunta Boone a Petra.
Ella se deja caer pesadamente sobre la cama y esconde la cara en las manos. Boone lo comprende. Cuando te apuntan con una pistola a la cabeza, algo cambia en ti. Te das cuenta de lo rápido que puedes dejar de existir. En aquel instante, lo único que quieres —con desesperación, con fervor— es tu vida y darías casi cualquier cosa por ella. Aquel momento de conciencia te cambia como persona. No vuelves a ser el mismo cuando te das cuenta de que harías casi cualquier cosa con tal de vivir.
Hablando de tener agallas. «¿Prefiero follar con un cerdo?» ¿Decirle eso a un tío que te apunta con una pistola a la cabeza? Hay que tener mucho valor para eso. Se acerca y le apoya una mano en la cabeza, le acaricia ligeramente el pelo y le dice:
—Está bien. No ha pasado nada.
—Estaba tan asustada —dice ella.
Entonces Boone se da cuenta de que está llorando.
—Has estado increíble —le dice—. Realmente muy valiente.
Un instante después escuchan dos disparos.
Pum.
Pum.
Es lo que llaman «estilo ejecución».
La niña regresa corriendo al cañaveral, porque no tiene ningún otro lugar adonde ir.
Se llama Luce.
No encuentra a nadie entre las cañas. Todos se han marchado, de modo que entra a gatas en una de las pequeñas cuevas, se acurruca y reza el rosario mientras acaricia el pequeño crucifijo. Sabe que la noche será fría, pero las demás niñas regresarán al amanecer.
Se abraza las rodillas y espera a que vuelva a salir el sol.
Dan Silver está sentado junto a Teddy Cole en el asiento trasero del Explorer.
Le agarra el dedo índice de la mano derecha y le dice:
—Tus manos son tu vida, ¿no es así, doctor?
El rostro de Teddy, que se ha hecho arreglar la barbilla, se ha inyectado botox, se ha hecho cirugía en la nariz, se ha hecho un peeling, se ha trasplantado pelo, se ha estirado los ojos, se ha hecho un lifting, se ha quitado la barriga, se ha arreglado los dientes, ha hecho tratamientos con láser y se ha puesto moreno, se vuelve totalmente pálido de miedo. Intenta hablar, pero las palabras se le atragantan. Lo único que consigue es asentir con la cabeza, tembloroso.
—Manos de cirujano, ¿verdad? —pregunta Dan—. ¿Eso es lo que eres: el cirujano plástico de las estrellas? ¿
Nick/Tuck
? ¿Y qué pasa si me pongo a romperte los dedos uno a uno, empezando por los pulgares? Te va a doler como no te puedes imaginar, doctor, y después se acabaron las estríperes, las
starlettes
y las esposas trofeo.
Teddy trata de aguantar.
Por el bien de Luce, por el bien de Tammy, por el bien de su propia alma, suponiendo que no fuese este un concepto desesperado y anticuado. Resiste hasta que Dan empieza la cuenta regresiva desde diez.
Llega hasta seis.
—Te lo voy a preguntar una sola vez —dice Dan— y de verdad espero que no tenga que hacerte la misma pregunta diez veces. ¿Dónde está Tammy Roddick?
El Boonemóvil está apoyado en el parachoques delantero, como un toro herido hincado de rodillas, agotado en el ruedo.
Tiene pinchada la rueda delantera derecha.
Boone mira la camioneta.
—¡Me cago en la leche!
—Pensé que habían matado a Teddy —dice Petra. Se sube al asiento delantero y hurga en su bolso—. Me han cogido el teléfono.
—El mío también —dice Boone—. Menos mal que cogí el de Teddy.
Extrae el RAZR de Teddy del bolsillo de sus pantalones y se desplaza por el historial de llamadas: en los dos últimos días ha llamado diecisiete veces al mismo número. Lo marca.
Tammy lo coge enseguida, como si estuviera esperando la llamada.
—¿Teddy? —pregunta Tammy, con voz inquieta, preocupada, asustada.
—¿Dónde estás, Tammy?
—¿Quién habla?
—Dondequiera que estés —dice Boone—, vete ya mismo.
—¿Qué…?
—Teddy va de camino —dice Boone— con Dan y algunos de sus matones. Te ha traicionado, Tammy.
—Él no haría una cosa así.
—Es posible que no quisiera hacerlo —dice Boone—, pero te aseguro que, si no lo ha hecho aún, lo hará. Lárgate. Deja que te encuentre en alguna parte. Te puedo ayudar.
—¿Quién eres?
—Petra Hall está aquí conmigo.
—¡Joder!
—¿Quieres hablar con ella?
—No —dice Tammy.
—Oye —dice Boone—, ya sé que no tienes por qué confiar en mí, pero vete. Ahora mismo.
—No lo sé.
—Deja que me encuentre contigo en alguna parte —dice Boone—. Te recojo y te llevo a un lugar seguro.
Ella corta la comunicación.
—¡Maldición! —dice Boone.
Llama por teléfono al Doce Dedos, mientras va a la parte posterior de la camioneta, saca la rueda de recambio y el gato y se pone a trabajar con el coche.
—Yo podría hacer eso —dice Petra.
—Seguro que puedes —dice Boone, mientras ajusta la rueda—, pero no quiero que te estropees la ropa.
Boone encaja la rueda, ajusta las roscas y retira el gato. Cuando lo está metiendo otra vez en la camioneta, llama el Doce Dedos.
