—Sí —dijo Corso—. O con el diablo.
Cruzó la calle hasta la librería de enfrente. En la puerta, protegidos por un toldo, montones de volúmenes se apilaban sobre tablas apoyadas en caballetes. La chica seguía allí, curioseando entre los libros y los mazos de estampas y tarjetas postales antiguas. Estaba a contraluz con el sol sobre los hombros, dorándole el cabello en la nuca y las sienes. No interrumpió su tarea al llegar él.
—¿Cuál escogerías tú? —preguntó. Dudaba entre una postal sepia en la que se abrazaban Tristán e Isolda, y otra con
El buscador de estampas
de Daumier: las sostenía ante sí con aire indeciso.
—Llévate las dos —sugirió Corso, viendo por el rabillo del ojo que otro cliente se detenía ante el tenderete y alargaba la mano hacia un grueso fajo de postales sujetas con una goma. Disparó el brazo con reflejo de cazador para arrebatarle el paquete casi entre los dedos. Se puso a revisar el botín mientras oía la voz del otro alejarse mascullando, y encontró varias estampas de tema napoleónico; María Luisa emperatriz, la familia Bonaparte, la muerte del Emperador y la última victoria: un lancero polaco y dos húsares a caballo ante la catedral de Reims, durante la campaña de Francia de 1814, agitando banderas arrebatadas al enemigo. Tras dudar un instante añadió al mariscal Ney en gran uniforme y un Wellington anciano, posando para la Historia. Afortunado y viejo cabrón.
La chica eligió algunas postales más. Sus manos largas y morenas se movían con seguridad entre las cartulinas y el ajado papel impreso: retratos de Robespierre y Saint-Just, y una elegante efigie de Richelieu en hábito de cardenal, llevando al cuello el cordón con la Orden del Espíritu Santo.
—Muy oportuno —apuntó Corso, ácido.
Ella no respondió. Se movía hacia una pila de libros y el sol resbalaba sobre sus hombros, envolviendo a Corso en niebla dorada. Entornó los ojos, deslumbrado, y cuando; los abrió de nuevo la chica le mostraba un grueso volumen en cuarto que había puesto aparte.
—¿Qué te parece?
Echó un vistazo:
Los tres mosqueteros
con las ilustraciones originales de Leloir, encuadernado en tela y piel, buen estado. Cuando la miró otra vez comprobó que sonreía con un extremo de la boca, fijos en él los ojos, a la espera.
—Bonita edición —se limitó a decir—. ¿Tienes el propósito de leer eso?
—Claro que sí. Procura no contarme el final.
Se rió Corso bajito, sin ganas.
—Eso quisiera yo —dijo mientras reordenaba los mazos de postales—. Poder contarte el final.
—Tengo un regalo para ti —dijo la chica.
Caminaban por la orilla izquierda junto a los tenderetes de los buquinistas, entre grabados colgando en sus fundas de plástico y celofán, y los libros de segunda mano alineados sobre el pretil del río. Un
bateau-mouche
navegaba despacio corriente arriba, a punto de hundirse bajo el peso de unos cinco mil japoneses, calculó Corso, y otras tantas videocámaras Sony. Al otro lado de la calle, tras el cristal de sus exclusivos escaparates con pegatinas Visa y American Express, engolados anticuarios oteaban con disimulo el horizonte a la espera de un kuwaití, un estraperlista ruso o un ministro ecuatoguineano a quien colocar el bidet —porcelana decorada, Sévres— de Eugenia Grandet. Pronunciando, por supuesto, todas las oes con riguroso acento circunflejo.
—No me gustan los regalos —murmuró Corso, hosco—. Una vez unos tipos aceptaron cierto caballo de madera. Artesanía aquea, ponía en la etiqueta. Los muy cretinos.
—¿No hubo disidentes?
