—En realidad, no tengo respuesta para esa pregunta.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué no tiene respuesta?
Se produce un silencio prolongado y a continuación Teddy dice:
—En realidad, tampoco tengo respuesta para esta pregunta.
—Oiga, capullo —dice Johnny—. En el depósito de cadáveres hay una muerta que llevaba encima la identificación de una estríper que probablemente usted se cepilla. Ahora la auténtica Tammy Roddick ha desaparecido, el vehículo de Boone se parece a las secuencias sobre la guerra en Irak y me lo encuentro a usted en la habitación de Tammy, que sin duda ha preparado usted mismo. Entonces puede usted responder a mis preguntas en este entorno civilizado o puedo llevármelo a comisaría, dejarlo unas cuantas horas en una sala para interrogatorios hedionda y después ir a ver si ha podido aclararse las ideas.
Teddy se despeja un poco.
Lo malo es que aquello complica las cosas, porque parece como si de pronto recordara que es un cirujano muy cotizado y con contactos. Mira a Johnny y le dice con calma:
—No es ilegal que un médico vaya a ver a una paciente y no depende de mí que ella no estuviera aquí. En cuanto a la explosión de una camioneta…
—¿Cómo sabía que era una camioneta?
—No tengo la menor idea —dice Teddy— y así se lo explicaré a la hermosa esposa de su jefe, cuando la vea. Tiene una sonrisa preciosa, ¿no le parece? Y esos ojos…
—No la conozco.
—Será un placer para mí presentársela.
A la parte suicida de Johnny le encantaría ponerle las esposas a Teddy, llevarlo a comisaría y enseñarle la otra cara de la vida en San Diego, pero su faceta más racional sabe que sería inútil y contraproducente. En cinco minutos, Teddy dispondría de un abogado caro que se encargaría de dejarle claro que no tiene ningún motivo —absolutamente ninguno— para detener a su cliente. Conque Johnny se traga la pretenciosa ostentación de poder con respecto a la mujer de su jefe, junto con la dura realidad de ser poli en una ciudad en la que la riqueza convive con la pobreza extrema.
Johnny Banzai no es ingenuo ni idealista. Por lo general, acepta la vida como la encuentra y no pierde su tiempo ni su energía en luchar contra molinos de viento. Sin embargo, a veces cae en la cuenta de que, por ejemplo, si Teddy fuera mexicano, negro, filipino, samoano o, simplemente, un blanco viejo y pobre del sur, ya estaría en la parte trasera de su coche. Lo que pasa es que Teddy es rico y blanco y vive en La Jolla —también podría vivir en Del Mar, Rancho Santa Fe o Torrey Pines: da igual—, de modo que se zafa.
«Evidentemente —piensa Johnny—, si alguna vez la pasma se aprovecha de un tío blanco rico, será la primera vez. Hazte a la idea.»
Sin embargo, de vez en cuando le gustaría coger su placa, arrojarla al mar y reunirse con Boone en la playa, para no tener que seguir soportando más paridas de la gente guapa.
Entonces le dice:
—Doctor Cole, tengo motivos para creer que la vida de Tammy Roddick corre peligro inminente. Estoy tratando de encontrarla antes que los malos. Si sabe usted algo que me sirva de ayuda, convendría que me lo dijera ahora mismo.
—En realidad, no sé nada —dice Teddy.
—¿Puede usted regresar a su casa? —pregunta Johnny.
—Disponen de un coche de cortesía —dice Teddy.
—¿Con chófer? —pregunta Johnny, indicando el martini con la barbilla.
—Desde luego.
«Desde luego», piensa Johnny.
Boone se levanta a preparar otra taza de café.
Está hecho polvo —la paliza que le dieron en los fresales lo ha dejado dolorido— y la subida de adrenalina de la playa ha desaparecido hace rato. Su cuerpo pide a gritos una cama, pero tendrá que esperar hasta llevar a Tammy ante el tribunal, de modo que va a proveerse de más cafeína.
Petra se ha quedado roque.
Duerme como una bendita en el sofá y ronca un poquito.
Boone trata de hacer aflorar cierta indignación justificada ante la falsa acusación tácita de Sunny, pero no puede. La verdad es que se siente algo atraído por Pete y, si Sunny no hubiese llegado a su puerta en aquel momento, tal vez habría hecho algo al respecto.
La mira.
Dormida parece un ángel.
Sin embargo, lo cabrea que hubiese estado fisgando en su dormitorio, que hubiese mirado sus libros y hubiese sacado a la luz el asunto de Rain.
«¡Mujeres! —piensa—. Siempre es un error dejarlas entrar en tu espacio, porque merodean por todas partes, como los gatos, para ver si pueden apropiarse de él.»
De modo que está cabreado con ella, pero, al mismo tiempo, lo atrae.
«¿Cómo se explica? —se pregunta—. ¿Será eso de que los polos opuestos se atraen?»
