El Club del Amanecer (39 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El Club del Amanecer
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¿Qué precio tiene una niña de doce años?

Veinte mil dólares.

Porque no sólo tenían que pagar el precio de una trabajadora lucrativa, sino también los intereses que se habían ido acumulando a la deuda, lo que debía a los contrabandistas por haberla hecho entrar en el país y los intereses de lo que les debía por el alojamiento y la comida.

Veinte mil dólares y cada día un poco más.

De modo que Tammy y Angela fueron juntando el dinero. Trabajaban tumos extra. Usaban todos los trucos que conocían para manipular a los hombres y llevarlos a la Sala VIP y, una vez allí, echaban mano a todos sus encantos para que les soltaran propinas importantes.

Cada baile, cada descenso del caño, cada regazo sobre el cual depositaban su culo iba a parar al precio de compra de Luce.

No alcanzaba.

Teddy les dio el resto del dinero.

Tammy fue a ver a Danny y le compró a Luce.

A tocateja.

Todo estaba bien, ya estaba hecho, y entonces…

—Aparecieron los abogados —dice Boone.

Teddy asiente.

Danny se puso hecho un basilisco. Como le aterraba lo que pudiera salir a la luz —no solo por el propio juicio por incendio premeditado—, formuló todo tipo de amenazas: dijo a Tammy que se olvidara de Luce. Ellas decidieron salir corriendo y llevarse a la niña. Se marcharon de sus apartamentos y se registraron en el motel Crest con la intención de irse de la ciudad en tren a la mañana siguiente.

No lo consiguieron.

A Luce le dolía el estómago: tenía retortijones y estaba nerviosa. Como la máquina expendedora del motel no funcionaba, Tammy fue a pie hasta una tienda cercana a comprar una gaseosa para que le asentara el estómago.

Cuando regresó, Angela estaba muerta y Luce había desaparecido.

A Tammy le entró pánico. Le dio miedo regresar a su casa, de modo que fue a la de Angela, pero allí tampoco se quedó tranquila, así que llamó a Teddy, que la pasó a buscar, la llevó a Shrink’s y se ofreció a tratar de encontrar a Luce.

Lo hizo.

La niña había regresado al único lugar conocido al que podía llegar.

Los fresales.

Allí los encontró Boone.

Ya sabe el resto de la historia.

Boone evitó que Dan matara a Tammy en la playa situada por debajo de Shrink’s y la llevó a su casa. Hizo un trato con Eddie el Rojo para que nadie le hiciera daño, pero Dan calculó que había algo que para ella valía más que su propia vida y más que la venganza o incluso que se hiciera justicia por la muerte de Angela.

Luce.

Capítulo 122

—¿La tenéis? —pregunta Boone.

«¡Qué idiota eres, Daniels! —piensa—. ¡La has cagado a base de bien con estos dos! En lugar de ser una estríper gilipollas y tramposa y un cirujano plástico pervertido, son dos héroes. Y la difunta Angela Hart, la tercera.»

Tammy esconde la cara entre las manos y se echa a llorar.

Teddy dice:

—No, han dicho que, si todo va bien, llamarán esta noche o mañana por la mañana, temprano, y nos entregarán a Luce. El trato es que Tammy se lleve a Luce y no vuelva nunca más.

Danny queda impune por haber ordenado la muerte de Angela, pero ¿qué importa más: que se haga justicia o la vida de una niña? Si Angela pudiera hablar, diría que aceptásemos el trato. No podemos salvarlas a todas, ¡coño!, no podemos salvar a la mayoría de ellas, pero podemos salvar a una. Una niña puede vivir.

«¿Cuánto vale la vida de una sola niña?», se pregunta Boone.

Mucho.

Todo.

—Puedo llamar a John Kodani —dice Boone—. Él entenderá y…

—La policía no —dice Tammy entre los dedos abiertos.

—Silver ha dicho que, aunque solo olfatee la presencia de la policía —dice Teddy—, matará a Luce.

«Os matará a los tres de todos modos —piensa Boone—. Un tío tan canalla no va a cumplir lo prometido, ni a vosotros y ni siquiera a Eddie el Rojo. Un hombre que cae tan bajo no le teme a nada ni a nadie, ni siquiera a Dios ni a la eternidad.»

Tammy levanta la cabeza y mira de frente a Boone. Sus ojos color esmeralda están llenos de lágrimas, hinchados y enrojecidos. Ha llorado mucho desde la última vez que Boone la vio.

«Lo que he visto yo.»

—Te lo suplico —dice ella—. Te lo ruego. No te metas. Dale a la niña una oportunidad en la vida.

—Te va a matar.

—Correré el riesgo —dice Tammy.

—Voy contigo —dice Boone.

—No —dice Tammy—. Ha dicho que vaya yo sola. Ni siquiera Teddy.

—Te está tendiendo una trampa, Tammy.

Ella se encoge de hombros y añade:

—Prométemelo.

—¿Qué quieres que te prometa?

—Prométeme que no llamarás a la policía —dice ella—. Prométeme que no intervendrás.

