—Buenas noches, doctor Cole —dice el guardia, mirando casi con malos ojos el coche lleno de tíos que no parecen estar buscando ningún tipo de conciencia, ni propia ni ajena.
—Solo quiero entrar a ver cómo sigue una paciente —dice Teddy, mientras siente la pistola de Dan clavada en su columna a través del respaldo del asiento.
—¿Quiere que avise? —pregunta el guardia.
—No —murmura Dan.
—No —dice Teddy.
La puerta se abre, el Explorer pasa y la puerta se vuelve a cerrar tras él. Teddy indica al conductor la manera de llegar a un pequeño aparcamiento.
—Ahora llévanos a donde está ella —dice Dan— y, doctor, si me quieres joder, te meto una bala en la columna.
Teddy los conduce por las pasarelas en curva iluminadas por pequeñas lámparas solares. La mayoría de los huéspedes están en sus cabañas, aunque algunos están fuera, paseando por el jardín. Uno en particular —una pelirroja alta, envuelta en una bata blanca— llama la atención de Dan.
—Oye, ¿esa no es…? —dice Dan y nombra a una actriz de cine famosa.
—Podría ser —dice Teddy.
—¿Qué se está haciendo? ¿Las tetas?
—La nariz —dice Teddy.
Quería que le recortaran la nariz, que le estiraran un poco en tomo a los ojos, alguna cosita para retrasar el momento en el que tenga que interpretar a la madre arpía o a la tía excéntrica. Sin embargo, en realidad Teddy no tiene la cabeza, puesta en aquello, sino que está pensando en alguna manera de avisar a Tammy para que salga de allí antes de que… No quiere ni pensar en lo que ocurrirá después de aquel «antes de que…».
A medida, que se aproximan a la cabaña de Tammy, ve luces encendidas a través de la cortina de la ventana delantera.
—¿Tienes llave? —le pregunta Dan.
—Bueno, es una tarjeta.
—Vale, da igual, lo que sea —dice Dan—. Entras y dejas la puerta abierta. ¿Has entendido, doctor?
—Sí.
—¿Doctor?
—¿Qué?
—Si estás pensando en tratar de hacerte el héroe —dice Dan—, más te vale dejar de pensar. Aunque seas el puto amo en la sala de operaciones, este no es tu mundo, colega, y lo único que conseguirás es meterte en la liga de baloncesto para minusválidos. Dime que lo comprendes.
—Lo comprendo.
—Bien. Abre la puerta.
Teddy llega hasta la Cabaña Loto. Siempre ha sido una de sus preferidas y le trae muchos recuerdos. Teddy ha invertido una parte importante de su talento en la Cabaña Loto y allí le han hecho unas mamadas que ni te puedes imaginar. Le tiembla la mano mientras intenta con torpeza introducir la tarjeta en la cerradura. Se enciende la luz verde y a continuación se oye el suave clic del mecanismo que se abre. Teddy abre la puerta un poquito con suavidad y dice:
—¿Tammy? Soy yo.
Dan le pega un empujón para quitarlo de en medio y entra en la cabaña.
El salón es todo blanco. Las paredes son de color blanco roto, con fotografías de lotos en blanco y negro en marcos plateados y una pantalla de televisión de plasma. Un sofá blanco y sillones blancos. El suelo de madera está pintado de negro, pero la alfombra es blanca.
Tammy no está en el salón.
Dan se acerca a la puerta del dormitorio, que está cerrada. La empuja suavemente con la punta de la bota y entra, con la pistola en alto y lista para disparar.
No está en el dormitorio, que tiene una decoración similar. Paredes blancas, fotografías en blanco y negro, colcha blanca sobre la cama de matrimonio y una pantalla de televisión plana, más pequeña que la del salón.
«Los huéspedes deben de ver muchísima televisión mientras aprenden a conocerse a sí mismos», piensa Dan.
Se acerca a la puerta del cuarto de baño y escucha con atención.
Se oye correr el agua de la ducha.
A juzgar por el ruido, es una de esas duchas fantásticas en forma de lluvia.
Se apoya en la puerta del baño.
Está cerrada con llave.
«Las mujeres siempre cierran con llave la puerta del baño cuando se duchan», piensa Dan. Se lo achaca a
Psicosis
.
Dan se inclina hacia atrás y pega una patada a la puerta. La jamba se astilla con estrépito. Dan entra en el cuarto de baño y apunta la pistola hacia la izquierda, en dirección a la ducha.
Pero ella no está allí.
Y la ventana está abierta.
Una escalera empinada baja hasta la playa desde la parte posterior de Shrink’s.
Atraviesa un arcén de arcilla roja cubierto de plantas suculentas que llegan a la altura de los tobillos y dan flores rojas en primavera, aunque ahora parecen plateadas y brillantes a la luz de unas lámparas que se activan con el movimiento, dispuestas en el suelo cada seis metros.
Dan baja las escaleras con una gracia sorprendente para un tío de su tamaño. Sujeta la pistola con una mano y desliza la otra por el tubo de la barandilla mientras llama:
—¿Tammy? ¡Solo quiero hablar contigo, nena!