Siempre pensó que se trataba de una de esas canciones horteras de Paula Abdul, incorporadas a un dibujo animado, pero allí está. Si, entre todas las mujeres del mundo entero, tuviera que escoger a una que no tuviera nada que ver con él, elegiría a Pete: ambiciosa, elitista, esnob, muy profesional, pendiente de la moda, peleona, agresiva, sarcástica, tocacojones, de gustos caros, entrometida…
Sin embargo, allí está.
¡Joder!
«Demasiado complicado para mí», piensa.
«Limítate a resolver este caso, lleva a Tammy Roddick a la sala y regresa a tiempo para aprovechar el gran oleaje. El mar es simple (no será fácil, pero es simple) y una ola es algo que sabes manejar.»
«Quédate en el agua y no salgas más.»
Pero no es tan sencillo, ¿verdad?
Una mujer ha muerto, hay un pederasta suelto y alguien ha de hacer algo con respecto a esas dos cosas. Dan Silver tiene que acabar a la sombra por el asesinato de Angela Hart —Johnny se pondrá a ello hasta que lo consiga— y Teddy Tetazas tiene que dar explicaciones por sus paseítos a
El barrio del señor Rogers
.
«Sin embargo, lo primero es lo primero», se dice Boone cuando el agua empieza a hervir. Retira la tetera del fuego antes de que silbe y despierte a Pete. Primero hay que pasar la noche; después, llevar a Tammy a testificar, y, a continuación, aclarar las ideas con las grandes olas.
Después te ocuparás de Dan y de Teddy.
Pues sí, salvo que…
Percibe el movimiento por el extremo de la ventana de la cocina.
Fuera, en el muelle.
Retira la cortina para ver mejor y los ve allí, moviéndose como gatos cazando de noche. Uno de ellos se acerca a lo largo de la barandilla del muelle, del lado de dentro, y otro, del otro lado. Boone cree distinguir dos más en el extremo del muelle, pero no está seguro.
Entonces oye pasar un Hummer lentamente por la calle.
Cuesta verlos bien en la oscuridad y la niebla, pero, por la manera de moverse, Boone se da cuenta de que son hawaianos.
Toca el brazo de Petra y la despierta.
Ella mira a su alrededor, sin saber dónde está.
—Ve al dormitorio —dice Boone—. Cierra la puerta con llave y túmbate en el suelo.
—¿Qué…?
—Presta atención a lo que te digo —dice Boone y, sorprendentemente, ella le hace caso—: si oyes disparos, coge a Tammy y salid por la ventana. Podréis nadar hasta la orilla sin problemas.
—De acuerdo —dice ella—. ¿Y tú…?
—Estaré bien —dice él—. Vete.
Espera hasta que ella se mete en el dormitorio y, cuando oye el clic de la cerradura, se acerca a la puerta de la cabaña, comprueba que tiene balas en la recámara y espera.
«Marea Alta —piensa—, ¿qué te habrá ofrecido Eddie?»
El amor es una putada.
Te hace hacer gilipolleces que uno jamás pensaba que podría hacer.
Y de repente las hace.
En el caso de Teddy Cole, lo hace regresar a su casa en el coche con chófer, ir al garaje en lugar de meterse en la vivienda, sacar otro de sus Mercedes y dirigirse directamente a los fresales. Sabe que no la encontrará allí por la noche —nunca está allí por la noche—, pero no se le ocurre nada mejor y decide probar fortuna.
El amor es una putada.
Desde el asiento trasero del Hummer, Eddie el Rojo observa a los hombres que avanzan por el muelle hacia la casita de Boone. Distingue a otros dos cerca de la entrada del muelle y sabe que, por cada uno que ve, es probable que haya dos a los que no alcance a ver.
Siente un profundo respeto por los samoanos que protegen al colegui Boone de todo mal. Son buenos en lo suyo.
Respeta también a Josiah Pamawatuu.
El tío se pasó al otro bando. Lo lamenta por su primo adicto a las metanfetaminas, desde luego, pero habla bien de él. De todos modos, para el grandullón va a ser jodido, porque para los samoanos la familia es fundamental.
Boone Daniels es de ascendencia australiana… Uno no puede matar a los kanaka.
En realidad, Eddie sintió un gran alivio cuando le dieron la noticia de que Boone no se había achicharrado. Es una bendición. El que es una maldición es Dan Silver, que está cagado.
—Testifica mañana —dice Dan—. Lo ha visto todo. Nos matará.
Eddie el Rojo inhala la hierba que le penetra hasta el fondo de los pulmones, aguanta la respiración mientras cuenta hasta tres y después exhala. Le pasa el porro a Dan y canturrea:
—Oh, Danny Boy, las luces, las luces brillan. Relájate, Daniel Spaniel.
—Relájate tú —responde Dan con brusquedad y sacude la cabeza para rechazar el canuto.
Eddie el Rojo se encoge de hombros:
—Eso haré.
Relajarse y pensar.
La relajación —Eddie el Rojo lo sabe bien— es la condición
sine qua non
para pensar con eficiencia. No tiene sentido ponerse como una moto, porque cortas el flujo de sangre al cerebro precisamente cuando más lo necesitas, conque da otra calada para que la hierba estimule su capacidad intelectual y entonces llega a una conclusión.
