El Club del Amanecer (26 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El Club del Amanecer
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El Marea Alta sabe que la oferta va en serio y que Eddie el Rojo tiene aquel tipo de influencias. Bastará con que haga correr la voz y ningún traficante en su sano juicio volverá a ser visto ni siquiera hablando con Zeke. Lo rehuirán como si tuviera la lepra y Zeke tendrá que encarrilarse.

—No digas ni que sí ni que no —Eddie bebe la mitad de su cerveza, deja un billete de veinte dólares en la barra y se pone en pie—. No digas nada. Por lo que hagas sabré cuál es tu respuesta. Simplemente pienso, hermano, que nosotros, los isleños, tenemos que formar una piña. Somos la
ohana
, ¿no? El
aiga
.

Eddie se dirige a la puerta, que uno de sus muchachos
mokes
abre para él y, al salir, hace al Marea Alta el símbolo
shaka
.

El diablo se presenta de muchas formas.

Como serpiente para Eva.

Como cristal para un adicto a las anfetas.

En aquella ocasión, es un rumor que flota por The Sundowner, como el aire tibio bajo los ventiladores de techo.

El Boonemóvil está aparcado junto a Shrink’s. Daniels debe de estar examinando Shrink’s. Si Daniels está allí, seguro que está haciendo comprobaciones de cara al gran oleaje. Lo mejor estará en Shrink’s.

El Marea Alta acaba su cerveza, se sube al camión y se dirige hacia el norte.

La familia es la familia.

Capítulo 66

Johnny Banzai se acerca a la caseta de seguridad del Instituto de Autoconciencia y se detiene delante de la verja.

—Lo siento, señor —dice el guardia—. Esto es propiedad privada y no puede entrar aquí.

—Aunque parezca mentira, yo creo que sí.

Enseña al guardia su placa.

El guardia trata de desembarazarse de él.

—¿Tiene una orden judicial, detective?

—Pues sí —dice Johnny—. Mi orden judicial establece que, si no abre la puta verja digamos que ya mismo, voy a entrar de todos modos y, además, mañana a primera hora vendrá un ejército de inspectores de seguridad para mirar bien de cerca el
sushi
y a las celebridades. A continuación, los inspectores de incendios van a…

La verja se abre.

Johnny entra con el coche.

Capítulo 67

Los SEAL de la Marina lo hacen en los entrenamientos, pero, claro, esos tíos son alucinantes.

Se tumban en el mar en invierno por la noche, es decir, se quedan quietos mientras el agua helada les pasa por encima, hace descender su temperatura corporal hacia la hipotermia, los hace temblar sin poder controlarse y los huesos y la carne les duelen de frío.

Eso es, precisamente, lo que hacen Boone, Petra y Tammy mientras Danny y sus muchachos los buscan por la playa. Boone pasa un brazo alrededor de cada una de las dos mujeres y las sujeta lo más fuerte que puede y las siente temblar, mientras él trata de relajarse. Es la única manera de sobrevivir psicológicamente: hacer que el cuerpo se afloje, en lugar de ponerse tenso.

El frío y la humedad son una combinación letal. Podemos sobrevivir al frío y podemos soportar la humedad, pero los dos juntos te pueden matar: pueden poner tu cuerpo en estado de
shock
u obligarte a salir del agua y exponerte a disparos mortales.

Boone sabe que no les queda mucho tiempo. Mira a Petra, cuyo rostro tiene una expresión adusta de determinación. Guardará la compostura y todo el rollo ese de la felicidad, pero la tía aguanta: es mucho más fuerte de lo que parece.

Tammy tiene los ojos cerrados con fuerza, los labios bien apretados y los músculos de la mandíbula bloqueados. Ella también resiste.

Boone las abraza con más fuerza a las dos.

Dan está perplejo.

Tenía a Daniels y a las dos pavas en un callejón sin salida y han desaparecido.

Simplemente, no están.