Si está allá fuera, no responde.
La niebla nocturna va cubriéndolo todo rápidamente y no deja ver el agua ni la playa. Dan se detiene en un descansillo y presta atención.
—¡Tammy! —grita Dan—. ¡No tienes nada que temer! ¡Ya lo arreglaremos, guapa!
Espera una respuesta, con la pistola lista para disparar hacia la voz. Nadie responde, pero entonces oye unos pasos que bajan corriendo las escaleras por delante de él.
Dan la persigue escaleras abajo.
Hacia la playa, internándose en la niebla.
Boone y Petra bajan corriendo las escaleras del Parque Sea Cliff, justo al sur de Shrink’s, mientras Boone trata de escuchar a Tammy, que le susurra por teléfono.
—Ahí viene. Lo oigo.
—Sigue viniendo hacia aquí —dice Boone—. Ya casi hemos llegado.
Baja a la playa y mira hacia el norte, en la dirección desde la cual debería venir Tammy, pero casi no se ve nada: la niebla ya se ha acomodado para pasar la noche y a la luna todavía no se le ha ocurrido salir.
—Tammy —dice Boone—, ¿me ves?
—No.
Boone escudriña la niebla.
Entonces la ve.
Vestida solo con una bata blanca, parece un fantasma o tal vez alguien que huye de un manicomio, con la melena pelirroja alborotada en el aire húmedo de la noche. Corre lo más rápido que puede por la arena pesada, pero las piernas largas no la ayudan, porque la hacen perder el equilibrio. Ni siquiera está segura de hacia dónde corre, tan solo una voz al otro lado del teléfono que le dice que la va a ayudar. Al principio no le creyó, pero había algo en aquella voz que la hizo cambiar de opinión.
Lo ve y trata de apresurarse más.
Boone trota hacia ella y la sujeta cuando se le echa en los brazos, jadeando.
—Viene detrás de mí —dice ella.
—¿Dan?
Asiente con la cabeza y coge un poco de aire. Petra se acerca y ayuda a Boone a ponerla en pie. Tammy la mira:
—Testificaré. Haré lo que usted quiera.
—Bien, gracias.
—Vamos a sacarte de aquí —dice Boone.
El disparo viene de la niebla.
Johnny Banzai oye el disparo.
No es habitual oír disparos en Encinitas, mucho menos al oeste de la autopista de la costa del Pacífico y menos aún en las inmediaciones del Instituto de Autoconciencia, donde uno no suele «encontrarse a uno mismo» delante de un arma de fuego. Pues no, las únicas Guns que se ven cerca de Shrink’s son las tablas para olas grandes, no las armas de fuego
[2]
.
Cualquier disparo llama la atención de un policía, pero aquel se le mete a Johnny en la cabeza, porque procede del lugar al que se dirige, el mencionado Instituto de Autoconciencia, siguiendo el rastro de Boone Daniels.
Boone se subió antes a aquella ola y Johnny entró después y ahora los dos se esfuerzan por llegar primero hasta la verdadera Tammy Roddick.
Johnny tiene varias preguntas muy directas que hacerle a ella, algunas dudas igual de claras que plantearle a Boone y quiere que los dos le digan qué relación tienen con la fulana que yacía junto a la piscina del motel.
No tardó demasiado en averiguar que la fulana no era Tammy. Entonces fue al lugar de trabajo de Roddick, Chicas Completamente Desnudas, y se enteró de lo siguiente:
a) que el novio de Tammy había sido Mick Penner;
b) que ella lo dejó por Teddy Tetazas, y
c) que Boone le llevaba la delantera.
Con una visita rápida a la consulta de Teddy en La Jolla y la exhibición de su placa, consiguió que la recepcionista le revelara que el buen doctor estaba de camino para hacer una visita médica a domicilio en Shrink’s, tras recibir la llamada telefónica de un hombre que se identificó como Tammy Roddick.
Típico de Boone.
«¡Me cago en su sombra!»
Claro que, ahora que Johnny escucha un disparo, espera sinceramente llegar a arrestar a Boone y no tener que investigar su muerte.
Abre la ventanilla, coloca la luz rotativa en el techo del coche y hace sonar la sirena. A continuación, enciende la radio y pide refuerzos uniformados.
«Se han oído disparos. Un oficial de paisano acude a la escena.»
Fuera está oscuro y lluvioso y no quiere que, cuando se presenten los uniformados, nerviosos, lo encuentren allí con una pistola en la mano. Podrían ver la pistola antes que la chapa.
Entonces aprieta el acelerador a fondo.
¡Banzai!
Una partida de ajedrez con pistolas, de noche y en medio de la niebla. Como juego, está de puta madre; en la vida real, te cagas de miedo.
El terror hace que se te dispare la adrenalina, se te frunza el culo y el corazón te trabaje a cien por hora. Los aficionados al paintball se corren de gusto, pero estas balas no son de pintura, sino de plomo, y, si te pillan, no te salpican, sino que te trincan.
