El Club del Amanecer (11 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El Club del Amanecer
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A Eddie le pareció que la fiesta había sido un éxito y se llevó una sorpresa y un chasco cuando aparecieron una profusión de carteles de «en venta» en su manzana y ninguno de los invitados regresó jamás, ni siquiera para tomar una taza de café o fumar un puro de marihuana para desayunar. Es más: los vecinos llegaban incluso a cambiar de acera al pasear a sus perros, por temor a encontrarse con Eddie y que los invitara a entrar.

Y eso que vivir cerca de Eddie no suponía solo desventajas: en absoluto. Los vecinos contaban con un servicio de vigilancia privada, aunque en realidad no la necesitaban, gracias a la presencia de una veintena de
huis
armados como caudillos afganos que acechan constantemente desde los muros de la finca de Eddie. Ningún revienta chalés más o menos en sus cabales se atrevería a robar en ninguna de las casas, por temor a equivocarse y entrar en la de Eddie el Rojo. Cabía la posibilidad, muy, pero que muy remota de entrar, pero no la de salir, y el único destino peor que llegar como invitado sería llegar sin invitación, sobre todo con lo que le cuesta a Eddie encontrar compañeros de juego para Dahmer.

Eddie hace un par de caballitos de 360 grados con su bici y la pone de lado, hasta que la rueda delantera se detiene, con un chirrido, a dos centímetros de los pies de Boone.

Capítulo 23

—¡Boone, colegui!

Eddie el Rojo lleva el cabello afro retro anaranjado enfundado en un gorro de lana Volcom marrón; se ha puesto una camiseta Rusty sin mangas y un par de pantalones anchos que son, como mínimo, tres tallas más grandes que la suya. No lleva calcetines, pero sí sandalias Cobian y unas gafas de sol Arnette que deben de costar un ojo de la cara.

Y apesta a marihuana de la buena.

—Eddie —dice Boone.

—¿Qué pasa?

—Pues, nada.

—No es lo que me han dicho —dice Eddie.

—¿Y qué te han dicho?

—Me han dicho —dice Eddie, exhibiendo ante Boone cuarenta mil dólares de odontología estética— que vas detrás de una estríper que piensa que ha visto algo que no ha visto.

—¡Qué rápido te has enterado!

—El tiempo es oro, tío.

«Vale —piensa Boone—, el tiempo es oro si realmente lo cobras. De lo contrario, el tiempo no es más que tiempo.»

—Vamos, hermano —dice Eddie el Rojo—, ¿por qué no te bajas de esta ola?

La pregunta hace sonar la alarma en la cabeza de Boone. Después de todo, a Eddie qué le importa. Eddie acude a los clubes de Dan de vez en cuando, pero, vamos, que no son amigos, después de todo, al menos por lo que Boone sabe, de modo que le pregunta:

—¿Y a ti, Eddie, qué más te da?

—Para pedirle un favor a un hermano —dice Eddie el Rojo—, ¿tengo que tener un motivo?

—Estaría bien.

—¿Adónde ha ido a parar tu
aloha
? ¿Qué pasa con tu amor? —pregunta Eddie el Rojo con tono de amargo desengaño—. A veces puedes ser muy
haole
, Boone.

—Si es que lo soy —dice Boone.

—Está bien —dice Eddie el Rojo—. Vamos al grano, Boone, hermano: Dan Silver es un jugador de mierda y es pésimo para escoger partidos de baloncesto. Se metió en camisa de once varas y yo le resolví la papeleta, pero ahora no puede pagarme. Le debe al menda una pila de pasta que no tiene ni va a tener, a menos que gane el juicio contra la aseguradora. Estamos en la misma ola, ¿lo ves?

—Es un rompiente orillero.

O sea, directo, sencillo y fácil de comprender.