Como si la niebla los hubiese envuelto y se los hubiese llevado.

Mira hacia las olas.

«No puede ser —piensa—. De ninguna manera. Sería suicida.»

Las sirenas se acercan y Dan oye pasos que corren hacia las escaleras. Se vuelve y ve las grandes linternas de la policía que horadan la niebla.

Ha llegado la hora de salir por piernas.

Capítulo 68

El Marea Alta entra en el aparcamiento del Parque Sea Cliff y se detiene junto al Boonemóvil.

Boone no está dentro.

«¿Qué coño estará haciendo Boone —se pregunta el Marea Alta— aquí arriba, en el acantilado que da al extremo sur de Shrink’s, y de noche? ¿Mirar las olas? ¡Anda ya, hermano!»

El Marea Alta desciende las escaleras hacia la playa. Bajar las escaleras hace que le duela la rodilla, pero ¿qué le vamos a hacer? Tiene que hablar con Boone y, aparentemente, Boone está allá abajo.

Sin embargo, no está.

Cuando el Marea Alta llega hasta la arena, no ve a Boone allí de pie, observando las olas.

Lo único que ve es la niebla.

Entonces divisa algo entre la espuma del agua poco profunda. Al principio cree que es un delfín, aunque ¿qué delfín va a estar allí en una noche semejante? Además, solo ve uno y los delfines suelen viajar en grupos. Debe de ser una de esas maderas que la marea arrastra hasta la playa…

La «madera» se pone de pie.

—¡Boone! —grita el Marea Alta—.
Hamo
!

«Hermano.»

El Marea Alta se mete en el agua y agarra a Boone y entonces se da cuenta de que lo acompañan dos mujeres. Boone agarra a una de ellas y el Marea Alta, a la otra y se tambalean hasta la playa.

—Marea Alta… —farfulla Boone.

—Tranqui, tronco.

—¿Están…?

—Están bien.

El Marea Alta se quita la chaqueta y envuelve con ella a la más menuda, que tirita sin poder controlarse. A continuación, se quita la gorra de lana y se la pone en la cabeza a la pelirroja alta. No es suficiente, pero servirá, por el momento.

—¿Cómo has sabido…? —pregunta Boone.

—El telégrafo bongó de la playa —dice el Marea Alta—. En toda la costa saben que estás aquí.

—Tenemos que largarnos de esta playa —dice Boone.

Levanta a la mujer más menuda y se la echa a la espalda.

Petra empieza a decir:

—Puedo…

—Ya sé que puedes.

De todos modos, la levanta. El Marea Alta coge en brazos a la pelirroja y la estrecha contra su pecho, mientras suben los escalones hasta el aparcamiento. Cuando llegan, el Marea Alta coge dos mantas y algunas toallas de la parte trasera de su camión, mientras Boone comienza a desvestir a Petra.

—¿Qué haces? —murmura ella.

—Tengo que quitarte esto —dice Boone—. Hipotermia. Échame una mano, hamo.

Boone, con los dedos temblándole de frío, deja a Petra en ropa interior, la envuelve con fuerza en la manta y le seca el cabello con energía, mientras el Marea Alta hace lo mismo con Tammy.

—¿Y tú? —pregunta el Marea Alta.

—Estoy bien —responde Boone.

Meten a las mujeres en la cabina del camión, el Marea Alta pone en marcha el motor y enciende la calefacción al máximo. Boone va a la parte trasera de su camioneta, se desnuda, se seca con una toalla y se pone unos vaqueros y una sudadera.

El Marea Alta se sube a la camioneta.

—¿Qué pasa, hermano?

—Es complicado, Marea Alta —dice Boone—. ¿Me echas una mano? Necesito ganar tiempo.

—¿De qué se trata?

Cuando Boone se lo dice, el Marea Alta manifiesta su desaprobación.

—¡El Boonemóvil, tío!