—Uno, con sus niños. Pero salieron varios bichos del mar, haciendo con ellos un estupendo grupo escultórico. Helenístico, creo recordar. Escuela de Rodas. En aquel tiempo los dioses eran demasiado parciales.
—Siempre lo fueron —la chica miraba el agua turbia del río como si arrastrase recuerdos. Corso la vio sonreír, reflexiva y ausente—. Jamás conocí un dios imparcial. Ni un diablo —se volvió hacia él de forma inesperada; sus anteriores pensamientos parecían haberse ido corriente abajo—. ¿Crees en el diablo, Corso?
La miró con atención, mas el río había arrastrado también las imágenes que segundos antes poblaron aquellos ojos. Ya sólo había allí verde líquido, y luz.
—Creo en la estupidez y en la ignorancia —le sonrió a la chica con aire cansado—. Y creo que el mejor navajazo es el que se da aquí, ¿ves? —señaló su propia ingle—. En la femoral. Cuando lo están abrazando a uno.
—¿Qué temes, Corso? ¿Que te abrace?… ¿Que el cielo te caiga sobre la cabeza?
—Temo a los caballos de madera, a la ginebra barata y a las chicas guapas. Sobre todo cuando traen regalos. Y cuando usan el nombre de la mujer que derrotó a Sherlock Holmes.
Habían seguido caminando, y se hallaban sobre las planchas de madera del Pont des Arts. La joven se detuvo, apoyándose en la barandilla metálica junto a un pintor callejero que exponía minúsculas acuarelas.
—Me gusta este puente —dijo—. No pasan coches. Sólo parejas de enamorados, viejecitas con sombrero, gente ociosa. Es un puente con absoluta ausencia de sentido práctico.
Corso no respondió. Miraba las gabarras que pasaban, mástiles abatidos, entre los pilares que sostenían la estructura de hierro. En otro tiempo los pasos de Nikon sonaron en aquel puente junto a los suyos. La recordaba deteniéndose también junto a un vendedor de acuarelas, quizás el mismo, arrugada la nariz porque el fotómetro no estaba a sus anchas con la luz diagonal, excesiva, que incidía sobre la aguja y las torres de Notre-Dame. Habían comprado
foie-gras
y una botella de Borgoña que más tarde fue su cena en la habitación del hotel, en la cama y a la luz de la pantalla del televisor donde se desarrollaba uno de esos debates con mucho público y muchas palabras a que tan aficionados son los franceses. Antes de eso, en el puente, Nikon le hizo una foto a escondidas; se lo confesó mientras masticaba una rebanada de pan con
foie-gras
, húmedos los labios de Borgoña y acariciándole el costado con un pie desnudo. Sé que no te gusta, Lucas Corso, te fastidias, tú de perfil en el puente mirando las gabarras que pasaban debajo, casi logré sacarte guapo esta vez, hijo de la gran puta. Nikon era judía de ojos grandes, askenazi, con padre número 77.843 de Treblinka, salvado por la campana en el último
round
;y cuando en la tele salían soldados israelíes invadiendo algo encima de tanques enormes, ella saltaba de la cama, desnuda, para darle besos a la pantalla con los ojos húmedos de lágrimas, susurrando
«Shalom, Shalom»
con el tono de una caricia, el mismo que usaba al pronunciar el nombre de pila de Corso hasta que, un día,dejó de hacerlo. Nikon. Él nunca llegó a ver aquella foto, apoyado en el Pont des Arts, mirando las gabarras navegar bajo los arcos, de perfil, casi guapo esta vez, hijo de la gran puta.
Cuando levantó la mirada Nikon se había ido. Otra chica estaba junto a él. Alta, de piel atezada, el pelo de muchacho y unos ojos color uva recién lavada, casi transparentes. Durante un segundo parpadeó, confuso, dejando que todo recobrase sus límites. El presente trazó una línea neta como un corte de bisturí, y Corso, de perfil, en blanco y negro —Nikon siempre trabajaba en blanco y negro—, cayó ondulando al río y se fue corriente abajo, entre las hojas de los árboles y la mierda que soltaban las gabarras y los desagües. Ahora, la chica que ya no era Nikon tenía en las manos un librito encuadernado en piel. Y se lo ofrecía.
