—¿Conoces a Rochefort?
—¿Rochefort?
—O como se llame. Un tipo moreno, con una cicatriz. Estuvo anoche rondando por aquí —a medida que hablaba, Corso tenía conciencia de lo estúpido que era todo aquello. Terminó con una mueca incrédula, dudando de sus propios recuerdos—. Incluso hablé con él.
La joven volvió a negar con la cabeza, sin apartar los ojos del estanque.
—No lo conozco.
—¿Qué haces aquí, entonces?
—Cuido de usted.
Corso miró las puntas de sus zapatos, frotándose las manos entumecidas. El canturreo del agua en el estanque empezaba a irritarlo. Se llevó los dedos a la boca para dar una última chupada al cigarrillo, cuya brasa estaba a punto de quemarle los labios. El sabor era amargo.
—Tú estás loca, chiquilla.
Arrojó el resto del cigarrillo, mirando el humo que se disipaba ante sus ojos.
—Como una cabra —añadió.
Ella seguía en silencio. Al cabo de un momento, Corso extrajo del bolsillo la petaca de ginebra y bebió un trago, sin ofrecerle. Después la miró de nuevo.
—¿Dónde está Fargas?
Tardó un poco en responder; su mirada seguía absorta, perdida. Por fin hizo un gesto con el mentón.
—Ahí.
Corso siguió la dirección de su mirada. En el estanque, bajo el hilo de agua que salía por la boca del angelote mutilado de ojos vacíos, la silueta imprecisa de un cuerpo humano flotaba boca abajo entre las plantas acuáticas y las hojas muertas.
—Amigo mío —dijo gravemente Athos—. Recordad que los muertos son los únicos con los que no se expone uno a tropezar de nuevo sobre la tierra.
(A. Dumas.
Los tres mosqueteros
)
Lucas Corso pidió una segunda ginebra recostándose, complacido, en el respaldo de la silla de mimbre. Se estaba bien al sol en la terraza, dentro del rectángulo de claridad que enmarcaba las mesas del café Atlas, en la Rue De Buci. Era una de esas mañanas luminosas y frías, cuando la orilla izquierda del Sena hormiguea de samurais desorientados, anglosajones con zapatillas deportivas y billetes de metro entre las páginas de un libro de Hemingway, damas con cestas llenas de
baguettes
y lechugas, y esbeltas galeristas de nariz quiroplástica rumbo al café de su pausa laboral. Una joven muy atractiva miraba el escaparate de una charcutería de lujo, del brazo de un caballero maduro y apuesto, con pinta de anticuario, o de rufián; o quizá se tratara de ambas cosas a la vez. Había también una Harley Davidson con los cromados relucientes, un foxterrier de mal humor atado en la puerta de una tienda de vinos caros, un joven con trenzas de húsar que tocaba la flauta dulce en la puerta de una
boutique
. Y en la mesa contigua a la de Corso, una pareja de africanos muy bien vestidos que se besaban en la boca sin prisas, como si tuvieran todo el tiempo del mundo y el descontrol nuclear, el sida, la capa de ozono, fuesen anécdotas sin importancia en aquella mañana de sol parisién.
La vio aparecer al extremo de la calle Mazarino, doblando la esquina hacia el café donde él aguardaba; con su aspecto de chico, la trenca abierta sobre los tejanos, los ojos como dos señales luminosas en el rostro atezado, visibles en la distancia, entre la gente, bajo el resplandor de sol que desbordaba la calle. Endiabladamente bonita, habría dicho sin duda Flavio La Ponte carraspeando mientras ofrecía su perfil bueno, aquel donde la barba era un poco más espesa y rizada. Pero Corso no era La Ponte, así que ni dijo ni pensó nada. Se limitó a mirar con hostilidad al camarero que en ese momento depositaba la copa de ginebra sobre su mesa —
pas d’Bols, m’sieu
— y a ponerle en la mano el precio exacto que marcaba el ticket — servicio
compris
, muchacho— antes de seguir viendo acercarse a la chica. En lo que a ese género de cosas se refería, Nikon le había dejado ya en el estómago un boquete del tamaño de un escopetazo de postas. Y era suficiente. Tampoco estaba muy seguro Corso de tener un perfil mejor que otro, o haberlo tenido nunca. Y maldito lo que le importaba.
Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo. Su gesto convirtió la calle en una sucesión de contornos difuminados, de siluetas con rostro impreciso. Una de ellas seguía destacándose entre las otras, y a medida que se acercaba se perfiló cada vez más, aunque sin llegar nunca a la nitidez: cabello corto, piernas largas, zapatillas blancas de tenis adquirieron contornos propios en un costoso e imperfecto enfoque cuando llegó hasta él, sentándose en la silla libre.
—He visto la tienda. Está a un par de manzanas de aquí.
