—¿Tienes una orden judicial?
—Todavía no —dice Johnny.
—Entonces supongo que me quedaré fuera contigo, aunque haga frío.
—De modo que tienes a Tammy Roddick —dice Johnny.
Boone no responde.
—¿Cómo es que hemos acabado en bandos diferentes, Boone? —pregunta Johnny—. No creo que nuestros intereses sean opuestos en esto. Tú quieres que Roddick testifique contra Dan Silver en un juicio civil mañana por la mañana. A la policía de San Diego le importa un pimiento. Lo único que queremos es hablar con ella sobre la muerte de Angela Hart. ¡Joder! Yo mismo la llevaré al juzgado.
—Si todavía está viva.
—¿Y eso qué significa?
Boone vacila.
—Si estás pensando alguna cosa —dice Johnny—, suéltala.
—Dan Silver no tardó mucho en averiguar que la que murió en el motel fue Angela, en lugar de Tammy —dice Boone—. Johnny, lo que me preocupa es que se haya enterado por la policía.
—Vete a la mierda, Boone.
—Oye, que no digo que se lo hayas dicho tú.
—Vete a la mierda, Boone —repite Johnny.
—De acuerdo, me voy a la mierda.
—¿Crees que ha sido Harrington? —pregunta Johnny—. Puede ser un montón de cosas, pero no es un canalla.
Boone se encoge de hombros.
—¿Te crees muy superior, gilipollas? —dice Johnny—. Claro, Boone Daniels es el único que sabe la verdad, porque él camina sobre las aguas.
—Jesús, Johnny.
—Es una manera de decir.
—¿Puedes protegerla? —pregunta Boone.
—¿Y tú? —pregunta Johnny—. Vamos, tú podrás protegerla a corto plazo, pero ¿y después de que haya testificado? ¿Acaso lo has pensado? ¿Te parece que Dan Silver va a olvidar fácilmente que ella acaba de costarle un pastón? ¿Vas a dedicar toda tu vida a proteger a esta chavala?
Boone lo ha pensado y sabe que es un problema.
—Se trata de una aseguradora, Boone —dice Johnny—. Tienen muchos cuartos y se lo pueden permitir. Roddick hizo bien en huir. Lástima que no se fuera más lejos, porque a la aseguradora le importa un pimiento lo que le ocurra después de que declare a su favor, ¿no es así? Su única oportunidad es que yo meta a Dan en la trena y eso no va a suceder porque se lo acuse de provocar un incendio. En cambio, si ella declara como testigo en un caso en el que esté en juego la pena capital, sí que puedo protegerla.
—Los dos tenemos cosas que hacer, Johnny.
—Entonces, a la mierda Angela Hart, ¿verdad? —dice Johnny—. La etiquetamos como un suicidio: otra estríper muerta. «No se han registrado víctimas humanas.»
—No es asunto mío.
—No, es asunto mío —dice Johnny—. Pon las manos detrás de la espalda.
—Vamos, Johnny —dice Boone.
—Tengo motivos para suponer que estás obstaculizando una investigación en curso —dice Johnny— y tengo motivos para suponer que dispones de información sobre la investigación de un homicidio, como mínimo. Ya conseguiré la orden judicial para registrar tu casa, pero, mientras tanto, te detengo por una acusación de vandalismo.
—¿Vandalismo?
—Por empujar tu camioneta a través de una barandilla municipal —dice Johnny— y provocar un incendio en una playa pública.
Boone se da la vuelta y se lleva las manos a la espalda. Johnny saca las esposas.
—¿Las esposas, John?
—Oye, ¿acaso te vas a comportar como un drogata…?
—¿Hay algún problema, oficial?
Aparece una mujer en la puerta. Va vestida —por así decirlo— con la ropa de Boone. Tiene el cabello húmedo, como si acabara de salir de la ducha. Johnny la reconoce como la mujer que iba con Boone cuando llegó al motel Crest, la que se acercó y miró el cadáver. Su acento es británico, sin ninguna duda.
—¿Quién es usted? —pregunta Johnny.
—Petra Hall, abogada.
Johnny ríe:
—¿La abogada de Boone?
—Entre otras cosas, sí.
A juzgar por su aspecto, Johnny se hace una idea de lo que pueden ser las «otras cosas». No es propio de Boone acostarse con sus clientes, aunque, en aquel caso, ¿quién le va a echar la culpa? La mujer está para comérsela y la voz y el acento son… En fin, que quién le va a echar la culpa.
—Lo siento, Boone —dice ella—, pero no he podido evitar enterarme de parte de vuestra conversación. No sé qué es lo que le parece haber visto, oficial…
—Detective —dice Johnny.
—Perdón, detective —dice Petra—, pero le puedo asegurar que el señor Daniels no ha estado en ninguna playa esta noche. Puedo… a título personal… dar fe de que ha estado aquí, cómodo y calentito, toda la noche. En cuanto a llevarse al señor Daniels esposado, también le aseguro que mi cliente no tiene nada más que decir; que, en base a mis declaraciones, ya no tiene usted justificación alguna para detenerlo, y que, en caso de que lo hiciere, encontrará un recurso de hábeas corpus esperándolo a su llegada a comisaría. Deje libre a mi cliente, detective, de inmediato.
