Petra se queda patidifusa. Tammy es consciente, sin duda, de que Teddy reveló a Dan Silver dónde estaba escondida; en realidad, se la sirvió en bandeja para salvarse él. Le dice:
—Estoy segura de que el doctor Cole está bien.
Después de todo, hizo lo que Dan quería.
—Quiero hablar con él.
—Vamos a ver qué opina Boone —dice Petra.
—Le vas a hacer un favor —dice Tammy a Petra.
—¿Qué quieres decir?
—Que, si yo no estuviera aquí, te lo tirarías en la ducha.
—Esta es una relación profesional.
—Claro.
—Es un bárbaro.
—De acuerdo.
«De acuerdo —piensa Petra—, pero ¿será posible? ¿De verdad siento algo por Daniels? ¿Será algún tipo de atracción animal o, tal vez, tan solo el residuo de gratitud que me produce por no haberme dejado morir en la playa? Claro que fue él el que me llevó a la playa… ¡Estúpido incompetente!»
«Aunque fue muy competente cuando silbaban las balas, ¿verdad? Y también lo fue en el agua helada, en la oscuridad, ¿verdad?»
Boone regresa a la habitación.
—Creo que me daré una ducha, después de todo —dice ella.
—Muy bien, te hará entrar en calor —dice Boone.
Coge algo de ropa de la pila y entra en el cuarto de baño.
¿Qué es lo primero que dice Tammy?
—Quiero hablar con Teddy.
—Tu novio es un pederasta —dice Boone.
Le cuenta lo que vio en el motel cercano a los fresales, pero el rostro de Tammy no manifiesta ninguna de las reacciones posibles: pasmo, rabia, indignación, asco, traición…
—Quiero hablar con Teddy —dice ella—. Necesito hablar con Teddy.
Boone suspira y le explica la situación. En primer lugar, no saben donde está Teddy. En segundo lugar, Teddy ya la ha entregado una vez y, si ella lo llama ahora, lo volverá a hacer. En tercer lugar, al menos por un rato, Dan y el resto del mundo tienen motivos para creer que está muerta y, si habla con Teddy, tendrán motivos para creer que está viva y para intentar hacer algo al respecto.
Se nota que sus argumentos la impresionan, porque dice:
—¿Donde está mi teléfono?
—En el agua salada helada —dice Boone—. No creo que tengas buena señal.
—Déjame el tuyo.
—Yo estaba en el agua contigo.
—¿No tienes teléfono en casa? —pregunta ella.
—No.
—¿Y si alguien quiere ponerse en contacto contigo?
—Por eso no tengo teléfono en mi casa —dice Boone.
No le dice nada de los otros tres teléfonos móviles que guarda en un cajón de la cocina. Está anonadado. La tía no ha dicho ni una palabra ni ha preguntado nada acerca de su amiga Angela, que ha pagado el pato por ella. Lo único que le preocupa es un carnicero listo que se pasa por la piedra a niñitas extranjeras, un tío que la delató en menos que canta un gallo para salvar su puto pellejo.
Cojonudo.
—¿Te parece que estará bien? —pregunta ella.
—Me importa un pimiento.
—Quiero verlo.
—Tú no vas a ninguna parte.
—No puedes retenerme aquí contra mi voluntad —dice ella.
Hasta aquí hemos llegado.
—Tienes razón. Pues, vete, Tammy. Ve a buscar al doctor Pederasta, a ver qué pasa, pero no esperes que asista a tu funeral.
—Que te den por el culo —dice Tammy—. Después de todo, para ti solo soy tu paga. Me necesitas viva para poder cobrar. Eso no te da derecho a hacer juicios morales, vaquero.
—Tienes razón.
—Y no hace falta que me lo digas —dice Tammy—: ya sé lo que opinas de mí. Soy una estríper, un estúpido trozo de carne. O tengo problemas con las drogas o estoy jodida porque mi papi no me hacía suficiente caso o, de lo contrario, soy demasiado holgazana para conseguirme un trabajo de verdad. Soy una perdida, aunque eso no te impide venir a verme con tus billetes de dólar, ¿verdad?
«Es cierto —piensa Boone— y tampoco me impide querer mantenerte viva. ¿O será que solo necesito llevarte ante el tribunal?»
—No te acerques a las ventanas —dice Boone— y no levantes mucho la cabeza. En realidad, tal vez sea mejor que te quedes en el dormitorio.
—¿Crees que eres el primero que me lo dice? —pregunta ella.
Sus ojos son duros como esmeraldas.
—Hagamos un trato —dice Boone—. Yo no te juzgo y tú tampoco te juzgas.
—Del dicho al hecho hay un gran trecho.
—Pues sí.
—¿Qué sabrás tú de eso, surfista? —pregunta ella con soma.
—No eres la única que se arrepiente de algo, Tammy.
Boone siente el océano que crece literalmente bajo sus pies. Las olas golpean contra los pilotes, siguen de largo y después vuelven a golpear en el camino de regreso. Está viniendo un gran oleaje y, cuando se retire, se llevará consigo la vida que él conocía. Le da la sensación de que será así y está aterrado. Quiere resistirse, pero sabe que es inútil resistirse al mar.