—Espero que te guste.
El diablo enamorado
, de Jacques Cazotte, impresión de 1878. Al abrirlo, Corso reconoció los grabados de la primera edición en apéndice facsimilar: Alvaro en el círculo mágico ante el diablo que pregunta
¿Che vuoi?
, Biondetta que desenreda su cabellera con los dedos, el hermoso paje al teclado del clavecín… Se detuvo al azar en una página:
… El hombre salió de un puñado de barro y agua. ¿Por qué una mujer no habría de estar hecha de rocío, vapores terrestres y rayos de luz, de los condensados residuos de un arco iris? ¿Dónde reside lo posible…? ¿Dónde lo imposible?
Cerró el libro y alzó los ojos, encontrando los de la joven, que sonreían. Abajo, en el agua, la luz reverberaba en la estela de una embarcación, y trazos luminosos se movían por su piel como el reflejo de las facetas de un diamante.
—Residuos del arco iris —citó Corso—… ¿Qué sabes tú de eso?
La chica se pasó una mano por el cabello y levantó el rostro hacia el sol, entornando los párpados bajo el resplandor. Todo era luz en ella: el reflejo del río, la claridad de la mañana, las dos rendijas verdes entre sus pestañas oscuras.
—Sé lo que me contaron hace tiempo… El arco iris es el puente que va de la tierra al cielo. Se hará pedazos en el fin del mundo, después que el diablo lo cruce a caballo.
—No está mal. ¿Te lo dijo tu abuela?
Negó con la cabeza. Ahora miraba de nuevo a Corso, absorta y grave.
—Se lo oí contar a Bileto, un amigo —al pronunciar el nombre se detuvo un instante para fruncir el ceño, con ternura de niña que revelara un secreto—. Le gustan los caballos y el vino, y es el tipo más optimista que conozco… ¡Aún espera volver al cielo!
Terminaron de cruzar el puente. Corso se sentía extrañamente vigilado de lejos por las gárgolas de Nôtre-Dame. Eran falsas, por supuesto, como tantas otras cosas. No estaban allí con sus muecas infernales, los cuernos ni las pensativas barbas de chivo cuando honrados maestros constructores bebieron un vaso de aguardiente y miraron hacia lo alto, sudorosos y satisfechos. Ni cuando Quasimodo rumiaba por los campanarios su desgraciado amor por la gitana Esmeralda. Pero después de Charles Laughton ligado a ellas por su fealdad de celuloide, o Gina Lollobrigida —segunda versión, technicolor, habría matizado Nikon— ejecutada a su sombra en la plaza, resultaba difícil considerar aquello sin tan siniestros centinelas neomedievales. Corso imaginó la perspectiva, a vista de pájaro: el Pont Neuf y más allá, estrecho y oscuro en la mañana luminosa, el Pont des Arts sobre la cinta verdegris del río, con dos minúsculas figurillas que se movían de forma imperceptible hacia la orilla derecha. Puentes y arco iris con negras gabarras de Caronte navegando despacio, bajo los pilares y bóvedas de piedra. El mundo está lleno de orillas y de ríos que corren entre una y otra, de hombres y mujeres que cruzan puentes o vados sin percatarse de las consecuencias del acto, sin mirar atrás o bajo sus pies, sin moneda suelta para el barquero.
Salieron frente al Louvre, deteniéndose en un semáforo antes de cruzar. Corso se acomodó la correa de la bolsa de lona en el hombro mientras echaba una ojeada, distraído, a izquierda y derecha. El tráfico era intenso, y casualmente fue a fijarse en uno de los automóviles que pasaban en ese momento. Entonces se quedó tan de piedra como las gárgolas de la catedral.
