El Club del Amanecer (12 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El Club del Amanecer
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Cuando le llegó el momento de escoger una carrera, Johnny tenía las calificaciones necesarias para hacer el curso de preparación para estudiar medicina, pero prefirió hacer el curso de preparación para derecho. Cuando llegó el momento de inscribirse en la Facultad de Derecho, Johnny se apeó de la ola. Le daba pavor tener que pasar más horas en la biblioteca y más días detrás de un escritorio. Tenía ansias de acción, de modo que hizo el examen para ingresar en la policía y lo bordó.

Cuando Johnny comunicó a su padre su decisión de ingresar en la policía, este pensó en el oficial que había llevado a su propio padre, esposado, por las calles del centro de San Diego, pero no dijo nada.

«La herencia —pensó— debería ser una base, más que un ancla.»

Johnny no fue médico, pero se casó con una doctora, lo cual contribuyó a aliviar el escozor. Lo importante era que a Johnny le fuera bien en el campo que había elegido y, en efecto, ascendió vertiginosamente por el escalafón del cuerpo hasta llegar a ser un muy buen detective.

No obstante, sus contactos con la comunidad japonesa son exiguos. Sigue siendo bastante japonés como para ser un incordio cuando va a un sushi bar, pero cada vez acude con menos frecuencia al templo budista y hasta ha faltado una o dos veces a las visitas mensuales a su abuelo en la vieja granja. Así es como son las cosas de la vida moderna en el sur de California. Es que los Kodani están muy ocupados: Beth trabaja una cantidad de horas atroz en el hospital y Johnny maneja sus archivos como una máquina que no para nunca. Aparte, con todo lo que hay que ocuparse de los hijos —partidos de fútbol, béisbol infantil, karate, danza, clases particulares—, no es de extrañar que quede tan poco tiempo para las viejas tradiciones.

En aquel momento, el buen detective abre la puerta corredera barata y ligera que deja el descubierto un armario estrecho. No hay ropa en las perchas de alambre ni zapatos en el suelo. Hay una maleta de mujer —en realidad, más bien es un bolso de viaje— en un estante independiente y Johnny revisa su contenido: un par de vaqueros, una blusa doblada, algo de ropa interior, la habitual colección de productos de belleza.

O Tammy Roddick no pensaba estar ausente mucho tiempo o no había tenido tiempo de hacer el equipaje, pero ¿qué sentido tenía que una mujer que pensaba suicidarse preparara un bolso de viaje?

Johnny va al cuarto de baño.

Algo le llama la atención de inmediato.

Hay dos cepillos de dientes en el lavabo.

Uno de ellos es rosado y pequeño.

Como si perteneciese a una niña.

Capítulo 25

La niña recorre el trillado camino de tierra al costado de la carretera.

Tiene la piel de un moreno intenso y el cabello negro como el carbón recién extraído. Tropieza con una botella de cerveza negra arrojada la noche anterior desde la ventanilla de algún coche, pero sigue andando y, al mismo tiempo, toquetea una pequeña cruz de plata que le cuelga del cuello con una cadena fina. Le infunde coraje y es su único símbolo tangible de amor en un mundo falto de cariño.

Conmocionada, sin saber muy bien adónde va, mantiene el mar a su izquierda porque es algo que reconoce y sabe que, si sigue con el agua de ese lado, acabará por llegar a los fresales. No es que sea un lugar agradable, pero en ellos está la única vida que ha conocido en los dos últimos años y allí están sus amigas.

Las necesita, porque ahora no tiene a nadie y, si puede encontrar los fresales, encontrará a sus amigas y puede que incluso vea también al doctor
güero
[1]
que, por lo menos, era amable con ella, de modo que sigue andando hacia el norte. Los conductores que pasan a su lado a toda velocidad no reparan en ella: no es más que una niña mexicana más al borde de la carretera.

Una ráfaga de viento empuja hacia sus tobillos la tierra y la basura.

Capítulo 26

Boone pasa por The Sundowner para buscar una dosis de cafeína y para retrasar el momento de tener que explicar lo inexplicable a Petra Hall, abogada y un auténtico coñazo.

Encuentra allí al Marea Alta que, a pesar de ser una mole, está sentado con una gracia sorprendente en un taburete junto a la barra, aferrando con sus manazas un bocadillo que debería tener su propio prefijo. Lleva el uniforme marrón del Departamento de Obras Públicas de San Diego, para el cual trabaja como supervisor, principalmente, de los tubos de desagüe de tormenta en aquella parte de la ciudad, y, con las condiciones meteorológicas que se avecinan, lo más probable es que le espere un largo día.

Cuando Boone se sienta a su lado, Sunny levanta la vista de los vasos que está secando, se acerca a la cafetera, le sirve una taza y se la pasa, arrastrándola sobre la barra.

—Gracias —dice Boone.

—No hay de qué.

Sigue secando los vasos.

«¿Por qué estará cabreada?», se pregunta Boone.