Ha rastreado la llamada.
El Instituto de Autoconciencia fue fundado allá por la década de 1960. Cómo no.
Si tuviéramos que elegir una palabra para caracterizar aquella década sería «auto», es decir, «uno mismo».
Un psiquiatra vino del Esalen con la cabeza llena de ácido y un fondo fiduciario y compró el antiguo refugio episcopaliano, fundado en un acantilado sobre uno de los mejores rompientes derechos de la costa occidental.
El loquero no surfeaba, pero no le molestaba que los surfistas utilizaran las escaleras del lado sur del edificio para bajar hasta el rompiente. En homenaje a aquel hombre generoso y porque resultaba demasiado incómodo tener que decir cada vez «Instituto de Autoconciencia», la playa situada debajo del refugio empezó a llamarse simplemente «Shrink’s» [la playa del loquero].
El Instituto de Autoconciencia se convirtió primero en un refugio hippie y, después, en uno New Age, para personas que se instalaban en una habitación, comían comida vegetariana, hacían seminarios de meditación, tomaban clases de yoga y trataban de volverse conscientes de sí mismos, de diversas maneras.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó David el Adonis a Boone un día que estaban sentados en la línea de arranque frente a Shrink’s, esperando la siguiente serie de olas y mirando, en lo alto, las cabañas del refugio.
—No tiene nada que ver con la masturbación —dijo Sunny al Doce Dedos.
—No tengo ni idea —dijo Boone—. Supongo que uno simplemente lo hace.
—Sí, pero ¿qué es lo que hace? —preguntó David.
—Lo que sea.
Entonces llegaron las olas y se olvidaron de la pregunta.
De todos modos, Boone no se había dado mucha cuenta de que el lugar se llamaba Instituto de Autoconciencia, porque él siempre lo había conocido como Shrink’s, probablemente había bajado aquellos escalones de madera cientos de veces con su tabla a cuestas y jamás se le ocurriría instalarse en una habitación, comer comida vegetariana, hacer seminarios de meditación, tomar clases de yoga ni tratar de volverse consciente de sí mismo, de la manera que fuese.
En primer lugar, el precio excesivo de la habitación no estaba al alcance de su bolsillo. En segundo lugar, no tenía tendencia a la introspección y, en tercero y último lugar, ya tenía bastante conciencia de sí mismo.
—Si una cosa se puede decir acerca de Boone —proclamó Sunny Day durante una sesión en The Sundowner en la que consumieron bastante alcohol, después de cerrar—, es que sabe quién es.
—Eso es cierto —dijo Boone—: surfeo, como, duermo, trabajo…
—Algunas veces —dijo el Marea Alta.
—Algunas veces —reconoció Boone— y, muy de vez en cuando, hago el amor… Y eso es todo, más o menos.
En aquel momento desearía haber ido a aquel lugar al menos una vez, para conocer el terreno, porque está casi seguro de que Tammy está allí.
El Instituto de Autoconciencia ha adquirido una clientela especializada y lucrativa.
A saber, personas —sobre todo famosas— que han caído en la cuenta de que su verdadero yo tal vez necesite algo de cirugía estética o un lugar donde esconderse de la mirada indiscreta del público mientras desaparece la hinchazón, los ojos morados recuperan su color y el tiempo pasa antes de volver a aparecer ante el mundo con sus nuevas narices, pechos, rostros, labios, estómagos, traseros o todo lo anterior. Por eso, el Instituto obtiene en la actualidad unos ingresos nada desdeñables por proporcionar un capullo en el cual se encierran las celebridades hasta metamorfosearse en su nuevo yo.
El Instituto protege con celo a su clientela de los
paparazzi
, la prensa sensacionalista y los simples curiosos. Es posible que el primer loquero no pusiese trabas a los surfistas, pero la nueva administración ha levantado muros altos para ocultar a sus pacientes hasta de los objetivos de más largo alcance de los
paparazzi
. En lo alto de los muros hay alambre de espino y sensores de movimiento, por si a alguien se le ocurre tratar de escalarlos. Hay guardias de seguridad bien cachas que vigilan el perímetro y la puerta principal de la recepción e impiden la entrada a todo el mundo, salvo a las visitas concertadas y a los médicos que van a ver a sus pacientes.
Por consiguiente, mientras que los turistas y los lugareños pueden pasear todo lo que quieran por los jardines, entrar en las zonas privadas del refugio propiamente dicho es como atravesar las murallas de Troya.
Teddy puede entrar sin inconvenientes.
El doctor Theodore Cole resulta muy provechoso para el Instituto de Autoconciencia. Teddy no solo lleva allí a las estríperes para que se recuperen de sus aumentos de pecho, sino que también envía a las estrellas y
starlettes
de Hollywood, a las esposas trofeo del condado de Orange que quieren alejarse un poco del lugar donde viven y a las matronas de la alta sociedad de San Diego residentes en La Jolla, que por casualidad han descubierto al mismo tiempo que necesitan su espiritualidad y un
lifting
.
O sea que, si Teddy quiere guardar a una amiguita entre las murallas por una o dos noches, no hay ningún problema y, si Teddy dice que nadie puede entrar a buscarla, eso significa que nadie entrará a buscarla.
Cuando el Explorer entra en el aparcamiento del Instituto de Autoconciencia, el conductor baja la ventanilla y Teddy, sentado entonces en el asiento del acompañante, se inclina y saluda al guardia.