—¿Qué ocurre? —preguntó la chica cuando el semáforo cambió a verde y vio que Corso no se movía—… ¡Parece que hayas visto un fantasma!
Lo había visto. Pero no uno, sino dos. Estaban en la parte de atrás de un taxi que ya se alejaba, ocupados en animada conversación, y no llegaron a reparar en Corso. La mujer era rubia y muy atractiva; la reconoció en el acto a pesar del sombrero con medio velo que le cubría los ojos: Liana Taillefer. Junto a ella, el brazo extendido en torno a sus hombros, ofreciendo su mejor perfil mientras se acariciaba con un dedo coqueto la barba rizada, iba Flavio La Ponte.
Sospechaban de él que no tenía corazón.
(R. Sabatini.
Scaramouche
)
Corso era de esos individuos que poseen una rara virtud: son capaces de encontrar aliados incondicionales en el acto, a cambio de una propina o una simple sonrisa. Ya vimos antes que había algo en él —su torpeza calculada a medias, la mueca resabiada y simpática, conejil, el aire ausente y desvalido que no lo era enabsoluto— que ponía al interlocutor de su parte. Ése fue el caso de algunos de nosotros, al conocerlo. Y también el de Grüber, conserje del Louvre Concorde, a quien Corso trataba desde quince años atrás. Grüber era seco e imperturbable, con el cogote rapado y una permanente expresión de jugador de poker en las comisuras de la boca. Durante la retirada de 1944, cuando era un voluntario croata de dieciséis años en la 18ª. Panzergrenadierdivision
Horst Wessel
, una bala rusa le había tocado la columna, dejándole una cruz de hierro de segunda clase y tres vértebras rígidas para toda la vida. Ahí estaba la causa de que se moviera tras el mostrador de recepción envarado y tieso, igual que si le sostuviera el torso un corsé de acero.
—Necesito un favor, Grüber.
—A sus órdenes.
Casi escuchó un taconazo al cuadrarse el conserje. La impecable chaqueta color burdeos con llaves doradas en las solapas acentuaba el aire militar del viejo exiliado, muy del gusto de los clientes centroeuropeos que, tras el derrumbe del comunismo y la división de las hordas eslavas, llegaban a París mirando de reojo los Campos Elíseos y soñando con el Cuarto Reich.
—La Ponte, Flavio. Nacionalidad española. También Herrero, Liana; aunque puede registrarse como Taillefer o De Taillefer… Quiero saber si están en un hotel de la ciudad.
Escribió los nombres en una tarjeta, y al entregársela a Grüber añadió quinientos francos. Corso siempre daba propinas o sobornaba a la gente con una especie de encogimiento de hombros, algo del tipo hoy por ti mañana por mí, que convertía su gesto en una forma de intercambio amistoso, casi cómplice, donde resultaba difícil establecer quién hacía el servicio a quién. Grüber, que ante españoles de Eurocolor Iberia, italianos de corbatas infames y norteamericanos con bolsita de la TWA y gorra de béisbol murmuraba un cortés
merci m’sieu
al recibir diez miserables francos, deslizó el billete en un bolsillo sin pestañear ni dar las gracias, con elegante movimiento semicircular de la mano y su característica gravedad de croupier impasible, reservada a los pocos que, como Corso, aún conocían las reglas del juego. Para Grüber, que aprendió el oficio cuando un cliente sabía enarcar una ceja para hacerse entender por los empleados, la querida y vieja Europa de los hoteles internacionales empezaba a reducirse a unos escasos iniciados.
—¿El señor y la señora se alojan juntos?
—No lo sé —Corso perfiló una mueca; imaginaba a La Ponte saliendo del cuarto de baño con albornoz bordado y a la viuda Taillefer recostada en la colcha, en camisón de seda—. Pero también me interesa ese detalle.