Pero Boone pone la camioneta en punto muerto y él y el Marea Alta la llevan hasta el borde del acantilado, toman impulso y, de un empujón, la hacen atravesar la delgada barrera de protección de madera.

—Adiós —dice Boone.

La camioneta se despega del borde, queda vertical por un instante y a continuación cae a la playa dando volteretas. Al cabo de un segundo se produce una explosión amortiguada y después se eleva una torrecilla de llamas a través de la niebla.

¡Menuda hoguera habrá en la playa esta noche!

Un funeral vikingo por el Boonemóvil.

Capítulo 69

El diablo no brinda opciones fáciles.

Si lo hiciera, en lugar del diablo sería un asqueroso aspirante a fullero, haciéndose pasar por el auténtico.

El diablo de verdad no nos hace elegir entre el bien y el mal. Para la mayoría de las personas, eso resulta demasiado fácil. La mayoría de la gente, incluso cuando se enfrenta a tentaciones que van mucho más allá de lo que habrían podido imaginar, elige hacer el bien.

Por eso, el diablo verdadero te pide que elijas entre mal y peor. Que un miembro de tu familia muera de una adicción horrible o traicionar a un amigo. Para eso es el diablo, tío, y, cuando está en plena forma, no te hace elegir entre el cielo y el infierno, sino entre el infierno y el infierno.

Josiah Pamavatuu es un buen tipo y nadie lo duda. Conduce su camión con dos mujeres mojadas y temblando a su lado y su mejor amigo en la parte trasera: un tío que, para él, es como de la familia.

Pero «ser como» no es lo mismo que «ser».

«Ser» es «ser».

Capítulo 70

Johnny Banzai encuentra a un Teddy Tetazas conmocionado bebiendo un «martini orgánico» en la Cabaña Loto.

—¿Dónde está Tammy Roddick? —le pregunta Johnny.

Teddy señala con el pulgar más o menos en dirección a la playa. De allí proceden una explosión y una bola de fuego.

Capítulo 71

El Doce Dedos corre.

Impulsándose con sus doce dedos, va lo más rápido que puede hacia la casa de Sunny, como si intentara bombear el miedo por todo su torrente sanguíneo y expulsarlo de su cuerpo.

Es inútil.

El Doce Dedos está acojonado.

La noticia ha llegado a Pacific Beach con la misma velocidad del rumor: que el Boonemóvil había caído por un acantilado en el Parque Sea Cliff y había estallado en llamas. No han encontrado a Boone Daniels. Los bomberos están allí ahora. Ya se habla de un
paddle-out
y un oficio en su memoria, cuando haya pasado el gran oleaje.

El Doce Dedos no sabe qué hacer con su miedo, de modo que se lo lleva a Sunny.

Uno tiene que entender su procedencia.

De dónde viene.

Su padre era adicto a las metanfetaminas; su madre, alcohólica. La vida doméstica —por llamarla de alguna manera— de Brian Brousseau era como un sueño angustioso en plena pesadilla. Le prestaban los mismos cuidados y atención que al gato y ni te imaginas cómo trataban al gato. Tenía unos ocho años cuando empezó a recoger las pavas de los porros que encontraba tiradas por la casucha.

A Brian le gustaba cómo se sentía después de fumar aquellas pavas. Le aflojaban el miedo, amortiguaban las peleas entre su mamá y su papá y lo ayudaban a conciliar el sueño. Durante sus primeros años de instituto, ya fumaba porros todos los días, antes y después de clase. Cuando finalmente acabó los estudios, solía bajar a la playa, se colocaba y se quedaba mirando a los surfistas. Un día que estaba sentado en la arena con un buen colocón, salió del agua un surfista, se acercó a él y le dijo:

—Te veo por aquí todos los días, grumete.

—Ajá —dijo Brian.

—¿Cómo es que solo miras? —le preguntó Boone—. ¿Por qué no surfeas?