Johnny baja las esposas y vuelve a enganchárselas en el cinturón.
—Conque ahora te escudas detrás de las mujeres, ¿eh, Boone?
Boone se da la vuelta para mirarlo:
—He evolucionado.
—Eso parece —dice Johnny. Mira a Petra y añade—: Dígale a su «cliente» que regresaré con el papel correspondiente. Recomiéndele que no vaya a ningún lado, abogada, y le sugiero que le diga también que, con esta gilipollez, está poniendo en peligro su licencia de detective privado. Además, hablando de «licencias», seguro que ya sabe que, como oficial de justicia, un abogado que mienta a la policía en el transcurso de una investigación…
—Conozco la legislación, detective.
—Yo también, abogada —dice Johnny. Mira a Boone—: Volveré con una orden judicial.
—Haz lo que tengas que hacer, Johnny.
—Descuida —dice Johnny—. Me alegro de que estés vivo, Boone, pero estás cabalgando la ola por el lado equivocado, vendiéndote a una aseguradora. Te estás volviendo tonto del culo.
Se da la vuelta y se marcha a pie por el muelle.
Boone lo ve alejarse.
Se pregunta si le quedará algún amigo cuando aquello acabe.
«Este caso está destrozando el Club del Amanecer», piensa Boone, y no sabe si alguna vez podrá recomponerlo.
Teddy Tetazas avanza a trompicones entre las cañas.
Tropieza, cae, se levanta y sigue adelante hacia la luz de una pequeña hoguera en el claro, delante de las cuevas.
Lo reciben con una escopeta. Un adolescente coge un machete y se pone de pie. El anciano se queda sentado junto al fuego y lo mira. Entonces, el hombre de la escopeta reconoce a Teddy y baja el arma.
—Doctor…
—Tomás, ¿
dónde está Luce
? —pregunta Teddy en castellano. Ha aprendido algo de
spanglish
en sus visitas al cañaveral.
—Se ha ido con las demás —dice Tomás.
—¿Dónde la encuentro? —pregunta Teddy.
—
No puedes encontrarla
.
Él ha aprendido un poco de inglés en el cañaveral.
Teddy se sienta pesadamente en el suelo de tierra y se coge la cabeza con las manos.
—
Hasta la madrugada
—dice Tomás.
Boone apoya un pie en la barandilla y mira el mar.
Ya puede salir de su casa. No corre peligro, porque la pandilla del Marea Alta tiene a cubierto el muelle. Eddie el Rojo no arremetería jamás contra ellos ni dejaría que Dan Silver lo hiciera.
Johnny Banzai ha ido a ver si consigue un juez en plena noche —¡que la suene lo acompañe!—, pero ha dejado un patrullero aparcado al final del muelle.
«Puede que Johnny tenga razón —piensa Boone— y me esté volviendo gilipollas. Mira que pensar que el Marea Alta me había vendido a Eddie el Rojo…»
Hay que ser gilipollas para pensar algo así.
Johnny tenía razón en algo más: si Tammy Roddick testifica, se la cargan. Si no pueden matarla para impedirlo, la matarán para vengarse.
«Tendría que haberlo pensado. ¿Se me habría ocurrido, si no estuviese tan pendiente de demostrarle a Pete lo buen detective que soy?»
¡Qué gilipollas!
Contempla el mar. Apenas se distinguen las cabrillas en la niebla, a la luz tenue de la luna. El océano se mueve con violencia, preparándose para el gran oleaje.
Petra se acerca y se detiene tras él.
—¿Molesto? —pregunta—. Quiero decir, ¿más de lo habitual?
—No, no más de lo habitual.
Ella se pone de pie a su lado.
—¿Está llegando tu oleaje?
—Ajá.
—Ahora podrás aprovecharlo.
—Ajá.
—Pensaba que te alegrarías —dice ella.
—Yo también lo pensaba —responde Boone—. ¿Sabes qué es lo mejor que tiene una ola?
—No.
—Una ola —dice Boone— te coloca en el lugar exacto del universo que te corresponde. Supón que eres un engreído, que te crees el rey del universo; entonces sales allá fuera y la ola te da una paliza: te levanta, te echa abajo, te revuelca, te refriega por el fondo y te retiene allí un rato… Como si Dios te dijera: «Oye, alfeñique, cuando te deje volver a subir, toma una bocanada de aire y a ver si te puedes alejar de ti mismo un poquito». O digamos que estás depre, que sales y te sientes una mierda, como si en el mundo no hubiera lugar para ti. Sales y el mar hace que te deslices suavemente, como si solo fuera para ti… ¿Comprendes? Es como si Dios te dijera: «Bienvenido, hijo mío, esto es para ti y está todo bien». Una ola siempre te da lo que necesitas.
Hace frío ahí fuera. Ella se apoya contra él y él no se aparta. Poco después, él le pasa un brazo por detrás de la espalda y la estrecha un poco más.
—Lo he estado pensando —dice ella.
—¿El qué?
