El Club del Amanecer (38 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El Club del Amanecer
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Al cabo de un año, aproximadamente, estaba trabajando en Silver Dan’s.

Un par de semanas después, Dan Silver se la trabajaba a ella.

¡Cómo no!

El propietario de un club de estriptis —en este caso, una cadena de clubes de estriptis— goza de una especie de derecho de pernada con respecto a sus chicas. No hace falta que salgan con él y, en caso de hacerlo, no hace falta que se acuesten con él, pero hacerlo las ayuda a avanzar en su profesión.

Si te acuestas con el jefe, no se la tienes que mamar al encargado de la noche para que te dé un buen turno. El
barman
te atiende enseguida sin tirarte los tejos ni querer echarte un polvo. Las demás chicas te hacen sitio delante del espejo. Los clientes más desagradables captan las vibraciones y guardan las distancias.

Tammy llevaba bastante tiempo en aquel ambiente para saberlo y, si no hubiese estado enterada, Angela se lo habría dicho. Angela era su mejor amiga en Silver Dan’s. Congeniaron desde el primer momento: tenían el mismo pasado, los mismos puntos de vista y la misma actitud peleona. Fue Angela la que le dijo que, si el jefe la buscaba, le convenía abrir las puertas, porque, de lo contrario, le haría la vida imposible en el club.

Por eso, empezó a salir con Dan.

Pues sí, pero era más que eso, ¿no es cierto?, si ella realmente quiere reconocer la verdad sobre sí misma. Dan no suponía solo un buen polvo o una buena cena, sino que, como casi todos los chulos, era como un padre: la maldita figura paterna que ella nunca había conocido. Será un lugar común, un tópico o un estereotipo, pero así fue. La trataba como una hija y se la follaba —incesto sin tener que preocuparse por el ADN ni por estar cometiendo un delito—, la obligaba a obedecerlo y a ponerse la ropa que él elegía, a llamarlo «papi» mientras se la metía por detrás y le tiraba del pelo como se tira de las riendas de una potra contumaz. A ella le disgustaba y le encantaba al mismo tiempo.

Empezó a acostarse con Mick Penner por rebeldía. Era todo lo contrario de un padre: un donjuán infantil que metió la pata y se enamoró de ella. Ella seguía acudiendo cuando Dan la llamaba —¡sabe Dios a cuántas mujeres más se pasaba por la piedra!—, pero hacía el amor con Mick y vivía con él. Mick la trataba con amabilidad y con consideración y de eso ella nunca tenía suficiente.

Efectivamente, estuvo con Danny la noche del incendio. Él le dijo que esperara en el coche, pero ella se aburrió y se impacientó. Se quedó fuera y fumó un cigarrillo, pero, cuando acabó, pensó «a la mierda Danny» y entró.

Lo que vio le cambió la vida.

Colchones sucios sobre el suelo de hormigón, una alcachofa de ducha vieja rodeada por una cortina de plástico rasgada, colgada de una cuerda de tender la ropa, un váter sin puerta en el rincón. Algunas mantas, ninguna sábana, varias almohadas manchadas sin fundas.

Las niñas eran como zombis.

Más adelante, Tammy se enteró de que aquel comportamiento era síntoma de que habían sufrido traumas graves y reiterados, pero aquella noche Tammy solo vio a un grupo de niñas que la miraban con ojos sin vida.

Todas menos una.

Una niñita se le acercó, se abrazó a las piernas de Tammy, le apoyó la cabeza en los muslos y la estrechó con fuerza.

Aquella, evidentemente, era Luce.

Tammy no supo qué hacer. No sabía cómo tratar a aquella niña ni sabía quiénes eran las demás. Trató de calcular su edad: la mayor parecía rozar la adolescencia y la menor no debía de tener más de ocho años. La niña que se aferraba a sus piernas tendría —probablemente— once o doce años. Todas tenían la piel morena, pelo negro y ojos oscuros. Llevaban ropa barata, como procedente del Ejército de Salvación o de alguna tienda para veteranos de las Fuerzas Armadas. La mayoría sujetaba algún vestigio de su infancia o su familia: un perrito de peluche, una flor de plástico, un libro.