—Por eso —dice Eddie el Rojo—, tu forma de mostrarme tu
aloha
sería alejarte del rompiente por un tiempo. Estoy en la onda, Boone, hermano, de que tienes que dar el callo para vivir y, por eso, sea lo que sea lo que te paguen los
haoles
para hacerlo, te daré el doble para que no lo hagas. Ya sabes cómo soy, tío: que nunca alargo la mano si no pongo algo en la otra.

«La cuestión es qué pongo —duda Eddie—. Es el eterno interrogante de las compras de Navidad: ¿qué le regalas a un tío que tiene de todo o, mejor dicho, qué le regalas a un tío que no quiere nada? Ese es el problema de tratar de sobornar al colegui Boone: que es único en cuanto a que sus necesidades son simples, básicas y ya las tiene cubiertas. El tío necesita efectivo, pero eso no supone tanto para él como para ser un factor preponderante, de modo que ¿cuál es el punto de inflexión? ¿Qué se le puede ofrecer al colegui Boone para apartarlo de su bola en perfecto equilibrio?»

Boone baja la mirada hacia la madera curada de la tarima y vuelve a subirla hasta Eddie el Rojo.

—Ojalá me lo hubieses propuesto hace un par de horas —dice—. Entonces podría haberte dicho que sí.

—¿Qué ha pasado entre entonces y ahora?

—Una mujer ha sido asesinada —dice Boone—, con lo cual esto pasa de la raya.

Eddie el Rojo parece contrariado.

—Ya sabes que no me gusta decirte que no —dice Boone—, pero ahora tengo que surfear esta ola hasta el final, hermano.

Eddie el Rojo mira al mar.

—Viene marejada —dice—. Va a haber trituradoras rugientes de verdad. Una ola así te puede chupar y hacer que te pegues un batacazo. Si uno no tiene cuidado, Boone, colegui, podrían machacarlo.

—Pues sí —dice Boone—. Algo sé sobre grandes olas que se chupan a la gente, Eddie.

—Ya lo sé, hermano —dice Eddie—, ya lo sé.

Eddie el Rojo gira en redondo y se aleja pedaleando.


E malama pono
! —grita a sus espaldas.

¡Cuídate!

Capítulo 24

Johnny Banzai regresa a la habitación 342 del motel Crest.

Es la típica habitación de motel de Pacific Beach que no está frente al mar. Barata y provista de lo básico: dos camas individuales, un aparato de televisión sujeto a una barra, el mando a distancia sujeto a una mesita de noche, junto a un radiodespertador. Un par de fotografías de escenas de playa cuelgan de las paredes en marcos baratos. Una puerta corredera de cristal comunica con el pequeño balcón. Está abierta —¡cómo no!— y una brisa suave hace bailar la cortina delgada hacia el interior de la habitación.

A Johnny le costó bastante calmar a Harrington. Poner a Boone Daniels delante de Harrington es como poner el típico capote rojo delante de un toro. El teniente quería saber qué coño estaba haciendo allí Boone y, a decir verdad, Johnny también.

Para ser detective privado, Boone miente fatal y, además, apenas se dedica a cuestiones matrimoniales. Ningún detective privado en su sano juicio lleva a la esposa a que vea en vivo y en color lo que ha estado haciendo su marido, dejando aparte que la mujer está como un tren y no es probable que nadie la engañe y, también, que no llevaba anillo de boda.

Conque el cuento de Boone es una auténtica parida y una de las primeras cosas que piensa hacer Johnny es localizar a Boone y averiguar qué estaba haciendo en un motel en el cual una mujer quiso representar el papel de Rocky, la ardilla voladora, con trágicas consecuencias.

La cuestión es que Johnny Banzai y Boone Daniels son viejos amigos.

Hace mucho que se conocen, desde quinto de primaria, cuando solían arrojar el lápiz al suelo al mismo tiempo para poder meter juntos la cabeza bajo el pupitre, mirarle las piernas a la señorita Oliveira y reír como tontos.