Se puso las gafas y la miró, sin responder. Habían viajado juntos desde Lisboa. El viejo Dumas habría escrito
a uña de caballo
para describir el modo en que abandonaron Sintra camino del aeropuerto. Desde allí, veinte minutos antes de la salida del avión, Corso telefoneó a Amílcar Pinto para contarle el punto final a los tormentos bibliográficos de Victor Fargas y la cancelación del plan previsto. En cuanto al dinero acordado, Pinto iba a cobrar igual, a cuenta de las molestias. Pese a la sorpresa —la llamada telefónica acababa de sacarlo de la cama—, el portugués reaccionó bastante bien, con términos de no sé a qué estás jugando, Corso, pero tú y yo no nos vimos anoche en Sintra; ni anoche ni nunca. A pesar de todo prometió hacer averiguaciones discretas sobre la muerte de Victor Fargas. Eso cuando se enterase de modo oficial; de momento no se daba por enterado absolutamente de nada, ni la menor gana que tenía. En cuanto a la autopsia del bibliófilo, ya podía Corso rezar para que los forenses dictaminasen suicidio. Por si acaso, y respecto al prójimo de la cicatriz, iba a deslizar su descripción como sospechoso en los servicios pertinentes. Seguirían en contacto por teléfono, y le recomendaba encarecidamente no visitar Portugal en una larga temporada. Ah, y una última cosa —añadió Pinto cuando ya los altavoces anunciaban la salida del vuelo a París— La próxima vez, antes de complicar a un amigo en eventuales homicidios, Corso podía recurrir a la madre que lo parió. El teléfono se tragaba el último escudo, y el cazador de libros formuló una apresurada protesta de inocencia. Claro que sí, concedió el policía. Eso dicen todos.
La chica esperaba en la sala de embarque. Para sorpresa del aturdido Corso, cuya capacidad para atar cabos quedaba ese día muy por debajo del número de éstos que por todas partes aparecían sueltos, había desplegado una eficiente actividad que los instaló a ambos, sin contratiempos, a bordo del avión. «Acabo de heredar», fue su respuesta cuando, al verla pagar otro billete para el mismo vuelo, Corso hizo un par de rencorosas reflexiones sobre la escasez de recursos que hasta ese momento le había atribuido. Después, durante las dos horas que duró el trayecto Lisboa-París, ella se negó a responder cuantas preguntas fue capaz de formular. Cada cosa a su tiempo, se limitaba a decir, mirando a Corso fugazmente, casi a hurtadillas, antes de ensimismarse en las nubes que el avión dejaba atrás, bajo la estela de condensación del aire frío en las alas. Después se había dormido, o fingido hacerlo, con la cabeza sobre su hombro. Por el ritmo de la respiración, Corso comprendió que seguía despierta; el sueño aparente sólo era un recurso de circunstancias para eludir preguntas que no estaba dispuesta, o autorizada, a contestar.
Cualquier otro, en su lugar, habría roto la baraja con los zarandeos y la rudeza apropiadas. Pero él era un lobo paciente, bien adiestrado, con reflejos e instinto de cazador. Después de todo, en la chica estaba su única conexión real, moviéndose como lo hacía en un entorno novelesco, injustificable, irreal. Además, a semejantes alturas del guión había asumido por completo el carácter del lector cualificado y protagonista, que alguien, quien tejiese nudos al otro lado del tapiz, en el envés de la trama, parecía proponer con un guiño que —eso no estaba claro— podía ser despectivo, o cómplice.
—Alguien me la está jugando —había dicho Corso en voz alta, a nueve mil metros de altura sobre el golfo de Vizcaya. Luego miró de soslayo a la chica, aguardando una reacción o una respuesta, pero ella permanecía inmóvil, con la respiración pausada, durmiendo de verdad o sin oír el comentario. Molesto por su silencio, retiró el hombro; la cabeza vaciló un instante en el vacío. Después la vio suspirar y acomodarse de nuevo, esta vez contra la ventanilla.
—Claro que te la están jugando —dijo por fin soñolienta y despectiva, aún con los ojos cerrados—. Cualquier tonto se daría cuenta.
—¿Qué le ocurrió a Fargas?
No respondió en seguida. Por el rabillo del ojo comprobó que parpadeaba, absorta la mirada en el respaldo que tenía delante.
—Ya lo viste —dijo, al cabo de un momento—. Se ahogó. —¿Quién lo hizo?
Movió la cabeza despacio, a uno y otro lado, para quedarse mirando al exterior. Su mano izquierda, fina y morena, con las uñas cortas y sin barniz, se deslizaba despacio por el brazo del asiento. El gesto se detuvo al final, como si los dedos hubiesen tocado un objeto invisible.
—Eso no importa.
Corso torció la boca; parecía que fuera a reír, pero no lo hizo. Se limitó a enseñar un colmillo.
—A mí sí me importa. Y mucho.
La chica se encogió de hombros. No les importaban las mismas cosas, dijo aquel gesto. O no en el mismo orden.
Insistió Corso:
—¿Cuál es tu papel en esta historia?
—Ya lo dije. Cuidar de ti.