Luce llevaba una cadena de plata con un crucifijo.

Tammy le acarició el pelo. Estaba sucio y grasiento, pero a Tammy no le importó. Acariciaba el cabello de la niña y la arrullaba.

Pero Danny no.

Danny se puso como una moto.

Vino por el pasillo, vio a Tammy en la habitación y empezó a chillar:

—¿Qué coño haces aquí dentro? ¡Te dije que esperaras fuera!

La mayoría de las niñas se echaron boca abajo en los colchones e hicieron todo lo posible para cubrirse la cabeza con las mantas. Luce se aferró aún más a Tammy y hundió la cara con más fuerza entre sus piernas.

Tammy no retrocedió.

—¡Cómo que qué coño hago aquí! —chilló a su vez—. ¿Qué coño está pasando, Dan?

Dan la cogió por el brazo y empezó a arrastrarla hacia fuera, con Luce aferrada todavía a sus piernas. Dan se detuvo y agarró a la niña, tratando de despegarla, pero Tammy le dio un empujón y le pegó y Dan tuvo que soltar a Luce para sujetar a Tammy por las muñecas.

—¡Déjala en paz! —chilló Tammy—. Si no…

—Si no ¿qué? —preguntó Danny—. ¿Qué coño harás?

Ella le clavó la rodilla en los huevos.

Eso fue lo que hizo.

Danny se desplomó.

Luce volvió a aferrarse a Tammy. Uno de los guardaespaldas de Dan salió de una habitación del fondo, separó a Tammy de la niña que lloraba, la sacó del edificio y la metió bruscamente en el coche de Dan. Cuando él la sacaba por la puerta a empujones, ella oyó que la niña gritaba: «¡Los fresales! ¡Los fresales!».

Dan salió un par de minutos después, se subió al asiento del conductor y le plantó un bofetón en toda la cara:

—¡Puta!

—¡Cabrón! —dijo Tammy—. ¿Quiénes eran esas niñas? ¿Qué haces con ellas?

—Son ilegales, ¿vale? —dijo Dan—. Les consigo trabajo como criadas.

—¡Y una mierda! —dijo Tammy—. Que yo sé a qué te dedicas, Dan.

—Efectivamente —dijo Dan—. Trabajo en el negocio del sexo, Tammy. Vendo sexo. ¿Es que no puedes soportarlo?

—¡Pero si son niñas!

—¿En México? La mitad de ellas ya estarían casadas a esta edad. Ya estarían fabricando bebés en serie.

—¡Adelante! Sigue engañándote a ti mismo, macarra hijoputa.

—Allá morirían de hambre —dijo Dan.

—Ah, claro, se ve que aquí les va mucho mejor —dijo Tammy—. Que te den por el culo, Dan, voy a llamar a la pasma.

Él le apretó el cuello con una mano, acercó su cara a la suya y le dijo:

—Si lo haces, te mato, zorra imbécil. Y, por si no te importa lo que le pase a tu puto culo, piensa en las niñas. Sus familias deben dinero a los hombres que las trajeron. Si ellas no producen, los contrabandistas se desquitarán con sus familias. ¿Capiscas?

Ella asintió, pero él no la soltó hasta un rato después, para que le quedara claro. Y, para que le quedara más claro aún, se abrió la bragueta y la obligó a bajar la cabeza.

—Si vas a abrir la boca, ¡que sea para esto!

Cuando dejó que la volviera a levantar, ella pudo ver, con los ojos llorosos, al guardaespaldas que subía a las niñas a una furgoneta vieja.

Pocos segundos después, salían llamaradas por las ventanas.

Dan la llevó a su casa.

Ella no fue a la policía. Fue a la aseguradora y les dijo que lo había visto provocar el incendio, que podía situarlo en la escena del crimen.

«Fue un error», le diría después a Teddy.

Ella quería vengarse de Dan Silver y quería que investigaran el incendio con más detenimiento. Tal vez encontraran algo que los pusiera sobre la pista de lo que estaba ocurriendo realmente.

También hizo algo más.

Buscó a Luce.

Tammy fue a los fresales a buscar a la niña. Las primeras veces solo vio a los obreros que trabajaban en los campos, hasta que un día, al salir del nuevo club de estriptis en el que estaba trabajando, se dirigió directamente a los fresales: llegó poco antes del amanecer.

Vio a un grupo de hombres que salían de los campos y caminaban junto al río, donde se perdían de vista detrás de un cañaveral. Siguió por la carretera hasta el lado opuesto, aparcó el coche y caminó un poquito.

Tammy esperó a que se hubiesen marchado todos los peones y entonces entró. Un mexicano con una escopeta salió a su encuentro para cortarle el paso, pero ella no le prestó atención y al final la dejó pasar. Encontró a Luce sobre una «cama» de cañas pisoteadas. Tammy sacó de su bolso unas toallitas para las manos y ayudó a la niña a limpiarse.

Chapurreando un poco de español y un poco de inglés, la niña y ella conversaron, pero sobre todo la abrazó y le acarició el pelo. El hombre de la escopeta le dijo que tenía que marcharse, porque los proxenetas no tardarían en llegar para llevarse a las niñas al lugar donde vivían.

—¿Dónde viven? —preguntó Tammy.

—Repartidas. Ellos las llevan de un lado a otro —le dijo—. Van a distintos campos durante todo el día o a «fábricas» clandestinas y a veces a los campamentos de los
mojados
por la noche, pero siempre, todos los días, las traen aquí, a los fresales, al amanecer.

Los pederastas locales le habían puesto un nombre de lo más chulo. Lo llamaban «el Club del Amanecer».

El hombre de la escopeta volvió a decirle a Tammy que se tenía que marchar.

—Dile que volveré —dijo Tammy—. ¿Cómo se llama?

El hombre, Pablo, se lo preguntó a la niña.

—Luce.

—Luce, yo soy Tammy. Vendré a verte otra vez, ¿de acuerdo?

Tammy regresó. Iba tres o cuatro veces por semana. Pablo siempre la escoltaba al entrar y hasta los macarras que transportaban a las niñas en la furgoneta dejaron de meterse con ella al ver que no iba a acudir a la policía. Ella proporcionaba a Luce —y a todas las niñas— alimentos, ropa, medicamentos para que no se constiparan, libros… Les llevaba preservativos. Les brindaba cariño y afecto femeninos.

Pero no bastaba.

Tammy se lo confió a Angela. Le contó todo lo que sabía sobre Luce y los fresales.

—Necesitan atención médica —dijo Tammy—. Tienen que ver a un doctor.

Angela la llevó a ver a Teddy. Él le había agrandado las tetas y ella se había acostado con él para conseguir la tarifa especial.

Al principio, Teddy no le creyó y pensó que era una psicópata. Le dio lástima y supuso que había sufrido malos tratos en la infancia y que había transformado su trauma en una ilusión engañosa. Estaba a punto de recomendarle un buen psiquiatra, pero Tammy lo desafió a que fuera a verlo por sí mismo.

De modo que Teddy fue un día con ella. Quiso llamar a la policía, pero Tammy le suplicó que no lo hiciera y le dijo por qué. Lo que ella necesitaba, lo que las niñas necesitaban, era un médico.

—Esperaba que fueras tú —le dijo.

Y lo fue.

Regresó una y otra vez. Al principio, Pablo se mostró indeciso y los conductores de la furgoneta se opusieron terminantemente, pero Teddy venció su resistencia con fajos de billetes y la promesa de guardar silencio y los hombres tampoco eran tan bestias. Sentían un poquito de compasión y, además, Teddy los convenció de que convenía a sus intereses comprobar que las niñas no tuvieran enfermedades venéreas: era mejor para el negocio.

—Violan a las niñas un montón de veces al día, seis días por semana —ahora es Teddy quien le cuenta a Boone—. Les dejan libres los domingos. Los hombres pagan entre cinco y diez dólares por acostarse con ellas. No parece mucho, pero, si se multiplica por varios lugares al día, en toda California… ¡Hostias! En todo el país, más y más. Entonces sí que hablamos de muchísimo dinero. La variedad de enfermedades de transmisión sexual potenciales y reales es alucinante. Hagamos lo que hagamos, un tercio de aquellas niñas van a acabar siendo portadoras del virus del sida. Además, tenemos traumatismos vaginales…, desgarros anales…, por no hablar de los constipados comunes y corrientes de todos los días, gripe, infecciones respiratorias, cuestiones de higiene. Aunque pusiéramos allí una clínica y un equipo que trabajase veinticuatro horas al día los siete días de la semana, no daríamos abasto.

Teddy hacía lo que podía.

En cierto modo, puso una clínica: alquiló una habitación permanente en el motel y la llenó de antibióticos y otros medicamentos, que ocultó en armarios bajo llave, para que nadie entrara por la fuerza en la habitación a robarlos. Iba dos, tres o cinco veces por semana, según lo que le permitiera su agenda, por lo general con Tammy.

Los proxenetas los toleraban.

Siempre y cuando las niñas entraran y salieran, cumplieran su horario y nadie dijera ni una palabra, todo estaba bien. Bueno, casi, porque siempre se cernía sobre ellos la amenaza de que la operación se interrumpiera; además, a pesar de todos los argumentos de Teddy y de todo el dinero que les pagó, nunca, jamás, le permitieron acercarse siquiera a las «casas de seguridad» en las que vivían las niñas.

—«Casas de seguridad» —dice a Boone—. ¡Qué ironía! Si en realidad son más bien como placas de Petri: sirios donde cultivar bacterias. Si pudiera llegar hasta ellas y establecer algunos procedimientos higiénicos elementales, podríamos evitar como mínimo la mitad de las enfermedades crónicas que padecen.

Era inútil. Nunca pudieron averiguar dónde alojaban a las niñas y les daba miedo insistir demasiado. Además, las propias niñas cambiaban permanentemente. Las trasladaban, desaparecían, algunas veces regresaban y llegaban otras nuevas cada pocas semanas.

Tammy se volvía loca de miedo.

En una ocasión, Luce desapareció durante dos semanas y Teddy tuvo que administrarle sedantes. Cuando la niña regresó, Tammy juró que no podría volver a soportarlo, que tenían que hacer algo.

—Quería mucho a esa niña —dice Teddy—. ¿Tiene hijos?

Boone niega con la cabeza.

—Yo tengo tres —dice Teddy—, con dos esposas diferentes. Uno los quiere con locura, ¿sabe?, y pensar que pueda ocurrirles algo…

Ella decidió hacerse cargo de Luce.

Tammy y Angela acordaron que se harían cargo de la niña y la criarían ellas mismas. Sabían que no podían llevársela así como así —pondrían en peligro a la familia de Luce, que vivía en Guanajuato—, de modo que resolvieron comprarla.

¿Qué tipo de vida tendría Luce, si no? Si sobrevivía a las violaciones constantes, las enfermedades de transmisión sexual, los traumatismos, el frío, las palizas, la desnutrición, el maltrato psicológico y la falta de afecto, si superaba la adolescencia y llegaba a cumplir veinte años, ¿qué podía esperar? ¿Qué la llevaran a un burdel de verdad? ¿A una de esas fábricas en las que se explota a los trabajadores? Si pasaba por todo aquello sin volverse adicta al crack ni engancharse a la meta, ¿qué tipo de vida tendría?

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