Los chalados del surf estaban muy lejos de la corriente dominante en Estados Unidos y, sin embargo, eran de lo más estadounidenses en su fe en la tecnología, porque algunos de aquellos muchachos eran los Edison estadounidenses, los hermanos Wright, los dinámicos emprendedores de proyectos imposibles, que siempre trataban de fabricar mejores tablas de surf. Aprovecharon toda la tecnología que había surgido de la Segunda Guerra Mundial: la aerodinámica, la hidráulica y, sobre todo, los nuevos materiales que habían aparecido y habían revolucionado el deporte. Bob Simmons en La Jolla y Hobie Alter en Dana Point inventaron la primera tabla práctica y ligera, fabricada con un material nuevo: el poliuretano. Con la llegada de la tabla de espuma, cualquiera podía surfear. No hacía falta ser un dios griego como George Freeth. Entonces cualquiera podía llevar una tabla a la playa y meterse en el agua.
Aquellas tablas ligeras podían hacer maniobras que resultaban imposibles con las antiguas tablas pesadas de madera. En lugar de subirse delante de la ola, el surfista podía cruzarse por delante, cambiar de sentido, retroceder…
La década de 1950 fue la época dorada del surf a lo largo de la 101.
Con sus tablas de madera clásicas, recorrían aquella autopista montones de leyendas de la hostia dispuestas a desafiar las olas, a rebasar los límites, buscando el próximo gran rompiente, cabalgar olas nuevas, aquel lugar secreto que los recién llegados no habían encontrado aún. Miki Dora, alias el
Gato
, Greg Noll, alias el
Toro
, y Phil Edwards, alias el
Chico del guayule
, surfeaban olas que nadie había surfeado jamás y como nadie lo había hecho antes. Edwards tenía quince años —¡era alucinante que solo tuviera quince años!— cuando salió al encuentro de la ola llamada «Killer Dana» y la remontó. Después se pasó todo el verano en la playa con su novia, asando patatas en una hoguera.
Vivía para surfear y surfeaba para vivir.
A lo largo de la 101.
«Debió de ser un paraíso en aquel entonces —piensa Boone, mientras la carretera desciende bruscamente hacia el mar, como un tobogán acuático, como si fuera a arrojarte al agua; pero entonces, en el último instante, gira a la derecha y se pega a la costa—. Un paraíso: tramos de playa extensos y solitarios con leyendas andando sobre las aguas.»
Conoce la historia del surf; se sabe todas las anécdotas; ha oído hablar del Gato, el Toro, el Chico del guayule y muchos más. Es imposible no conocerlos, si eres un surfista de verdad; es imposible no ver sus historias cada vez que pasas por aquella carretera, porque esa historia te rodea por todas partes.
Pasas justo al lado de la vieja tienda de Hobie, justo al lado del rompiente en el que Bob Simmons murió en una ola allá por 1954, al lado de San O, donde Dora y Edwards salían a surfear juntos y combinaron sus estilos para crear el surf moderno.
En aquella época dorada.
«Como todas las épocas doradas —piensa Boone, mientras gira otra vez a la derecha, atraviesa las vías del ferrocarril y empieza a subir a la vieja y famosa ciudad de playa de Del Mar—, tenía que acabar alguna vez.»
Lo que se cargó la época dorada fue su propio éxito.
Cuando la cultura de la autopista 101 se convirtió en la cultura propia de Estados Unidos.
Chiquilla
se estrenó en el cine en 1959 y con ella surgió un nuevo tipo de símbolo sexual: la «chica californiana». Lozana, bronceada, en biquini, fresca, sana y alegre. El título en inglés era
Gidget
, una mezcla de
girl
[chica] y
midget
[diminuta]. Se convirtió en el modelo de conducta para todas las chicas de Estados Unidos. Las chicas de Kansas y de Nebraska querían ser como ella, llevar biquini y recorrer los pueblos de la playa a lo largo de la autopista 101.
Chiquilla
fue la primera de una serie de películas sobre la playa, que habrían pasado sin pena ni gloria de no ser porque persisten las imágenes de Annette Funicello, exmiembro del Club de Mickey Mouse, que cambió las orejas de ratón por un biquini. En aquellas películas aparecían tíos bien parecidos como Frankie Avalon y chávalas impresionantes como Annette y contenían apenas una insinuación de sexo: en
Beach Blanket Bingo
, de 1965, jamás se revelaba lo que ocurría por encima ni por debajo de la manta. Por lo general había algún
beatnik
, con la boina y la perilla correspondientes, que daba vueltas por ahí tocando el bongó, y siempre aparecían los «chavales» bailando en la playa al ritmo de la música.
Música surfera.
En eso también tuvo mucho que ver la tecnología.
En 1962, la guitarra Fender desarrolló una caja de «resonancia» que producía el sonido fuerte, hueco y «húmedo» que se convirtió en el sello característico de la música surfera. Ese mismo año, el inmortal Dick Dale y los Del-Tones utilizaron la resonancia en
Misirlou
en la que aparecía la guitarra clásica de Dick Dale, que sonaba como una ola a punto de romper. The Chantays respondieron el mismo año con
Pipeline
.