Se vuelve hacia el Marea Alta:

—Acabo de mantener una conversación con uno de los miembros más interesantes de la comunidad de la gran Oceanía.

—¿Qué tal está Eddie? —pregunta el Marea Alta.

—Histérico —dice Boone—. Y yo que pensaba que todos los isleños erais tranquilos, serenos y todo eso.

—Se nos han pegado los malos hábitos de vosotros, los
haole
—dice el Marea Alta—: la ética del trabajo protestante, el determinismo calvinista y todas esas gilipolleces. ¿Y quién le está tocando los cojones al bueno de Eddie?

—Dan Silver.

El Marea Alta pega un mordisco al bocadillo. Mostaza, mayonesa y lo que Boone espera que sea salsa de tomate salen a chorros por los costados del pan.

—No me vengas con paridas. Eddie no va a los clubes de estriptis. Cuando le da la gana, el club va a donde está él.

—Dice que Dan le debe un pastón.

El Marea Alta sacude la cabeza.

—Es la primera noticia que tengo de que Eddie invierta sus cuartos en la calle y mucho menos en
haoles
. En todo caso, solo hace adelantos a los de las islas del Pacífico y se acabó.

—Tal vez esté tratando de ampliar la clientela —dice Boone.

—Tal vez —dice el Marea Alta—, aunque lo dudo. Esto va así: si le debes dinero a Eddie y no le pagas, no se mete contigo, sino con la familia que tienes en tu país. Es un escándalo, Boone, una vergüenza, que la familia que sigue viviendo en la isla por lo general tenga que hacerse cargo de la deuda, de un modo u otro.

—¡Qué putada!

—Bienvenido a mi mundo —dice el Marea Alta.

Cuesta explicarle a un tío —incluso a un amigo como Boone— lo que supone tener un pie en cada orilla del Pacífico. Boone ha vivido toda la vida literalmente dentro de un radio de pocas manzanas del lugar donde están sentados. ¿Cómo van a entender él o David o ni siquiera Johnny que el Marea Alta, que nació y creció allí mismo, en Oceanside, un poco más arriba, siguiendo la misma calle, tiene que rendir cuentas ante una aldea de Samoa que no ha visto jamás? Y lo mismo ocurre con la mayoría de la gente de Oceanía que vive en California: siguen teniendo raíces palpables allá en Samoa, Hawai, Guam, las Fiyi y por ahí.

Por eso, cuando uno empieza a ganar un poco de dinero, envía una parte «a casa», para ayudar a mantener a los familiares que viven en la ville. Viene un primo a probar fortuna y se queda a dormir en tu sofá hasta que logra sacar pasta suficiente con el trabajo que le conseguiste para —tal vez— irse a vivir por su cuenta y allí se quedará a dormir algún otro primo. Cuando algo te sale bien, a ocho mil kilómetros de distancia toda una aldea lo celebrará con orgullo; cuando haces algo malo, la misma aldea se avergonzará de ti.

Todo eso es una carga, pero… tus hijos tienen abuelas y abuelos, tías y tíos que los quieren como a sus propios hijos. Incluso en Oceanside, los críos van de una casa a otra como si fueran las cabañas de la aldea. Si tu mujer se pone enferma, unas tías que ni conocías aparecen con ollas de sopa, carne asada, pescado y arroz.

Es lo que llaman el
aiga
, o clan familiar.

Si alguna vez te metes en problemas, si alguien ajeno a la «comunidad» te hace frente y pone en peligro tu sustento o tu vida, aparece toda la tribu a respaldarte: ni siquiera hace falta que se lo pidas. Lo mismo que con el Club del Amanecer: si gritas «¡lobo!», aparece toda la manada.

Antiguamente, el Marea Alta era pandillero en serio, un
matai
(jefe) de los Amos de Samoa. Era inevitable, en aquella época, para todos los que crecían en Oceanside, sobre todo en el barrio de Mesa Margarita: uno jugaba al fútbol y formaba pandillas con sus amigotes.

«Gracias a Dios por el fútbol», piensa ahora el Marea Alta, al evocarlo, porque le encantaba jugar y eso fue lo que lo mantuvo alejado de las drogas, porque el Marea Alta no fue el típico pandillero que llevaba armas y disparaba desde el vehículo en marcha y estaba enganchado al
ma’a
, sino que mantenía el cuerpo en buena forma y, cuando entraba en guerra con las otras pandillas, lo hacía al estilo polinesio: cuerpo a cuerpo.

El Marea Alta era una leyenda en aquellas trifulcas en Oceanside. Solía plantar su corpachón delante de sus amigotes, miraba hacia abajo a los del otro bando, aullaba «
Fa’aumu!
» (el antiguo grito de guerra samoano) y a continuación,
on, hamo
, volaban los puñetazos hasta que solo quedaba uno en pie.

Indefectiblemente, el Marea Alta.