—Lo que ha dicho tu amigo el detective —dice Petra—, de no ser capaces de proteger a Tammy. Deberíamos dejarla ir, hacer que desaparezca, y que sea lo que Dios quiera.
Boone se queda boquiabierto. La que habla no es la abogada ambiciosa, implacable y muy profesional.
—¿Y tu caso? —le pregunta—. ¿No querías llegar a ser socia?
—No a costa de otra vida —dice Petra—. Ni la de ella ni la tuya. Dejémosla ir.
Le encanta que haya dicho eso; habla muy bien de ella que se lo haya propuesto. Una actitud serena y compasiva, pero dice:
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Es demasiado tarde —dice Boone—. Han matado a una mujer y alguien tiene que hacer algo al respecto. Además…
—¿Qué?
—Hay algo más —dice Boone—. Algo que no tiene sentido. Aquí hay algo que no cuadra y no acabo de entenderlo. Solo sé que no puedo dejarla ir hasta que lo averigüe.
—Boone…
—Tranquila, Pete —dice él—. Tenemos que cabalgar esta ola hasta el final.
—¿Te parece?
—Pues sí.
Boone se agacha y la besa. Sus labios lo sorprenden: son suaves y palpitan contra los suyos. Agradables y más apasionados de lo que habría pensado.
Él interrumpe el beso.
—¿Qué pasa? —pregunta ella.
—Tengo que ir a ver a alguien.
—¿Ahora?
—Sí —dice Boone—, ahora mismo. Estáis a salvo. Los amigos del Marea Alta están por todas partes y allá hay un poli. No hagas nada, que ahora vuelvo.
Empieza a marcharse, pero retrocede y dice:
—Oye, Petra, que me ha gustado el beso.
«A mí también —piensa ella, mientras Boone desaparece en la niebla—. En realidad, quería más… Pero ¿a quién irá a ver a estas horas de la noche?»
—¿Que Daniels está aquí? —pregunta Danny.
—Esfúmate —le dice Eddie el Rojo.
No será difícil, porque la casa de Eddie tiene como ocho dormitorios, pero Danny no se mueve, sino que le dice:
—Liquídalo.
—¿Acaso me has dado una orden? —pregunta Eddie.
—No —dice Danny—. Más bien ha sido una… sugerencia.
—Pues yo te
«sugerencio
» que ahueques el culo y te las pires —dice Eddie—, antes de que recuerde todas las cagadas que me has hecho y te convierta en una galleta para perros como una catedral, capullo, que has ido a matar a la mujer equivocada.
Eddie está un poco irritable.
Danny se retira.
—Hazlo pasar —dice Eddie al tío
hui
—. No lo hagas esperar. Boone entra y desciende hasta la sala, que está a un nivel inferior. El aire apesta a chocolate: del bueno y muy caro. Eddie lleva puesta una bata de seda color púrpura, pantalones de chándal negros y un gorro de lana negro.
—¡Boone, colegui! —grita—. ¿Qué te trae por mi chabolo?
—Perdona que venga tan tarde.
—La alfombra de
aloha
siempre está puesta para ti —dice Eddie y le ofrece un canuto—: ¿Quieres?
—No, gracias, estoy bien.
—Me sorprende verte, Boone, colegui —dice Eddie.
Enciende el canuto otra vez y le da una calada.
—¿Quieres decir que te sorprende verme vivo? —pregunta Boone.
—Si te quisiera muerto, estarías muerto —dice Eddie—. A decir verdad, he especificado unas reglas de combate muy precisas a nuestro amigo Danny; a saber, que a Boone Daniels hay que considerarlo paisano, como si sobre su cabeza ondeara una cruz roja inmensa: intocable.
—Me han disparado —dice Boone.
—Pero no te han dado —replica Eddie—. ¿Quieres unos cereales Crunch?
—Pues sí.
—¡Traed los Crunch! —grita Eddie—. ¡Dos tazones! ¡Y abrid una botella de leche fresca!
Mira a Boone y sacude la cabeza.
—Al personal, en esta época, hay que decirle absolutamente todo.
Hace señas a Boone para que tome asiento en un sillón con forma de hoja de palmera, situado delante de una enorme pantalla de televisión de plasma que proyecta
Centauros del desierto
. Al cabo de un minuto, entra un tío hui con dos tazones de cereales de desayuno y entrega uno a Boone. Eddie ataca como si no hubiese probado bocado desde que estaba en séptimo grado.
—¡Qué buenos! —dice Boone.
—Son Crunch —dice Eddie y pone en pausa el reproductor de DVD—. Vamos a ver, Boone, ba ba dun, ¿qué es lo que quieres?
—Cualquier cosa.
—Eso es un poco ambiguo, hermano.
—«Cualquier cosa que quieras; lo que se te antoje» —repite Boone—. ¿Te acuerdas?
—Equilicuá —dice Eddie. Se apoya el tazón en el regazo y abre bien las manos—. Cualquier cosa que quieras. ¿Y qué es lo que quieres?
—La vida de Tammy Roddick.
—Venga, Boone.
—Testifica y se las pira —dice Boone, se lleva a la boca una cucharada de cereales y se limpia con la manga—. Consigue un pase de por vida.