Aquello ocurrió antes de que Johnny entrara en el negocio del porno blando.

Lo que Johnny solía hacer era comprarle a un primo suyo de más edad los números atrasados de
Playboy
, recortar las fotografías e introducirlas en el forro de su carpeta de tres anillas, que había cortado y disimulado con sumo cuidado a tal efecto. Después las vendía en el vestuario de los chicos por cincuenta centavos o un dólar cada una.

A Johnny le estaba yendo muy bien en el vestuario, hasta que un día llegaron unos niños de noveno, decididos a quedarse con el negocio. Boone acudió como quien dice: «Aquí vengo yo a sacarte del apuro», el tío surfista al rescate de su hermanito oriental, aunque en realidad Johnny no necesitaba demasiada ayuda.

Boone ya había oído la palabra «yudo», aunque nunca la había visto puesta en práctica, de modo que se quedó del todo pasmado cuando Johnny literalmente arrastró por el suelo a uno de sus atacantes, mientras un segundo quedó sentado contra una pared tratando de recordar su nombre y el tercero se limitó a quedarse inmóvil, replanteándose la situación.

Boone le pegó un puñetazo en el estómago, para ayudarlo a pensar mejor.

Y eso fue todo: Johnny y él ya eran amigos de antes, pero a partir de entonces fueron camaradas y, cuando Johnny fue a Pacific Surf con lo que había ganado vendiendo pornografía y se compró una tabla de surf, la amistad quedó sellada. Han sido camaradas desde entonces y, cuando se armó todo aquel jaleo con Boone, Johnny fue el único poli que lo apoyó. Johnny mataría por Boone y sabe que Boone haría lo mismo por él.

Pero…

Se mueven más o menos dentro del mismo círculo profesional y a veces se producen intersecciones, como en un diagrama de Venn. Por lo general, cuando ocurre algo así están del mismo lado, de modo que colaboran y comparten información —incluso han llegado a hacer juntos operaciones de vigilancia—, pero otras veces se encuentran en bandos opuestos de un caso.

Un problema semejante podría joder una amistad, solo que, como son amigos, lo resuelven mediante lo que ellos llaman «la regla del salto».

La regla del salto consiste en lo siguiente:

Se aplica cuando Johnny y Boone se encuentran en la misma ola —siguiendo la metáfora, es igual que cuando alguien te roba una ola—: cada uno hace lo que tiene que hacer y no es nada personal. Johnny y Boone se comportan como el perro pastor y el coyote de aquellos dibujos animados antiguos y, al final del día, cuando fichan, se encuentran en la playa, asan juntos algún pescado y miran la puesta del sol.

En eso consiste la regla del salto y si uno de los dos formula una pregunta que el otro no puede responder o pide al otro que haga algo que no puede hacer, lo único que el otro tiene que hacer es decir «la regla del salto» y ya está.

No pasa nada.

Esto es lo que Johnny piensa decir cuando encuentre a Boone: le hará algunas preguntas muy directas y, si Boone no le proporciona las respuestas adecuadas, lo arrestará por obstaculizar una investigación. No quiere hacerlo ni disfrutará haciéndolo, pero lo hará y Boone lo entenderá. Después Johnny irá corriendo a buscar el dinero para pagar la fianza.

Porque Johnny es maniático de la lealtad.

¡Cómo no! Cualquier japonés que haya crecido en algún lugar de California tiene la obsesión de la lealtad.

Johnny es demasiado joven para acordarse —aún faltaba mucho para que él naciera— de cuando el gobierno de Estados Unidos acusó a sus abuelos de falta de lealtad y los recluyó en un campo de concentración en el desierto de Arizona, donde los retuvo hasta que acabó la guerra.

Sin embargo, se lo han contado y conoce la historia. Además, la comisaría en la que trabaja queda a pocas manzanas de lo que solía ser el «barrio japonés», en la Quinta Avenida e Island, en el extremo meridional del Gaslamp District.