En 1963, los Surfaris publicaron el primer éxito surfero nacional,
Wipe Out
, con su carcajada sarcástica y, a continuación, el famoso
riff
de percusión que todos los baterías adolescentes de Estados Unidos trataban de imitar, y así nació la moda de la música surfera. Boone heredó toda esta música de su viejo: aquellas viejas bandas surferas, como The Pyramids, The Marketts, The Sandals, The Astronauts, Eddie & the Showmen.
Claro que sí, y los Beach Boys.
¡Eran unos monstruos!
Gracias a los Beach Boys, los chavales de todo el mundo cantaban
Surfin’ Safari, Surfin’ U. S. A. y Surfer Girl
, imitaban un estilo de vida que nunca habían vivido y nombraban lugares en los que jamás habían estado, como Del Mar, Ventura County Line, Santa Cruz, Trestles, por todo Manhattan hasta Doheny… Swami’s, Pacific Palisades, San Onofre, Sunset, Redondo Beach, por todo La Jolla…
A lo largo de la autopista 101.
Boone no sabe la respuesta a aquella vieja pregunta de Ética de su primer año de universidad —si, sabiendo lo que sabes ahora, habrías estrangulado en su cuna al bebé Adolf Hitler—, pero tiene clara la respuesta para Brian Wilson: salpicarías su cerebrito de bebé por todo el moisés antes de dejarlo llegar al estudio de grabación y convertir la 101 en un aparcamiento.
A mediados de la década de 1960, cualquier pato mareao con un tocadiscos o una radio de transistores se ponía a surfear, se amontonaba en los rompientes y se apretujaba en las olas. A la gente que nunca había querido surfear le apetecía «el estilo de vida».
«Esa expresión que no quiere decir nada es una mezcolanza híbrida en sí misma —piensa Boone—. Estilo de vida: trata de ser las dos cosas y acaba por no ser ninguna. El estilo de vida, como la seudovida, es una mala imitación de algo que vale la pena vivir. Como si no quisieras la vida, sino solo el estilo.»
Conque se dirigieron al soleado sur de California y se jodió el invento.
¿Cómo era eso que cantaban los Eagles? «Si llamas "Paraíso” a un lugar, ya te puedes despedir de él.» Pues bien, adiós a la autopista 101. Tanta gente se trasladó a la costa del sur de California que lo increíble es que no se cayera al mar, aunque eso fue lo que pasó, en cierto modo: los promotores inmobiliarios levantaron complejos residenciales de apartamentos baratos y mal hechos en los acantilados por encima del mar, que ahora se deslizan hacia el agua como toboganes. Aquellos pequeños pueblos de playa crecieron hasta convertirse en grandes ciudades de playa, con suburbios y centros educativos, interminables centros comerciales con la misma mierda en cada uno de ellos.
Hasta había atascos —¡atascos!— en la 101.
Pero no eran de gente que quería ir a surfear —aunque en la actualidad puede costar encontrar sitio donde aparcar en algunos de los lugares para surfear más populares—, ¡sino de gente que viaja de aquí para allá para ir a trabajar!
La cuestión es que Boone se perdió la época dorada del surf. Calcula que posiblemente él comenzara durante la edad del bronce, aunque para él la 101 sigue siendo la autopista del cielo.
—Nunca he vivido la época dorada —le dijo a su padre un día—. Solo veo la época en la que vivo.
Todavía hay algunos días dorados a lo largo de la 101, sobre todo durante la semana, cuando la carretera está bastante despejada y las playas no están repletas, y la verdad es que aún se puede encontrar la playa vacía algunos días. Todavía puedes tener un rompiente solo para ti.
Y hay días en los que el trayecto por la 101 es tan hermoso que se te parte el corazón. Cuando miras por la ventanilla y el sol pinta obras maestras en el agua y las olas rompen en una sola línea blanca desde Cardiff hasta Carlsbad y el cielo es de un azul imposible y la gente juega al voleibol y tus hermanos surfistas están en el agua y se lo pasan bien, simplemente esperando para pillar una ola, y te das cuenta de que vives en un sueño.
O la recorres al anochecer, cuando el océano es dorado y el sol es una bola anaranjada de fuego, con los delfines que bailan en el rompiente. Entonces el sol se enrojece y se desliza poco a poco tras el horizonte y el océano se vuelve gris y después negro y te sientes un poco triste, porque aquel día ha llegado a su fin, aunque sabes que mañana volverá a comenzar.
La vida en la autopista 101.
Aquella es la carretera por la que circula Boone, siguiendo a Teddy a lo largo de la costa.
Boone tiene que estar muy concentrado cuando atraviesan Del Mar, porque hay montones de calles laterales por las que Teddy podría girar, aunque el doctor no gira hacia la playa ni hacia las colinas, sino que sigue por la calle principal en dirección norte, cruza el viejo puente sobre el río San Dieguito, pasa junto al famoso hipódromo viejo y atraviesa Edén Gardens y Solana Beach.
