—Creo que hay gente…, tus hombres…, tu capataz, que están haciendo cosas allá abajo.
—¿Haciendo qué?
Johnny se lo dice. Al anciano le cuesta incluso comprender lo que le cuenta su nieto y al final dice:
—Eso es imposible. Los seres humanos no hacen esas cosas.
—Me temo que sí, abuelo.
—¿Aquí? —dice el anciano—. ¿En mi propiedad?
Johnny asiente con la cabeza. Incapaz de mirar a su abuelo a la cara, clava los ojos en el suelo. Cuando levanta la vista, las lágrimas surcan el rostro del anciano y descienden por sus arrugas como arroyuelos por cauces estrechos.
—¿Has venido a impedírselo? —pregunta el anciano.
—Sí, abuelo.
—Voy contigo.
Hace ademán de ponerse de pie.
—No, abuelo —dice Johnny—. Es mejor que te quedes aquí.
—¡Son mis fresales! —grita el anciano—. ¡Soy responsable!
—No, abuelo, no lo eres —dice Johnny, conteniendo sus propias lágrimas—. No eres responsable y, además…
—¿Es que soy demasiado viejo?
—Es mi trabajo, abuelo.
El anciano recupera la compostura y mira a Johnny a los ojos:
—Haz tu trabajo.
Johnny se pone de pie y hace una reverencia.
Después sale de la cocina y se dirige a los fresales.
El aire huele a fresas.
El olor acre irrumpe en las fosas nasales de Boone cuando jadea, mientras corre a toda velocidad hacia los árboles, con la esperanza de no ser visto. Llega hasta ellos y se vuelve hacia el oeste, en dirección a las cañas. Ya puede correr más erguido, al amparo de los árboles, y se dirige rápidamente hacia donde acaban estos y comienza el cañaveral.
Las cañas son más altas que él. Se yerguen sobre él, vagamente amenazadoras, y la parte superior se mece en la brisa, como indicándole que se aleje. Se abre camino y no tarda en perderse entre el espeso follaje. Sin embargo, oye voces por delante de él: voces masculinas que hablan en castellano.
«La última vez que hiciste esto —piensa—, casi te matan a golpes.»
Saca la pistola de la pretina y la empuña con la mano derecha, listo para disparar. Empujando las cañas con la mano izquierda, se va abriendo camino hasta llegar al arroyo.
Salta dentro y lo vadea hacia las cuevas.
Sunny no puede remar en aquel oleaje.
Es imposible entrar en el rompiente de la orilla. No queda lugar entre las olas o las series de olas para meterse remando y las olas son demasiado grandes para pasarlas por encima.
Sale del agua y se traslada unos doscientos metros más al sur, entre rompientes, y rema hacia el brazo; después vuelve a dirigirse al norte, al otro lado del rompiente. No es la única que intenta aquella maniobra. Todos los grupos con motos de agua están allí, probando el mismo sistema: aquello parece un hervidero de bichos acuáticos grandes y ruidosos. Ella rema con fuerza, con regularidad y sin cesar; para variar, sus hombros anchos suponen una ventaja para ella.
Los grupos de motos de agua se mantienen alejados, dejándoles espacio para correr a toda velocidad para pillar las olas.
La ola más grande que haya visto jamás se alza imponente detrás de Sunny, con otra detrás. Remando, se sitúa en la posición perfecta para la siguiente ola, que rueda hacia ella, una pared de agua azul, mientras la espuma blanca restalla como los estandartes de la caballería por obra del tenaz viento terral.
Una ola hermosa.
Su ola.
Se tumba sobre la tabla, hace una inspiración profunda y empieza a remar.
La vergüenza es insoportable.
El apellido Sakagawa ha sido deshonrado.
«Pensar que esto estaba ocurriendo en mi propiedad —piensa el anciano—, en mis tierras, en mis propias narices, y que he sido tan imbécil que no me he dado cuenta.»
«Es intolerable.»
Hay una sola manera —decide el anciano— de que la familia recupere la honra. Mira a su alrededor, en la cocina, en busca de un cuchillo adecuado, pero no cree poseer la fuerza física para hacer lo que tiene que hacer con un cuchillo.
De modo que coge la vieja escopeta, la que utiliza para espantar a los pájaros.
No es lo ideal, pero tendrá que servir.
Boone sube lentamente por la orilla del arroyo y examina el pequeño claro en el que se produjo su enfrentamiento con los mojados.
Pablo está de guardia —tiene en la mano el mango de un hacha— y hace pasar a una veintena de peones agrícolas en una fila irregular al claro que hay delante de las cuevas. Uno de los hombres que arriaron a las niñas recorre la fila, cobrándoles. Los obreros se sacan de los bolsillos los billetes sucios y arrugados y no lo miran al entregarle el dinero. En la fila hay un par de blancos que no tienen pinta de jornaleros, sino solo de tíos a los que les gusta acostarse con niñas.