La comunidad
nikkei
de San Diego había vivido en esa zona desde principios del siglo
XX
, primero como inmigrantes campesinos o como pescadores de atún en Point Loma. Se habían roto el culo trabajando para que la generación siguiente pudiera comprar tierras en Mission Valley y más al norte, en North County, cerca de Oceanside, donde llegaron a ser pequeños agricultores independientes. ¡Qué caramba! Si el abuelo materno de Johnny sigue cultivando fresas al este de Oceanside; continúa con tesón, a pesar de que tiene dos enemigos: la edad y el desarrollo urbano.

El abuelo paterno de Johnny se trasladó al barrio japonés y abrió un establecimiento de baños y barbería al cual acudían los hombres japoneses a hacerse cortar el pelo y a continuación a meterse en el
ofuro
caliente, situado en el sótano.

El padre de Johnny lo ha llevado a pasear por el viejo barrio y le ha señalado los edificios que aún se conservan: le ha enseñado dónde estaba la tienda de comestibles de Hagusi, el lugar donde los Tobisha tenían su restaurante y donde estaba la floristería de la anciana señora Kanagawa.

Era una comunidad próspera —mezclada con los filipinos y con los pocos chinos que se quedaron cuando la ciudad derribó el barrio chino, y con los blancos y los negros— y un lugar agradable para vivir y para crecer.

Entonces ocurrió lo de Pearl Harbor.

El padre de Johnny se enteró por la radio. Tenía siete años en aquel momento y salió corriendo hacia la peluquería para decírselo a su padre. A la mañana siguiente, el FBI había cogido al presidente de la Asociación Japonesa, al cuerpo de profesores de la Escuela Japonesa, a los sacerdotes budistas y a los instructores de yudo y de kendo y los había encerrado en una celda con los delincuentes comunes.

Al cabo de una semana, habían arrestado a los pescadores, los campesinos que cultivaban verduras y los que cultivaban fresas. El padre de Johnny recuerda todavía que se quedó en una acera del centro de la ciudad, observándolos cuando se los llevaban —esposados— de una cárcel a otra. Recuerda que su padre le dijo que no mirara, porque aquellos hombres —los dirigentes de su comunidad— bajaban la vista al suelo, de la humillación y la vergüenza que sentían.

Dos meses después, obligaron a toda la comunidad
nikkei
a abandonar sus casas; se los llevaron en tren al hipódromo de Santa Anita, donde los tuvieron retenidos durante casi un año, hasta que los trasladaron al campo de concentración de Poston, en Arizona. Cuando regresaron a San Diego después de la guerra, vieron que muchas de sus viviendas, negocios y tierras de cultivo habían sido ocupados por blancos. Algunos de los nikkei se marcharon; otros aceptaron la realidad y empezaron de nuevo, y algunos —como el abuelo materno de Johnny— emprendieron un proceso legal largo y enrevesado para recuperar sus bienes.

Sin embargo, el barrio japonés no volvió a ser lo que era y la comunidad
nikkei
, tan compacta en otra época, se dispersó por todo el país. El padre de Johnny se fue al instituto, después a la Facultad de Medicina y a continuación estableció una próspera consulta en Pacific Beach.

Siempre pensó que su hijo se dedicaría a la medicina y heredaría la consulta, pero Johnny no opinaba lo mismo. El joven Johnny siempre se diferenció un poco de sus hermanos: aunque sin apartarse del estereotipo —era su deber— del estudiante asiático diligente, Johnny prefería la acción antes que lo académico. Soportaba todo el día en clase, esperando que llegase la hora de ir al campo de béisbol, donde era segunda base del equipo de la ciudad. Cuando no estaba en el campo, estaba en el agua —un grumete embistiendo las olas con entusiasmo— o, si no, en el
dojo
, aprendiendo yudo con los japoneses de más edad: la única verdadera concesión de Johnny a su linaje.

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