Cuando llega un tsunami, golpea con una fuerza destructiva increíble y arrasa vidas y hogares, pero casi es peor cuando se aleja, llevándose vidas al mar infinito que es el pasado irrecuperable.
Petra sale de la ducha y se mete en el dormitorio de Boone con la excusa de echarse un sueñecillo, pero en realidad para fisgar.
«No, no voy a fisgar —piensa—. Solo quiero saber un poco más sobre este hombre.»
Como el resto de la casa, el dormitorio está limpio y ordenado. No tiene nada de particular, salvo la caña de pescar que sale por la ventana, aunque…
Hay libros.
Libros en rústica usados, en una mesita de noche y en una pequeña biblioteca en el rincón; algunos, apilados junto a la cama. Y no son solo libros de deporte o novelas policíacas —lo que habría esperado encontrar, si hubiese pensado que leía—, sino literatura de verdad: Dostoievski, Turguéniev, Gorki. En la esquina hay una pila de —«¿Será posible?», piensa— Trollope. Aquel joven naturista y aficionado al mar ¿será un Phineas Finn oculto?
Recuerda todas las pullas que le ha ido soltando a lo largo del día, tratándolo como un cernícalo ignorante, y después piensa en los libros que se apilan en su propia mesita de noche: noveluchas románticas y otras de sexo más o menos explícito, que, en definitiva, no tiene por qué leer.
«Y yo le he estado tomando el pelo todo el día: ha sido él quien se ha burlado de mí.»
«Qué cabrón.»
Sigue fisgoneando.
Hay un pequeño escritorio en el rincón, con un ordenador conectado a internet. Sintiéndose culpable, abre el cajón del escritorio y encuentra fotografías de una niña pequeña.
Es una preciosidad, casi el estereotipo de la clásica niña californiana: cabello rubio, grandes ojos azules y un puñado de pecas desparramado por las mejillas. Mira de frente a la cámara, sin la menor señal de timidez. Una niña feliz.
Petra coge la fotografía y ve la placa con el nombre en el borde del marco.
Rain.
Es el nombre de la niña.
«¡Qué cabrón! —piensa Petra—. Nunca me dijo que tuviera una hija. Jamás dijo siquiera que estuviera casado. Tal vez no lo esté. Puede que la niña sea su hija natural y que Boone nunca se casase con su madre. De todos modos, podría habérmelo dicho. Vamos, no seas injusta —se dice a sí misma—: no tenía ninguna obligación de decírtelo.»
Sigue buscando más abajo.
Más fotos de la niña, cuidadosamente guardadas en fundas de plástico. Fotos de ella jugando, en una fiesta de cumpleaños, abriendo regalos delante de un árbol de Navidad. Curiosamente, no hay ni una solo foto de Rain con Boone, ninguna de esas fotos del padre con la hija que cabría esperar.
Aparentemente, no hay más fotos de la niña a partir de los cinco o seis años.
«De modo que Boone Daniels tiene una hija de seis años —piensa Petra— a la cual, evidentemente, adora, aunque nunca hable de ella.»
Sin prestar atención a sus ángeles buenos, Petra escarba bajo las fotos y encuentra un dosier. Al abrirlo, encuentra unos cuantos bocetos a lápiz —una «interpretación artística», como si dijéramos— de una niña con el aspecto que tendría al crecer.
Se llama Rain.
«Rain a los siete años», «Rain a los ocho años», «Rain a los nueve años»…
«¿Acaso Boone no puede ver más a su hija? —se pregunta Petra—. Son tan tristes estos bocetos… Todo lo que tiene de su hijita.»
Hay otras carpetas en el cajón, todas con la etiqueta «Rasmussen».
«Debe de ser otro caso en el que está trabajando», piensa Petra, aunque Boone no parece de los que se llevan el trabajo a casa.
«Es usted una fuente de sorpresas, señor Daniels», piensa.
Le da vergüenza, se apresura a ponerlo todo otra vez en su sitio y regresa al salón.
—Me acaban de decir que tengo que quedarme en el dormitorio —dice Tammy.
Se levanta del sofá, se mete en el dormitorio y cierra la puerta tras ella.
—Quiere hablar con Teddy —dice Petra y se sienta en el sofá.
—Eso ha dicho —responde Boone.
La sudadera —una Sundowner negra— le queda inmensa y ha tenido que arremangarse bastante los pantalones de chándal. De todos modos, a Boone le parece un bombón.
—Estás guapa —dice él.
—¡Qué mentiroso! —dice ella—, pero gracias.
—Que no —dice él—, tendrías que conservar ese aspecto.
—No es muy adecuado para un abogado.
—Tal vez esa sea la cuestión.
Suena el timbre de la puerta.
Boone coge la calibre 38, se coloca a un lado de la puerta, empuja suavemente la cortina y mira hacia fuera.
Es Sunny.