Lo mismo ocurría en el campo de fútbol americano. En cuanto nació, al ver al Marea Alta el médico dijo: «Placaje defensivo». Todos los samoanos juegan al fútbol y no hay más que hablar, y, como en Oceanside hay más samoanos que en ningún otro sitio, excepto Samoa, del equipo del instituto salen, prácticamente, todos los jugadores de la Liga Nacional.

El Marea Alta era donde iban a morir todas las carreras.

Se los comía crudos, pelaba a los defensas como si fueran el envoltorio de un bocadillo y aplastaba contra el suelo al que llevaba la pelota. Los equipos que jugaban en Oceanside dejaron de lado los pases corrientes y adoptaron el sistema ofensivo de los Chargers de Air Coryell.

Los cazatalentos repararon en él.

Cuando el Marea Alta volvía a su casa, después del entrenamiento, solía encontrar montones de cartas de las universidades, pero a él solo le interesaba la Estatal de San Diego. No se iba a marchar lejos de casa, a un estado frío donde no hubiera mar para surfear, ni tampoco se iba a alejar del
aiga
, la familia, porque, para un samoano, la familia lo es todo.

De modo que el Marea Alta se matriculó durante cuatro años en la Estatal. Cuando no estaba masacrando a defensas ofensivos, estaba surfeando con sus nuevos amigos: Boone Daniels, Johnny Banzai, David el Adonis y Sunny Day. Dejó de lado las pandillas —una pendejada antigua, aburrida y que no conducía a ninguna parte—, aunque de vez en cuando iba a tomar una cerveza con los amigotes, pero nada más. Estaba demasiado ocupado jugando al fútbol y cabalgando olas y se convirtió en una especie de
matai
emérito para la pandilla: alguien muy respetado a quien escuchaban y obedecían, pero que estaba por encima de todo.

No tardó en entrar en la tercera ronda de convocatorias de la Liga Nacional.

Jugó una temporada prometedora como sustituto para los Steelers, hasta que quedó trabado en un centro de los Bengals y el defensa se le acercó y lo jorobó.

El Marea Alta oyó cómo le reventaba la rodilla.

Sonó como un disparo.

Regresó a Oceanside hecho polvo: su vida ya no tenía sentido. Se pasaba las horas sentado en la casa de sus padres, en la avenida Arthur, y se entregó a la cerveza, la maría y la autocompasión, hasta que Boone fue a verlo y, en síntesis, vino a decirle que acabara con aquella gilipollez. Prácticamente lo llevó a rastras otra vez a la playa y lo empujó hasta el rompiente.

Después de surfear la primera ola, decidió que iba a seguir viviendo.

Aprovechó su época de gloria en la Universidad Estatal de San Diego para conseguir un empleo en el ayuntamiento. Conoció a una samoana, se casaron y tuvieron tres hijos.

La vida es maravillosa.

Se pone a explicarle a Boone algunos intríngulis del protocolo comercial de Oceanía.

—Por eso, Eddie solo tiene tratos con la
ohana
, hermano —dice el Marea Alta—, porque sabe que, si acude a una familia
haole
con una deuda, le dirán: «¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?». El concepto de familia es diferente a este lado del charco, Boone.

—Que sí, que sí.

—Que sí, que sí.

Boone observa a Sunny, que hace todo lo posible por no mirarlo.

—¿Qué le pasa? —pregunta al Marea Alta.

Este ya se ha enterado por David de lo de la
betty
británica, de modo que se baja del taburete, se zampa el último trozo del bocadillo y da a Boone una palmadita en el hombro.

—Tengo que ir a trabajar. Con lo listo que eres, Boone, a veces pareces gilipollas. Si quieres alguna otra explicación antropológica, me das un telefonazo.

Se pone en la cabeza el gorro marrón de lana, se calza los guantes y sale por la puerta.

Boone mira a Sunny:

—Hola.

—Hola.

—¿Qué pasa?

—Nada —dice Sunny, sin mirarlo—. ¿Qué te pasa a ti?

—Venga, Sunny.

Ella se le acerca.

—De acuerdo. ¿Te acuestas con ella?

—¿Con quién?

—Adiós, Boone.

Se da la vuelta.

—No. Es una clienta, nada más.

—De golpe sabes a quién me refiero —dice Sunny, volviéndose hacia él otra vez.

—Supongo que es obvio.

—Pues sí, supongo que sí.

—Es una clienta —repite Boone, que entonces empieza a cabrearse por tener que dar explicaciones—, pero, después de todo, ¿a ti qué más te da?, si nosotros no estamos…

—Pues no, no estamos de ninguna manera —dice Sunny.

—¿Sales con otros tíos? —pregunta Boone.

—Por supuesto —le espeta Sunny.

Es cierto, aunque no ha tenido ninguna relación ni remotamente seria desde que cortó con Boone.

—¿Y entonces?

—Entonces, nada —dice Sunny—. Solo pienso que, ya que somos amigos, deberíamos ser sinceros el uno con el otro.

—Soy sincero.

—De acuerdo.

—De acuerdo.

—De acuerdo.

Ella se aleja y sigue secando los vasos.

Boone no se acaba el café.

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