—Es que no sé —dijo Brian— y no tengo tabla.

Boone movió la cabeza, se lo pensó un instante, bajó la mirada hacia el chavalín delgaducho y le dijo:

—Si quieres aprender, te enseño.

Brian no estaba demasiado seguro.

—¿Eres bujarra, tío?

—¿Quieres surfear o no, chaval?

Brian sí que quería.

Estaba cagado de miedo, pero quería.

—No sé nadar —dijo.

—Pues no te caigas —dijo Boone. Le miró los pies y dijo—: ¿Tienes seis dedos, tío?

—Doce.

Boone rio entre dientes.

—Pues ese será tu nombre, grumete: Doce Dedos.

—Vale.

—Ponte con los pies separados al ancho de los hombros —le dijo Boone.

El Doce Dedos se puso de pie. Boone le dio un empujón en el pecho. El Doce Dedos dio un paso atrás con el pie derecho para mantener el equilibrio.

—¿Qué…?

—Eres regular —dijo Boone—, o sea, zurdo. Túmbate en la tabla.

El Doce Dedos se tumbó.

—Boca abajo —dijo Boone—. ¡Por Dios!

El Doce Dedos se dio la vuelta.

—Ahora ponte de rodillas de un salto —dijo Boone—. Bien. Ahora en cuclillas. Bien. Ahora de pie.

Boone se lo hizo hacer veinte veces. Cuando acabó, el Doce Dedos sudaba y resoplaba —nunca había hecho tanto ejercicio en toda su vida—, pero estaba fascinado.

—¡Qué divertido, tío!

—Es mucho más divertido en el agua —dijo Boone.

Condujo al Doce Dedos a un lugar donde unas olas pequeñas rompían en el agua poco profunda, lo hizo tumbarse sobre la tabla y lo metió en una ola. El Doce Dedos se deslizó sobre ella como con una tabla de
boogie
.

Fue amor a primera vista.

El Doce Dedos retuvo allí a Boone toda la puta tarde, hasta que se puso el sol y aún después. La tercera vez, intentó ponerse de pie. Se cayó en aquella ola y en las treinta y siete siguientes. El sol era una bola anaranjada brillante en el horizonte cuando se puso de pie en la tabla y surfeó hasta la orilla.

Era lo primero que conseguía hacer en su vida.

Al día siguiente era sábado y el Doce Dedos estaba de pie en la playa a primera hora de la mañana, mirando fijamente al Club del Amanecer.

—¿Quién es el grumete? —preguntó David desde la línea de arranque.

—Un chavalín porrero —dijo Boone—. No sé, parecía perdido, así que ayer le enseñé un poco.

—¿Un cachorro desorientado? —dijo Sunny.

—Supongo que sí —dijo Boone—, pero se ve que le gustó.

—Los grumetes son un coñazo —advirtió David.

—Todos hemos sido grumetes alguna vez —dijo Sunny.

—Yo no —dijo David—. Yo nací sabiendo.

De todos modos, era la autorización tácita para incorporar al chaval. Boone se bajó de la tabla después de surfear la ola siguiente y se acercó al Doce Dedos.

—¿Quieres surfear?

El Doce Dedos asintió con la cabeza.

—De acuerdo —dijo Boone—. Entre mis tablas tengo una que es un palo viejo. No es gran cosa, pero sirve para surfear. Cógela y pásale cera y después te enseñaré a remar hacia fuera. Te quedas a mi lado, sin atravesarte en el camino de los demás, y procura no comportarte como un pato mareao, ¿vale?

—Vale.

El Doce Dedos enceró la tabla, remó mar adentro y se cruzó en el camino de todo el mundo, pero eso es lo que hacen todos los grumetes: es inevitable. El Club del Amanecer creó una barrera para protegerlo tanto del mar como de los demás surfistas. Nadie se metió con el chaval, porque resultaba evidente que estaba bajo el ala colectiva del Club del Amanecer.

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