Entonces la carretera, la vieja autopista 101, circula paralela a las vías del ferrocarril, a la derecha, atraviesa el pueblo de Solana Beach y continúa hacia el tramo estrecho de costa de Cardiff, uno de los lugares del mundo que más agradan a Boone, donde la autopista bordea la playa y uno siente que, si saca la mano por la ventanilla del coche, llega a tocar el agua. Las cabrillas ya están creciendo en altura, aunque aquello no es nada en comparación con lo que llegarán a ser mañana a esta hora. Incluso desde la camioneta, oye como el océano se prepara para estallar, el gran oleaje empieza a adquirir cada vez más fuerza, con un latido intenso comparable con el suyo.
El gran oleaje.
La oportunidad para Sunny.
Una sola ola, una sola de esas olas inmensas, le puede cambiar la vida.
Con que consiga una sola foto estupenda, llegará a la red, a las revistas. Si obtiene el patrocinio que se ha estado esforzando por lograr, será su despegue. Viajará por todo el mundo, compitiendo en los torneos y en los certámenes de las grandes olas. Surfeará en Hawai, en Australia, en Indonesia: en todas partes.
—¿Dónde estabas? —pregunta Petra.
—¿Cómo?
—Que dónde estabas. Daba la impresión de que estabas a millones de kilómetros de aquí.
—Pues no. Pensaba en el trabajo.
Sin embargo, es consciente de que no tardarán en llegar a la vieja ciudad surfera de Encinitas y al espléndido rompiente llamado Shrink’s, donde, según algunos, están las mejores olas del sur de California, tal vez el lugar donde haya que estar cuando llegue el oleaje.
Si no estuviera trabajando, se detendría en el pequeño aparcamiento del acantilado y echaría un vistazo para ver cómo se forman las olas por allí.
«Pero no puedo —piensa—, porque tengo que seguir al doctor Tetazas para localizar a una estríper.»
Teddy atraviesa Leucadia, donde los grandes eucaliptos flanquean la carretera del lado de tierra y los moteles baratos, los puestos de hamburguesas y de tacos que sirven a los clientes desde el coche y las pequeñas tiendas ocupan el lado del mar.
«El lado del mar —piensa Boone—, o sea, Oceanside.»
«¿No es allí donde Mick Penner dijo que Teddy llevaba a Tammy para sus pequeñas matinés? Pues bien —piensa, mientras sigue a Teddy a través de Leucadia y por encima del puente sobre la laguna de Batiquitos hasta Carlsbad—, estamos yendo hacia Oceanside.»
La carretera vuelve a descender y flanquea el largo tramo de playa abierta, con el paseo a lo largo del rompeolas, y después tuerce a la derecha, hacia la aldea de Carlsbad, de falso estilo Tudor, con aquellos techos ingleses de tejas planas y delgadas. Hay por allí una tienda en la que se pueden comprar todo tipo de productos alimenticios ingleses y a Boone se le ocurre que se lo puede mencionar, pero después piensa que probablemente ella ya lo sepa, de modo que no dice nada.
La carretera vuelve a girar a la derecha, atraviesa la laguna de Buena Vista y los conduce a Oceanside.
«¡Cuidado!», piensa Boone.
Teddy gira a la derecha, hacia el este por la autopista 76, atraviesa todo el pueblo y llega hasta los suburbios y las urbanizaciones en los que viven muchos de los infantes de marina de Camp Pendleton; después gira a la izquierda hacia el campo.
«¿Adónde coño va?», se pregunta Boone.
Boone se rezaga un poco, porque por allí hay mucho menos tráfico.
Entonces Teddy gira a la derecha y se dirige hacia el interior.
«Pero ¿qué hace?», piensa Boone.
Ya no puede seguir mucho más allá. Aquel es uno de los pocos espacios medio rurales que quedan aún en la zona metropolitana del condado de San Diego, cerca de los fresales del viejo Sakagawa.
Aquellas granjas viejas se aferran al paisaje.
Salpican el mapa local como pequeños atolones, cada vez más reducidos, en el mar turbulento de la promoción inmobiliaria.
En San Diego, ávido de viviendas, se levantan edificios por todas partes. Las urbanizaciones, los complejos residenciales y los edificios de apartamentos están desplazando a los antiguos campos de flores, tomates y fresas. Junto con las urbanizaciones llegan los centros comerciales, los hipermercados para gente de más poder adquisitivo, los Starbucks, los Java Juice y los Rubio’s, los Von, los Albertsons y los Stater Bros.
El boom de la construcción, en otro tiempo una marea constante, aunque lenta, se transformó en un tsunami que inundó las pequeñas islas de las tierras de cultivo, que siguen allí, aunque cuesta más encontrarlas, sobre todo tan cerca de la costa. Más hacia el interior, a lo largo de la autopista 76, están los campos de aguacates de Fallbrook y después los extensos naranjales entre las laderas y los cañones. Más al sur, en las planicies del Carmel Valley y Rancho Peñasquitos, los pequeños campos libran una batalla lenta y perdida contra las urbanizaciones, rodeadas ya por nuevas construcciones espectaculares de millones de dólares, construidas en las mesetas, entre los cañones arbolados en los que los trabajadores ilegales viven en campamentos de tiendas improvisadas y chozas con techo de cinc.