Boone trata de desplazarse con las dos mujeres en medio de aquella trifulca velada sin que los maten. No es fácil, porque, con la marea alta, la playa se ha estrechado y Dan y sus dos muchachos cada vez acotan más el espacio. Boone no puede huir hacia los acantilados, porque los tienen cubiertos, y tampoco puede correr hacia un lado o hacia el otro de la playa, porque están rodeados.
Dan dispara y obliga a mover a su blanco, dispara y hace que se vuelvan a mover y, cada vez que se mueven, da indicaciones a sus hombres y les dejan menos espacio. Como en el ruedo, con paciencia los va acorralando poco a poco y se prepara para entrar a matar.
Boone oye sirenas a lo lejos. Viene la policía. ¿Llegará a tiempo? En medio de la oscuridad y la niebla, los tiradores se arriesgarán más de lo habitual, sabiendo que, probablemente, puedan huir entre la bruma y la confusión.
La cuestión es, entonces —piensa, mientras empuja hacia la arena a Petra y a Tammy y se tumba sobre ellas—, si dispondrá de tiempo para esperar la llegada de la caballería. La lluvia de balas que silban por encima de su cabeza lo hace decidirse. La policía llegará a tiempo para encontrar sus cadáveres, conque se tienen que mover.
Solo queda un lugar adonde ir.
El Marea Alta está sentado en The Sundowner, disfrutando de una «cerveza al final de una jornada de trabajo», que es la mejor cerveza que hay, salvo, tal vez, la ocasional «cerveza para desayunar en fin de semana» o la «cerveza después de una sesión de surf en una tarde calurosa».
Sin embargo, el Marea Alta prefiere la «cerveza al final de una jornada de trabajo», porque, como supervisor del Departamento de Obras Públicas de San Diego, su jornada de trabajo es larga e intensa. Josiah Pamavatuu, alias el Marea Alta, tiene mucho que hacer cuando se avecinan condiciones meteorológicas como aquellas. Tendrá equipos listos las veinticuatro horas del día, todos los días siguientes, y tendrá que seguirles la pista a todos, para comprobar que hacen su trabajo y que el agua sigue fluyendo bajo la ciudad.
Es mucha responsabilidad.
No pasa nada. El Marea Alta está capacitado para asumirla. Está disfrutando de su trago, cuando Eddie el Rojo entra y se sienta en un taburete a su lado.
—¿Qué hay, hermano? —pregunta Eddie.
—¿Qué hay?
—¿Te invito a una birra?
El Marea Alta sacude la cabeza.
—Tengo que conducir, hermano. Una sola antes de ir a casa con los niños.
—Bien hecho.
—¿Qué quieres, Eddie? —pregunta el Marea Alta.
—¿Qué pasa? ¿No puede uno tomarse una birra con un colega sin querer algo? —pregunta Eddie.
Alza un dedo, señala la cerveza del Marea Alta y el
barman
le trae una igual.
—Vayamos al grano, Eddie —dice el Marea Alta.
—Vale, al grano —dice Eddie—. Tu amiguete, Boone.
—¿Qué le pasa?
—Que está en una ola en la que no debería estar.
—Yo no le digo a Boone lo que tiene que surfear.
—Como amigo, deberías hacerlo —dice Eddie.
—¿Lo estás amenazando? —pregunta el Marea Alta.
El puño se le tensa alrededor de la jarra de cerveza.
—¡Qué va! —dice Eddie—. Intento echarle un cable, sacarlo del apuro. Está buscando a una
wahine
que está dando el coñazo. Si algunas personas encuentran a la churri primero, Boone queda fuera de la zona de impacto. No sé si me entiendes.
—Boone sabe cuidar de sí mismo —dice el Marea Alta.
Sin embargo, le preocupa que Eddie se lo haya planteado a él. Sabe que hay algo más.
No tiene que esperar mucho.
—Tienes un primo en Waikiki —dice Eddie—. Zeke.
Es cierto: como tantos samoanos, Zeke se trasladó a Hawai hace cinco años para hacer fortuna, pero no le fue bien.
—¿Qué pasa con él?
—Es adicto a las metanfetaminas.
—Dime algo que no sepa.
Zeke ha traído de cabeza a toda la familia. Su madre no puede dormir ni puede comer. Le suplicó al Marea Alta que fuera a verlo, que lo encarrilase, y el Marea Alta pidió la baja por enfermedad, voló a Honolulu, se sentó a su lado y trató de hacerlo entrar en razón. Consiguió que comenzara con rehabilitación. Zeke estuvo tres días y después volvió al crack. Lo último que supo de él era que dormía a la intemperie en el parque Waimalu. Solo era cuestión de tiempo que tomase una sobredosis o que algún otro adicto se lo cargase por diez pavos.
Las anfetas son una mierda.
—¿Qué me quieres decir? —pregunta el Marea Alta.
—Te digo que puedo hacer correr la voz —dice Eddie— y Zeke es tabú. Si ayudas a Boone a ver las cosas claras, a entregar a la chavala en la dirección correcta, ningún traficante de la isla le venderá nada a Zeke.