Eddie se vuelve hacia Dan Silver y le dice:
—Lo lamento, tío, pero lo tienes chungo.
Danny se resiste a aceptarlo:
—¿Me estás diciendo que tus hombres no pueden cargarse a un puñado de pandilleros samoanos?
El Hummer está lleno de
huis
muy
mokes
y otro coche, también repleto de músculos, aguarda a tan solo una manzana de distancia. Sin duda, podrían hacer mucho daño a los samoanos y abrirse paso a golpes hasta el chabolo del colegui Boone y Eddie lo sabe. Lo que pasa es que lo último que querría hacer Eddie es desencadenar una guerra transoceánica.
Porque eso es lo que sería, además. Si permitiese que uno de aquellos samoanos recibiera un rasguño, comenzaría una enemistad mortal entre familias, con la obligación de buscar venganza. Entonces los samoanos se cargarían a un hawaiano y Eddie tendría que responder y sería el cuento de nunca acabar. Además, no ocurriría solo allí, sino que, en un santiamén, repercutiría en Honolulu, donde habría bronca, y en Pago Pago también. Quedaría totalmente fuera de control, produciría muchísimos sinsabores y afectaría el negocio.
Y lo que más preocupa a Eddie es el negocio.
«Sí, señor: el tío ese, el Marea Alta, ha sido astuto —piensa Eddie—. Se lo pensó bien y colocó una pantalla de ohana en torno a su amigo Boone, sabiendo que yo jamás la atacaría.»
«Tú ganas este round, Marea Alta.»
—Lo siento, tío —dice a Dan—, pero paso.
—Ese putón verbenero va a testificar por la mañana —dice Dan— y quién sabe lo que dirá la muy bocazas.
—Esperemos que se limite a hablar del asado que hiciste en ese almacén tuyo de mierda —dice Eddie.
Porque Dan lo ha metido en un atolladero, al dejar que su
wahine
viera cosas que no debería haber visto y, además, en el peor momento: mañana por la noche tiene que llegarle un envío y no quiere que las descuidadas prácticas comerciales de Dan llamen la atención hacia esa parte de su negocio.
—Por eso te lo digo —dice Dan—. Entremos y cojámosla ahora.
Eddie sacude la cabeza. No puede ser. No solo estorban los samoanos, sino que también hay que tener en cuenta a Boone. Es impensable que Boone se haga a un lado y permita que Danny borre a la chavala del mapa. Eddie ya se lo ha dicho a sus muchachos:
—Si podéis despachar a la
wahine
de un tiro, adelante, pero más vale que a Boone Daniels no le ocurra nada, absolutamente nada.
Ahora no va a ocurrir nada en absoluto.
Al menos de momento.
—Entonces, ¿qué se supone que tengo que hacer? —pregunta Dan.
—Trata de usar la cabeza, para variar —dice Eddie.
Suena su teléfono móvil.
—¿Qué pasa?
—Madero a la vista —le dice uno de sus muchachos desde el otro coche—. Uno solo, un japo.
—Es hora de que nos vayamos con la música a otra parte —dice Eddie.
El Hummer se aleja.
Johnny distingue enseguida a los pandilleros samoanos.
Son los Amos de Samoa de Oceanside: la vieja pandilla del Marea Alta.
¡Qué interesante! ¿Qué coño tendrá que ver el Marea Alta con todo esto?
Johnny se dirige a uno de los chavales:
—Llama a tu
matai
. Dile que Johnny Banzai quiere pasar y que no está de humor para gilipolleces.
El chaval llama por teléfono, habla un instante en samoano, mira a Johnny con hostilidad manifiesta y dice:
—Pasa.
—Muchas gracias.
Johnny recorre el muelle, llega hasta la casita de Boone y aporrea la puerta:
—Boone, ¡abre la puta puerta! ¡Soy Johnny!
Boone abre la puerta.
—¡Eres tonto de las narices! —dice Johnny.
—No te lo discuto.
—Había un montonazo de gente preocupada por ti, Boone —dice Johnny—. Pensé que iba a tener que organizar un
paddle-out
por ti. Podrías haber llamado a tus amigos para decirles que estabas bien.
—Estoy bien.
—¿Sabe Sunny —pregunta Johnny— que no tiene que llorar tu muerte?
—Lo sabe.
—Supongo que se lo habrá dicho el Marea Alta, ¿no? —dice Johnny y hace un gesto general hacia los pandilleros, que parecen haberse fundido con el paisaje.
—¿Qué quieres decir?
—Tienes a los Amos de Samoa como guardaespaldas —dice Johnny.
—Y yo que pensaba que eran hawaianos —dice Boone y se siente un estúpido y un ingrato, por haber pensado que el Marea Alta lo había vendido.
—Para mí también son todos ¡guales —dice Johnny—. ¿Puedo entrar, Boone? ¿O vas a dejar fuera a todos tus amigos, con el frío que hace?