—De acuerdo.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

Boone se dirige hacia la puerta. Antes de salir, se detiene, se vuelve y dice:

—Siento haber pensado mal de vosotros. Estaba equivocado y lo lamento.

Teddy levanta la copa de martini y sonríe.

Tammy asiente con la cabeza.

Boone los mira desde la ventana mientras se dirige hacia el coche.

Teddy está de pie detrás del sillón, con las manos apoyadas en los hombros de Tammy. Parecen unos padres preocupados en la sala de espera de un hospital.

Por debajo de la casa, el mar se estrella con furia contra los acantilados.

Capítulo 123

David oye las grandes olas desde unos doscientos metros de distancia.

No puede verlas en la oscuridad, pero el ruido es inconfundible.

Rítmicas, constantes.

Parecen bombas de verdad.

—¡Esteban! —grita—. ¡Di a las niñas que se sujeten bien!

«¿Qué es lo que siempre decía Boone? —piensa David—. ¿Que soy capaz de surfear en estas aguas con los ojos vendados? Pues bien, espero que sea verdad. Cuando uno surfea, siente más de lo que ve, pero eso ocurre sobre una tabla, no encima de una balsa de goma con pretensiones y sobrecargada de niñas indefensas.»

«No importa —dice para sus adentros—. Es lo que tienes que hacer: llegar hasta la costa surfeando este bote.»

Acelera el motor para conseguir toda la velocidad posible y reza para que alcance. Lo último que quiere es pillar tarde una de aquellas olas inmensas, porque entonces seguro que la pasaría por encima y haría volcar el bote. Tiene que mantenerlo derecho, con la proa perpendicular a la ola, porque, si se pone aunque sea un poquito de lado, se balanceará.

Por eso tiene que coger bien las olas, girar el bote hacia la ola izquierda y hacer que se siga moviendo cuando se estrelle contra el fondo, porque, de lo contrario, se lo tragará la espuma.

Siente que la ola se hincha bajo el bote, lo levanta y lo empuja hacia delante.

«No es más que otra puta ola —se dice—. No pasa nada.»

—¡Esteban!

—¿Qué?

—¿Cómo era que se llamaba el santo aquel al que invocas?

—¡San Andrés!

—¡Ajá! ¡No pierdas el contacto!

La ola los levanta y los eleva hasta lo más alto.

Las niñas chillan.

Ha llegado a tiempo. Gira el timón hacia la ola izquierda y baja en diagonal por la pared de la ola. Siente el agua que se eleva a sus espaldas y da la vuelta por encima de él y entonces se meten en el tubo y el bote se estrella con fuerza sobre la espuma.

Pega un buen rebote y, por un instante, teme estar a punto de perderlo, de perder el control y que se ponga de lado y entonces dé una voltereta, pero consigue mantenerlo derecho, asentarlo cerca de la orilla y conducirlo hasta la desembocadura de la laguna.

David dice rápidamente una oración de agradecimiento.

A san George Freeth.

—Esteban, coge el timón —dice David.

Cuando el chaval —todavía impresionado, pero sonriendo como un tonto— coge el mando, David busca el teléfono móvil que lleva en el bolsillo.

Es el procedimiento habitual.

Que los tíos se enteren de que la entrega está en camino.

Capítulo 124

Boone conduce por la autopista de la costa del Pacífico.

Atraviesa todos los pueblos de la costa, pasa junto a todos los grandes rompientes.

Piensa en todas las olas, en las que ha surfeado, en sus caídas espectaculares. Las interminables horas ociosas en el punto de arranque o dando vueltas por la playa, contando historias. Las comidas en la playa, los asados de pescado para hacer tacos, las puestas de sol. Las fogatas por la noche, cuando se sientan cerca del fuego para calentarse, mientras ven salir las estrellas y escuchan a alguien que toca la guitarra o el ukelele.

Hacer las cosas que a uno le gustan, en un lugar que le encanta, con las personas que quiere: de eso se trata la vida, o, como mínimo, así debería ser. Si te pasas la vida así —«como he hecho yo», piensa Boone—, no deberías lamentarte cuando se acabe. Tal vez solo un poquito, cuando sabes que estás surfeando tu última ola.

Suponiendo que sepas que es la última.

«Lo que he visto yo.»

«Lo que he visto yo —piensa Boone—. He visto el mundo desde dentro de una ola, el universo en una sola gotita de agua.»

«Allá fuera hay un mundo del cual no tienes ni idea.»

El sol no tardará en salir. El Club del Amanecer se meterá en el agua a surfear las olas grandes y Sunny aprovechará la oportunidad que se le presenta. Le gustaría meterse en el agua con ellos, le gustaría quedarse allí para siempre, pero hay salidas del sol que uno tiene que ver solo.

Boone se aleja de la costa y se dirige hacia los fresales.

Busca al Club del Amanecer.

Capítulo 125

Johnny Banzai y Steve Harrington están sentados en el coche, a la espera.

A sus pies, una furgoneta vieja desciende por el estrecho camino de tierra hasta un claro, a orillas de la laguna de Batiquitos.

—¿Serán ellos? —pregunta Harrington.

Johnny se encoge de hombros.

Desde que recibió la llamada de David, ya no sabe qué pensar. Ya no sabe nada de nada. Fue una llamada surrealista:

«Soy David. Estoy llegando a la laguna de Batiquitos con un cargamento de
mojados
. Son niñas, Johnny.»

Sin embargo, deben de ser ellos. Son las cuatro de la mañana y no hay demasiados motivos para bajar con una furgoneta hasta la laguna, a menos que vayas a recoger algo que no se supone que vayas a recoger.

Alza los binoculares de visión nocturna y otea la laguna.

Al cabo de unos instantes, divisa el bote.

—Jesús —murmura y le pasa los binoculares a Harrington.

—Son niñas —dice Harrington—. Chavalillas.

Johnny recupera los binoculares y cuenta siete niñas, un joven hispano y David.

—¿Quieres pillarlos aquí? —pregunta Harrington.

—No, coño.

—¿Y si los perdemos?

—Entonces me haré el
seppuku
ritual —dice Johnny.

—¿Y eso qué es? —pregunta Harrington—. ¿Algo japonés?

—Podrías leer un libro de vez en cuando —replica Johnny.

Dirige los binoculares hacia la furgoneta y alcanza a distinguir la matrícula. Llama a la Unidad de Delitos Sexuales que espera en la 5 y les comunica el número y una descripción de la furgoneta.

A continuación, vuelve a concentrarse en el bote, que está llegando perfectamente y con toda suavidad a la costa.

Capítulo 126

David baja de la Zodiac de un salto.

Le resulta extraño sentir la tierra bajo los pies.

—Pensé que tenía que entregar maría —le dice al tío que se apea de la furgoneta, un cabroncete listillo llamado Marco.

—Pensaste mal —dice Marco—. ¿Algún problema?

—No, ninguno —dice David, porque el tío lleva bajo el brazo una ametralladora pequeña, pero siniestra—, pero dile a Eddie que no cuente más conmigo.

—Díselo tú mismo —dice Marco. Mete la mano en el bolsillo, extrae un sobre grueso y se lo entrega a David—. Ayúdame a meter la mercancía en la furgoneta.

—Hazlo tú —dice David, guardándose el sobre en la chaqueta—. Yo estoy muerto.

—Vale, tronco.

Otro tío se apea de la furgoneta y empieza a arrear a las niñas hacia ella. Son obedientes, no oponen resistencia, como si estuvieran acostumbradas a que las lleven de un lado para otro en manada.

—¡Por Dios! ¡Apestan! —dice Marco—. ¿Qué les hacéis?

—Se han mareado —dice David—. El mar estaba un poco embravecido, ¿sabes, tronco? Y, la próxima vez que tenga que transportar gente, me avisas. Habría ido mejor preparado. Chalecos salvavidas y esas chorradas.

—Si te lo hubiese dicho —dice Marco—, ¿habrías ido?

—No.

—¿Entonces?

—¿Y qué harán ahora? —pregunta David—. ¿Trabajar de criadas o algo así?

—Sí —dice Marco—, bueno, algo por el estilo. Mira, tío, por mucho que me guste pegar la hebra contigo…

—Ya —dice David.

Regresa a la Zodiac, rogando que Johnny haya recibido su llamada. Con indiferencia abre su teléfono móvil y lee el mensaje de texto: «Vete». David pone en marcha el motor y lleva el bote al otro lado de la laguna, donde ha dejado el camión. Cuando atraca, le dice a Esteban:

—Esfúmate, chaval.

—¿Qué?

—Vete —dice David—, lárgate. Que te las pires.

Esteban lo mira por un instante, sale del bote y desaparece entre las cañas.

David se arrodilla, se agacha sobre el costado del bote y vomita.

Capítulo 127

Siguen a la furgoneta cuando sale de la 5, se dirige al norte hacia la 78 y al este, hacia la ciudad de Vista, donde se detiene frente a un chalé anodino en un barrio de clase media baja.

No tiene nada de particular: es la típica calle sin salida de los suburbios.

Se abre la puerta de un garaje y la furgoneta entra.

Johnny avisa por radio.

La Unidad de Delitos Sexuales llega cinco minutos después, con un equipo SWAT. Al frente de la unidad está la teniente Terry Gilman, que antes trabajaba en homicidios y después salió de Guatemala para entrar en Guatepeor. Se acerca al coche de Johnny.

—¿Cómo te has enterado, Johnny? —le pregunta.

—Se te ve bien, Teddy.

Ella se abrocha el chaleco, comprueba la carga de su nueve milímetros y dice:

—Si no encontramos pruebas, ¿testificará tu informador?

—Tratemos de encontrar las pruebas —dice Johnny, mientras sale del coche.

—Me parece bien.

Terry Gilman está de mala hostia. Aborrece a los contrabandistas en general y a los que contrabandean niños en particular. Casi espera que todo se vaya a hacer puñetas para poder usar la nueve en alguno de ellos.

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