Las pequeñas entran en las cuevas abiertas a hachazos entre las cañas. Un par de ellas se sientan y se quedan mirando fijamente el vacío; otras dos arreglan su «cama». Boone se arrastra hasta el lado opuesto del claro y ve a Luce, que se quita la delgada chaqueta azul, la extiende con cuidado en el suelo y a continuación se sienta encima, con una pierna cruzada sobre la otra, como una joven Buda, a esperar.
A que oleadas de hombres caigan sobre ella, estallen en su interior y después se retiren. Después llega otra oleada y la siguiente, todas las mañanas, inevitablemente, como la marea. Un ciclo permanente de violaciones, durante toda su corta vida.
«Allá fuera hay un mundo del cual no tienes ni idea.»
Tammy entra en el claro.
Entra por el otro lado, desde la carretera que pasa por el motel, el camino por el cual Boone intentaba llegar cuando Pablo lo dejó fuera de combate.
Luce ve a Tammy, se pone de pie de un salto y corre a sus brazos. Tammy la estrecha con fuerza; después se agacha, se pone en cuclillas delante de la niña y la mira a los ojos.
—He venido a llevarte conmigo —dice Tammy—, esta vez para siempre.
«Bien —piensa Boone—, anda, llévate a la niña contigo.»
«Daos a las dos algo que pueda llamarse vida.»
Entonces entra en el claro Dan Silver.
Dan dice:
—Entonces, ¿trato hecho?
—Solo quiero a Luce —dice Tammy—. No volverás a saber de mí.
—Me parece bien —dice Dan. Lleva su atuendo característico: camisa negra, vaqueros negros y botas de
cowboy
negras—. Cógela y vete.
Tammy rodea con su brazo el hombro de Luce y se la lleva del claro, por el sendero abierto entre las cañas por las pisadas, en dirección a la carretera.
Boone las pierde de vista cuando se internan en el cañaveral.
Lo que ve es que Dan espera un instante y después se mete en el cañaveral tras ellas.
Sunny arranca.
Rema con fuerza y da dos brazadas más que la conducen hasta el labio de la ola; entonces se pone de rodillas; a continuación, sin dificultad, en cuclillas, y después se pone de pie.
Está firme sobre la ola, bien equilibrada; ha encontrado la línea exacta, cuando…
Un Jet Ski pasa zumbando y deposita a Tim Mackie en la ola.
Si Mackie ve a Sunny, no se nota. Se entromete justo en su camino.
Sunny tiene que detenerse. Apoya el estómago en la tabla, pero ya ha salido del arranque y es demasiado tarde para volver a remar sobre la cresta de la ola. Trata de subir y bajar la punta de la tabla, pero la ola no la deja y la echa hacia atrás.
Sufre una caída espectacular.
La tabla sale volando por el aire, mientras ella cae de cabeza.
Boone arremete contra las cañas.
Se dirige hacia el ruido de los pasos.
En realidad, casi no los ve: solo son formas borrosas en el cañaveral. Entonces alcanza a ver a Dan, que se saca la pistola de la pretina de los vaqueros y mira a su alrededor para localizar el sonido de los pasos que llegan hasta él.
—¡Corred! —grita Boone.
Tammy coloca a Luce delante de ella, se vuelve y ve a Dan. Entonces, con su gracia de bailarina, se da la vuelta, levanta con rapidez una de sus largas piernas y pega a Dan una patada en la nuca.
Él se tambalea, pero no pierde el equilibrio.
—¡Corre, Luce! —chilla Tammy—. ¡Corre sin parar!
Pero Luce no corre.
No quiere perder a Tammy; otra vez no.
Dan vuelve a empuñar la pistola y la apunta hacia Tammy, que se interpone entre él y la niña.
Boone está a punto de alcanzarlos.
Tammy está demasiado cerca y Boone no se atreve a disparar, sobre todo corriendo en la espesura de las cañas, de modo que se limita a abalanzarse sobre Dan, que aparta la pistola de Tammy, la dirige hacia Boone y dispara justo cuando Tammy le patea la mano.
Boone se estrella contra él a la altura de la cintura y lo empuja hacia atrás. Dan no puede volver la mano para disparar contra Boone, de modo que lo aporrea con la culata, una y otra vez, en la nuca y en el cuello.
Boone siente un dolor punzante y abrasador.
El mundo se vuelve rojo y le da la impresión de estar dando saltos mortales.
Una mala caída espectacular y sangrienta.
¿Te acuerdas de cuando, en tu infancia, te metías en la piscina y tratabas de averiguar cuánto tiempo podías contener la respiración bajo el agua?
Esto no es lo mismo.
Quedar atrapado en el lugar donde no paran de romper las olas no tiene nada que ver con contener la respiración en una piscina. En primer lugar, no puedes salir a la superficie, porque el agua te revuelca por el fondo, te hace dar brincos y volteretas, te golpea y te retuerce. El mar te llena las fosas y los senos nasales de agua salada helada. Ya no es cuestión de cuánto tiempo puedes contener la respiración, sino de si puedes contenerla lo suficiente para que la ola te levante, porque, si no puedes…
Te ahogas.