Su cabello rubio, brillante por la humedad de la noche, asoma bajo la capucha de una sudadera azul oscuro. Con los brazos metidos dentro del bolsillo canguro, da saltitos de un lado a otro, por el frío y la preocupación.
Boone abre la puerta, la mete de un tirón y cierra enseguida.
—Boone, el Marea Alta me ha dicho…
Ve a Petra sentada en el sofá.
Lleva puesto un chándal de Boone.
El mismo que solía ponerse ella, en épocas más felices, después de pasar mañanas enteras en el agua y tardes enteras haciendo el amor.
—Perdona —dice Sunny, con una voz más fría aún que el agua—, no me había dado cuenta…
—No es…
—¿… lo que parece? —Mira con odio a Boone durante un segundo y después le pega una buena bofetada en toda la cara—. ¡Pensé que estabas muerto, Boone! Me has hecho creer que estabas muerto.
—Lo siento.
Ella sacude la cabeza.
—Avisaré al Optimista y al Doce Dedos. Estaban preocupados por ti.
—Tienes que marcharte, Sunny —dice Boone.
—No me digas…
—Quiero decir…
—Ya sé lo que quieres decir.
«Que es peligroso —piensa Boone—, eso es lo que he querido decir.»
Pero ella ya se ha marchado. Mira por la ventana y la ve alejándose por el muelle a grandes zancadas, hacia su pasado, fuera de su vida.
—Lo siento —dice Petra en cuanto la puerta se cierra de un portazo.
—No es culpa tuya —dice Boone.
—Hablaré con ella, si quieres —dice Petra—, y le explicaré el malentendido.
Boone sacude la cabeza.
—Lo nuestro ha acabado hace mucho tiempo. Tal vez sea mejor que haya ocurrido esto.
—Para cortar por lo sano, ¿no?
—Pues sí.
Petra se siente mal, aunque no tan mal como calcula que debería sentirse. Se ha abierto una puerta y no está segura de si debería atravesarla. Tal vez no de inmediato: sería poco apropiado y de mal gusto, como mínimo. Pero la puerta ha quedado abierta y le da la impresión de que seguirá estándolo por un tiempo.
Sin embargo, decide dar un pequeño paso de prueba.
—¿Es ella su madre?
—¿Cómo dices?
—Si Sunny es la madre de Rain.
La puerta se cierra de golpe.
—Trata de dormir un poco —dice Boone—. Por la mañana, puedes ir a buscarle a Tammy algo apropiado que ponerse. La llevaremos al juicio para que testifique y habremos acabado con esta mierda.
Coloca una silla cerca de la puerta, de espaldas a Petra, y se sienta con la calibre 38 en el regazo.
—No hay ningún cuerpo —dice el bombero a Johnny Banzai.
—Estás seguro —dice Johnny.
El bombero le lanza una mirada fría y sarcástica. Está más contento que unas pascuas de encontrarse en la playa una noche fría y húmeda, mientras las olas le rocían la cara, para apagar el incendio de una camioneta de mierda que, aparentemente, algún cachondo empujó por joder desde lo alto del acantilado.
—El gracioso va a recibir una factura de puta madre.
—Me alegro —dice Johnny.
Se aleja de allí y vuelve a subir las escaleras hacia Shrink’s, donde Teddy Tetazas sigue sentado en la Cabaña Loto. En realidad, Johnny no tiene motivos para retener a Teddy, pero no se lo ha dicho y el médico se muestra dócil y acobardado. Además, está medio cocido y Johnny se pregunta qué tendrá de orgánico un martini orgánico.
Johnny toma asiento frente a Teddy.
En la televisión de plasma se puede ver un partido de los Lakers y el púrpura y oro de sus uniformes tiene tanto colorido como los desfiles del martes de carnaval.
—¿Qué? —pregunta Johnny.
A menudo comienza así. Para empezar, nunca formula a un testigo una pregunta que tenga una respuesta limitada. Lo importante es que se pongan a hablar y entonces te dirán lo primero que les pase por la cabeza.
No surte efecto con Teddy, que lo mira sin comprender y repite:
—¿Qué de qué?
—Que qué hace usted aquí —pregunta Johnny.
—He venido a ver a una paciente.
—Por casualidad, ¿esa paciente no será Tammy Roddick? —pregunta Johnny.
Al fondo, Kobe engaña totalmente a un defensa, lo elude y encesta.
—¿Y qué si lo fuese? —pregunta Teddy.
—¿Dónde está? —pregunta Johnny.
Observa que a Teddy le cambia la expresión de la cara. Ahora parece… ¿aliviado?
—No lo sé —dice Teddy—. Cuando llegué, ella no estaba.
—¿Y cómo ha llegado hasta aquí?
—¿Eh?
—Que cómo ha llegado hasta aquí —pregunta Johnny—. Su coche no está en el aparcamiento.
—Buena pregunta —dice Teddy.
—Por eso se la hago —dice Johnny.
Kobe ha recuperado el balón y está regateando. No lo pasará.
«Típico», piensa Johnny.
—¿Doctor?
Teddy se pone serio y pensativo. Mira a Johnny a los ojos y le dice: