—Te quiero, Sunny.
—Yo también te quiero, Boone.
Esa es una constante que no cambiará jamás.
La barca cabecea y se bambolea sobre el fuerte oleaje.
Las olas rompen sobre la proa, la barca cae en el valle entre dos olas y después vuelve a subir, pero amenaza con volcar hacia atrás antes de poder llegar a la cresta de la ola siguiente.
Está fuera de control.
La tripulación tiene experiencia en mares encrespados, pero nunca en nada como aquello. Juan Carlos y Esteban han visto
La tormenta perfecta
, pero jamás se les ocurrió que se verían envueltos en ella. No tienen ni puñetera idea de lo que tienen que hacer, suponiendo que puedan hacer algo, porque es posible que el océano decida por ellos.
Esteban invoca a san Andrés, patrono de los pescadores. Es hijo de un pescador y, como la vida en su pequeña aldea le resultaba demasiado aburrida, se marchó a la ciudad en busca de algo más interesante. Ahora desea con todo fervor haber hecho caso a su padre y haberse quedado en Loreto. Si logra salir de aquella barca, va a regresar y no volverá a alejar la embarcación de la costa.
—¡Envía por radio una llamada de socorro! —grita Esteban a Juan Carlos.
—¿Con lo que llevamos abajo? —responde este.
Lo que hay en la bodega supone entre treinta años y prisión perpetua, de modo que siguen sacudiéndose hacia el norte y luchando contra la impetuosa corriente que los empuja hacia el sur, para tratar de llegar al punto de encuentro a entregar su cargamento.
El cargamento va abajo.
Están aterrorizadas.
Lloran, gimotean, vomitan.
Arriba, Juan Carlos le dice a Esteban:
—¡Esto se va a pique!
«Puede que tenga razón —piensa Esteban—. La barca es una porquería, una chalana de fondo plano, adecuada para mares en calma y días soleados, no para deslizarse por la ladera de una montaña. Seguro que vuelca. Estarían mejor en el bote salvavidas.»
Es lo mismo que piensa Juan Carlos. Esteban lo adivina en los ojos del hombre mayor. Juan Carlos tiene unos cuarenta años, aunque aparenta más. Su rostro no muestra solo la huella del mar y del sol; en sus ojos se nota que ha visto algunas cosas en la vida. Esteban no es más que un adolescente —no ha visto nada—, pero sabe que no quiere llevar aquel recuerdo bajo los párpados por el resto de su vida.
—¿Y ellas? —grita Esteban, señalando hacia abajo.
Juan Carlos se encoge de hombros. No hay lugar para ellas en la balsa salvavidas. Es una lástima, pero en la vida hay muchas cosas que dan lástima.
—No cuentes conmigo —dice Esteban, sacudiendo la cabeza—. No voy a abandonarlas a su suerte.
—¡Harás lo que yo te diga!
Esteban juega su baza.
—¿Qué va a decir Danny? ¡Nos matará, tío!
—¡A Danny que le den! No está aquí, ¿verdad? —responde Juan Carlos—. Más te vale preocuparte de no morir aquí; ¡ya tendrás tiempo después de preocuparte por lo que haga Danny!
Esteban mira hacia las niñas que están abajo.
Está mal.
—No lo haré.
—¡Y una polla! —dice Juan Carlos.
Se saca rápidamente la navaja de debajo del impermeable y lanza una estocada al cuello de Esteban. Dos tendrán mejores probabilidades que uno de manejar el bote salvavidas en aquellas aguas.
—Está bien, está bien —dice Esteban.
Ayuda a Juan Carlos a desatar el bote salvavidas y a colocarlo a un lado. Les lleva tiempo, porque tienen que esperar varias veces ya que el bote se desliza y vuelve a subir, casi a punto de volcar. Juan Carlos y él tienen que sujetarse de la barandilla con todas sus fuerzas para no caer al agua.
Giran el bote hacia fuera, pero no pueden subirse a él, porque la barca se balancea en esa dirección y queda casi plana sobre el agua, con el mar a pocos centímetros de la cubierta. Juan Carlos resbala hacia el mar, pero se aferra a la barandilla: su vida depende de sus fuertes manos.
Esteban se las pisotea.
Se sujeta con fuerza y las patea una y otra vez, mientras Juan Carlos le grita, pero Esteban sigue pateando. Juan Carlos no retira las manos, pero los pies de Esteban le fracturan los dedos y el hombre mayor se suelta y cae al mar. Trata de agarrar la pierna del muchacho para llevárselo consigo, pero tiene las manos demasiado destrozadas para cerrarlas y el mar lo arrastra.
Juan Carlos no sabe nadar.
Esteban ve que lucha durante un momento y después se hunde.
Cuando la barca se vuelve a enderezar, Esteban se pone de pie, se tambalea hasta el timón y orienta la barca hacia la ola que se acerca. Con la mano libre, se desata el cinturón de cuerda y, con él, se sujeta a la columna del timón.
Se pone a rezar.
«San Andrés, he caído en el mal hasta tal punto que estaba dispuesto a vender a unas niñas, pero no a matarlas. Te suplico que seas misericordioso. Ten piedad de nosotros.»
El mar se alza frente a él.
David no puede creer lo que ve.
Al subir la cresta de una ola, ve la barca en el fondo del valle que espera de lado —peligrosamente baja, como un tronco a punto de echar a rodar— a la ola que se acerca. El bote salvavidas cuelga del pescante por el lado de estribor, como si la orden de abandonar el barco se hubiera dado pero no se hubiese cumplido.
«¿Dónde coño está el capitán? —se pregunta David—. ¿En qué estará pensando?»
David baja con la Zodiac por la ola, compitiendo por ver quién llega primero a la barca. Él llega unos segundos antes, con el tiempo justo para saltar dentro, sujetarla y aguantarse, mientras la ola rompe en el lateral y arroja la barca de costado.
Milagrosamente, cabecea hacia el otro lado y David se acerca a la timonera.
El piloto yace inconsciente sobre la cubierta, junto al timón; le mana sangre de un corte en la cabeza. David reconoce al joven Esteban de varias de aquellas entregas, pero ¿qué mierda hace el chaval atado al timón? ¿Y dónde está Juan Carlos?
David vuelve a poner la barca rumbo a las olas, bloquea el timón y se arrodilla junto a Esteban. El chaval abre los ojos y sonríe:
—San Andrés…
«San Andrés los cojones», piensa David.
Entonces oye voces.
Vaya noche para oír voces. Podría ser el viento haciendo de las suyas, pero aquellas voces parecen venir de abajo.
Se acerca y abre la escotilla.
No puede creer lo que ve:
Seis o tal vez siete niñas apiñadas.
A David le dan arcadas.
Incluso estando de pie sobre la cubierta, donde le da el aire del mar, el fondo apesta a vómito, orina y heces y David tiene que hacer esfuerzos para no sentir arcadas. David el Adonis se queda muy impresionado, puede que por primera vez en toda su vida.
—Quedaos aquí —grita y hace gestos con las palmas para que entiendan lo que quiere decir—. ¡No os mováis de aquí!
Regresa dando zancadas hasta la timonera. Esteban se está levantando con dificultad de la cubierta. David lo coge por la parte delantera de la camisa y lo arroja contra el timón.
—¿Qué coño es esto? —le grita.
Esteban se limita a sacudir la cabeza.
—¡Esto no es lo convenido! —grita David—. ¡Nadie me dijo nada de esto!
—¡Lo siento!
—¿Dónde está Juan Carlos?
Esteban señala el agua.
—Se ha caído.
«Estupendo —piensa David—. A la mierda.»
Le gustaría arrojar a Esteban por la borda, también, pero lo necesita para que lo ayude a sacar a las niñas de la barca que se hunde y meterlas en la Zodiac.
No es fácil.
Las niñas tienen náuseas, están mareadas y muertas de miedo y se resisten a abandonar la escasa seguridad que les brinda la barca para enfrentarse al mar impetuoso. David tiene que recurrir a toda su presencia de socorrista para tranquilizarlas y llevárselas a su embarcación. Se sube él primero y extiende los brazos, mientras Esteban se las va pasando de una en una. Las instala en la Zodiac, distribuyéndolas con cuidado para equilibrar el peso.
La barca va a ser demasiado pesada y se hunde en el agua más de lo debido para resultar segura, pero en realidad no queda otra solución. O las deja allí o hace lo posible por llevárselas a todas. No le preocupa tanto el mar abierto: la tormenta está amainando y él puede sortear el oleaje. Lo peor será atravesar el rompiente de la orilla, donde la barca sobrecargada podría volcar o llenarse de agua. No cree que ninguna de aquellas niñas sepa nadar bien. Si no consigue llegar con la barca derecha, es probable que la mayoría de ellas se ahogue en la espuma blanca que acompaña al gran oleaje.
Esteban le entrega a la última niña y se dispone a subir.
David se lo impide.
—No estás en la lista,
pacheco
.
—¿Y qué hago entonces?
—Coge la barca y regresa a México —dice David—. ¿Qué es lo que sueles hacer?
—No puedo regresar —dice Esteban.
—¿Por qué no?
Esteban vacila y finalmente confiesa:
—Porque maté a Juan Carlos. Quería dejarlas aquí.
—Sube.
David se dirige hacia la popa.
No tiene lugar para sentarse, de modo que permanece de pie.
Boone detiene el coche en el camino de acceso a la casa de Teddy y se apea.
El aire nocturno es húmedo, a medio camino entre neblina y llovizna. La luz procedente de la ventana del salón de Teddy es tenue y cálida.
Boone los ve a través del cristal. Teddy está delante del mueblebar, preparando una copa grande de Martini Sucio. Tammy da vueltas por la habitación. Él le ofrece la bebida, pero ella no la acepta, de modo que Teddy prueba un sorbo.
Se sobresalta cuando Boone toca el timbre.
Mira a Tammy, que lo mira a su vez y se encoge de hombros.
Boone espera hasta que Teddy abre un poquito la puerta, sin quitar la cadena de seguridad, introduce la pistola por la rendija y dice:
—Hola, ¿puedo pasar?
Claro que sí.
Si tienes un arma, no necesitas invitación.
Teddy desengancha la cadena y abre la puerta.
Boone entra y la cierra de una patada.
La casa de Teddy es tan bonita como cabía esperar: un salón inmenso con techo abovedado, pintura decorativa cara con técnicas de falso estuco, cuadros y esculturas modernos y caros y un piano de cola.
Ocupa el centro de la habitación una columna desde el suelo hasta el techo que es un acuario de agua salada. Una colección de peces tropicales de colores increíblemente vivos dan vueltas por la columna sin inmutarse. Las plantas submarinas, altas y verdes, se extienden hacia la superficie y ondulan como dedos finos en la corriente suave, impulsada por un motor. Al fondo de la habitación, una puerta corredera deja ver una terraza iluminada y, más allá, el mar.
—¡Qué bonito! —dice Boone.
—Gracias.
—Hola, Tammy.
Ella lo mira con odio.
—¿Qué quieres?
—Solo la verdad.
—Maldita la falta que te hace saberla.
—Hay involucrada una niña —dice Boone—. Si no me decís la verdad, os juro que quedaréis los dos salpicados por toda esta habitación tan chula.
Teddy se acerca otra vez al mueble-bar.
—¿Quiere beber algo? —pregunta—. Le vendrá bien.
—No, gracias. Me basta con la historia.
—Como quiera —dice Teddy—, pero yo me voy a sentar. Estos dos últimos días, como bien sabe, han sido agotadores.
Toma asiento en el gran sillón de cuero y contempla los peces de su acuario.
—Cuéntasela, Tammy. De todos modos, ya casi ha llegado a su fin.
Tammy le cuenta la historia.
Tammy creció en El Cajón, al este del condado de San Diego.
La historia es la típica de cualquier estríper: no veía mucho a su padre y su madre se ganaba la vida como podía, trabajando de camarera en un restaurante de la zona, y a veces se quedaba a tomar unas cervezas, cuando acababa su turno.
Tuvo una infancia solitaria. No había nadie en casa cuando regresaba de la escuela, se preparaba macarrones instantáneos con queso y los comía mirando programas del corazón por la tele y soñando con llegar a ser una de las actrices que caminaban por la alfombra roja. No parecía tener muchas probabilidades por aquel entonces: era flacucha y desgarbada y tenía el pelo rojo, por lo cual los chicos se burlaban de ella.
Dejaron de reírse más o menos cuando cumplió catorce años. Tammy no se fue desarrollando poco a poco, sino que su sexualidad pareció estallar de un día para otro, dejándola asustada y confusa. De pronto, los chicos la deseaban y veía cómo la miraban los hombres adultos cuando iba al restaurante a saludar a su madre. Habría querido decirles: «Oye, que tengo catorce años y soy una cría», pero le daba miedo hablar con ellos o mirarlos, siquiera.
Mejor para ella. Al ver la intensidad de aquellos ojos verdes increíbles, los hombres la confundían con otra cosa.
Claro que aprendió a aprovecharlo, reconoce sin ambages. ¿Por qué no? El instituto fue una pesadilla. Nunca le fue bien en los estudios —le diagnosticaron dislexia y trastorno por déficit de atención—, de modo que jamás llegaría a ser actriz. Era incapaz de leer un guión en voz alta y nunca le dieron ningún papel en las producciones del Club de Teatro. Se le ocurrió que podía ser modelo, pero uno no tropieza precisamente con Eileen Ford en El Cajón y ella no tenía dinero para invertir en fotografías para hacerse un
book
. Trabajó un poco de modelo para un catálogo local de prendas deportivas y ganó algunos cientos de dólares, pero nada más.
Tammy acabó el instituto por los pelos y daba la impresión de que el futuro que le esperaba era atender mesas. Así lo hizo durante un año, más o menos, aguantando las propinas miserables, las miradas lascivas, los comentarios y las proposiciones, hasta que un buen día, a los veinte años, cuando iba andando hacia su casa por la acera cocida por el sol, con casi cuarenta grados, decidió que tenía que hacer algo, cualquier cosa, para salir de allí. De modo que, con su cabellera roja, sus increíbles ojos verdes y sus largas piernas, cogió un bus hacia Mira Mesa, entró en un club de estriptis e hizo una prueba.
Pensó que le costaría mucho eso de quitarse la ropa, pero no fue para tanto. Vale que no era la alfombra roja: solo una tarima y un caño. De acuerdo en que era un tópico, pero Tammy no tardó en aprender que, si hacía una pausa en su baile y paseaba los ojos verdes por la primera fila, le daban propinas y, si escogía a uno de los tíos y clavaba en él sus ojos felinos, no le costaba nada llevárselo a la Sala Champán o a la Sala VIP o como coño se llamase el lugar donde se ganaba más dinero.