Y ese no es más que el comienzo de tus problemas, porque las olas no acuden solas a la fiesta, sino en pandilla. Las olas se suelen presentar en series, por lo general de tres, pero a veces de cuatro, y una madre fecunda hasta podría parir una camada de seis.
De modo que, aun si consigues salvarte de la primera ola, tal vez consigas aspirar una bocanada de aire antes de que te golpee la siguiente, y la otra, y así sucesivamente, hasta que te ahogas.
Por regla general, si no logras huir del rompiente antes de la tercera ola, tus amigos celebrarán un
paddle-out
por ti la semana siguiente o algo así. Formarán un corro sobre sus tablas, dirán algo bonito sobre ti, tal vez entonen una o dos canciones y seguro que arrojan al agua una guirnalda de flores y es muy guay, aunque tú no estarás presente para disfrutarlo, porque estarás muerto.
Sunny está en la «lavadora», que la revuelca, la hace girar, rodar y dar volteretas, hasta que ya no sabe dónde es arriba y dónde es abajo. Ese es otro de los peligros del rompiente: que uno se desorienta, de modo que, cuando la ola te suelta por fin y destinas ese poquito de aire que te queda para llegar a la tan ansiada superficie, resulta que, por el contrario, topas con el fondo de rocas o de arena. En ese caso, a menos que uno tenga mucha experiencia en el mar, se rinde e inhala agua. O ya tiene otra ola encima.
En cualquiera de los dos casos, lo tiene crudo.
«Mantén la calma —se dice Sunny mientras se desploma—. Si mantienes la calma, sobrevivirás. Toda tu vida te has estado preparando para este momento. ¡Eres una experta en el agua!»
Piensa en todas las mañanas y las primeras horas del crepúsculo que se ha estado entrenando con Boone, David, el Marea Alta y Johnny: caminaban bajo el agua, agarrando grandes rocas, o buceaban hasta las nasas para pescar langostas y se sujetaban de las cuerdas hasta que les daba la impresión de que los pulmones estaban a punto de estallarles y entonces aguantaban un poco más. Y aquellos malnacidos la miraban con una sonrisa burlona, esperando que la mujercita se diera por vencida.
Pero ella no se daba por vencida.
Siente un tirón hacia arriba y se da cuenta de que su tabla ha vuelto a salir a la superficie.
Lo que en la jerga del surf se llama un «indicador».
Seguro que David ya está ahí fuera, esperando a que salga la tabla. Ya viene en camino. Se obliga a hacerse un ovillo, pero no para soltar el invento, sino para que, si choca contra el fondo, golpee con la espalda y no con la cabeza, con lo cual podría partirse el cuello.
Choca contra el fondo, efectivamente, y con fuerza, pero con la espalda. La ola la revuelca tres o cuatro veces más —pierde la cuenta—, pero después la suelta y ella se impulsa hacia arriba, hacia la superficie, a puñetazos, e inspira una profunda bocanada de aire maravilloso.
Boone rodea con los suyos los brazos de Dan para inmovilizarlos. Dan todavía tiene la pistola en la mano, pero no puede levantarla para disparar.
Dan le pega tres rodillazos fuertes en las costillas y Boone se queda sin aire. Jadea, pero no lo suelta. Soltarlo implica morir y aún no está preparado para eso. Siente su propia sangre, caliente y pegajosa, que le baña la cara.
Boone gira sobre una de sus caderas y da la vuelta a Dan en dirección al río; después empieza a andar, sujetándolo con fuerza, empujándolo hacia el agua. Dan trata de frenar y resistirse, pero Boone lleva impulso. Dan echa el cuello hacia atrás, después lo impulsa hacia delante con violencia y le pega un fuerte cabezazo en el puente de la nariz.
A Boone se le parte la nariz y la sangre le sale a chorros.
Sin embargo, no ceja en su empeño y sigue empujando a Dan hacia la orilla del río. Planta los pies, vuelve a girar y cae en el agua turbia encima de Dan. Entonces lo suelta, busca el pecho de Dan y lo empuja hacia abajo. Siente que la espalda de Dan choca contra el fondo de barro. Boone aguanta y sigue empujando. Ahora es cuestión de ver quién puede aguantar más la respiración y se figura que puede ganar esa batalla.
Lo malo es que está perdiendo mucha sangre y, con ella, la fuerza.
Se da cuenta de que Dan trata de rodearlo con una pierna e intenta impedírselo, pero Dan no se espanta bajo el agua y consigue afirmar una pierna en torno a la de Boone. Entonces Dan gira sobre sus propias caderas y se da vuelta. Boone está demasiado débil para resistirse y Dan lo deja abajo. Después se incorpora, se sienta encima de Boone, le pone las manos alrededor de la garganta y empuja hacia abajo con fuerza.