Se había vuelto hacia él, mirándolo con tanta firmeza como evasiva se mostraba un momento atrás. Movía otra vez la mano sobre el brazo del asiento, cual si intentase salvar la distancia que la separaba de Corso. Toda ella estaba demasiado cerca, y el cazador de libros retrocedió por instinto, incómodo y un poco desconcertado. En el agujero de su estómago, sobre la huella de Nikon, oscuras sensaciones olvidadas se removían, inquietas. El dolor retornaba suavemente con la sensación de vacío mientras los ojos de la chica, mudos y sin memoria, reflejaban viejos fantasmas que el cazador de libros sentía aflorarle a la piel.
—¿Quién te manda?
Las pestañas se abatieron sobre los iris líquidos, y fue como si hubieran pasado una página sobre ellos. Ya no había nada allí; sólo vacío. La chica arrugaba la nariz, irritada.
—Me aburres, Corso.
Se volvió hacia la ventanilla para mirar el paisaje. La gran mancha azul moteada de minúsculas hebras blancas parecía quebrarse a lo lejos, en una línea amarilla y ocre. Tierra a la vista. Francia. Próxima estación, París. O próximo capítulo, a continuar en el siguiente número. Final espada en alto, con misterio incluido; un recurso de folletín romántico. Pensó en la Quinta da Soledade: el agua manando de la fuente, el estanque, el cuerpo de Fargas entre las plantas acuáticas y las hojas caídas. Aquello le produjo tanto calor que se removió en el asiento, molesto. Se sentía, con toda razón, un hombre en fuga. Absurdo, de todos modos; más que huir por propia voluntad, estaba siendo obligado a ello.
Miró a la chica antes de intentar observarse a sí mismo con la necesaria frialdad. Tal vez no huía
de
, sino
hacia
. O escapaba de un misterio escondido en su propio equipaje.
El vino de Anjou
.
Las Nueve Puertas
. Irene Adler. La azafata dijo algo al pasar a su lado con sonrisa estúpida y profesional, y Corso la miró sin verla, abstraído en sus cavilaciones. Ojalá supiera si el final de la historia venía escrito en alguna parte, o si era él mismo quien redactaba sobre la marcha, capítulo a capítulo.
Aquel día no volvió a cruzar una palabra con la chica. Al llegar a Orly se había desentendido de su presencia, aunque la sintió caminar detrás por los pasillos del aeropuerto. En el control de inmigración, después de mostrar su carnet de identidad, tuvo la idea de volverse a medias para ver qué documento utilizaba; mas no logró verlo. Sólo pudo distinguir un pasaporte forrado de piel negra, sin marcas exteriores; europeo sin duda, pues había franqueado el mismo punto de paso reservado a los ciudadanos de la Comunidad. Al salir a la calle, cuando Corso subió a un taxi y mientras daba la dirección acostumbrada del Louvre Concorde, la chica se había deslizado en el asiento, a su lado. Fueron en silencio hasta el hotel, y ella se adelantó bajando del coche mientras le dejaba pagar el trayecto. El taxista no tenía cambio, y eso demoró un poco a Corso. Cuando por fin pudo cruzar el vestíbulo, ella se había inscrito ya, y se alejaba precedida por un botones con su mochila. Todavía lo saludó con la mano antes de meterse en el ascensor.
—Es una tienda muy bonita.
Librería Replinger
, dice.
Autógrafos y documentos históricos
. Y está abierta.
Le había hecho un gesto negativo al empleado del café y se inclinaba un poco hacia Corso, sobre la mesa, en la terraza de la Rue De Buci. La transparencia líquida de sus ojos reproducía, a modo de espejo, las escenas de la calle que, a su vez, se reflejaban en el escaparate del local.
—Podríamos ir ahora.
Se habían encontrado de nuevo durante el desayuno, cuando Corso leía los periódicos junto a una de las ventanas que daban a la plaza del Palais Royal. Ella dijo buenos días, sentándose a la mesa para devorar con apetito las tostadas y los
croissants
. Después, con un cerco de café con leche sobre el labio superior, como una niña satisfecha, miró a Corso:
—¿Por dónde empezamos?
Y allí estaban, a dos manzanas de la librería de Achille Replinger, que la chica se había ofrecido a localizar en descubierta mientras Corso tomaba la primera ginebra del día, presintiendo que no iba a ser la última.
—Podríamos ir ahora —repitió ella.
Corso aún se demoró un instante. Había soñado con su piel morena en las sombras de un atardecer, llevándola de la mano a través de un páramo desolado en cuyo horizonte emergían columnas de humo, volcanes a punto de hacer erupción. A veces se cruzaban con un rostro grave, soldado con armadura cubierta de polvo que los miraba en silencio, distante y frío como los hoscos troyanos del Hades. El páramo oscurecía en el horizonte, las columnas de humo se espesaban, y había una advertencia en la expresión imperturbable, fantasmal, de los guerreros muertos. Corso quiso escapar de allí. Tiraba de la mano de la joven para no dejarla atrás, pero el aire se volvía espeso y caliente, irrespirable, oscuro. La carrera concluyó en una caída interminable hacia el suelo, semejante a una agonía proyectada a cámara lenta. La oscuridad quemaba como un horno. El único vínculo con el exterior era la mano de Corso, unida a la de ella en el esfuerzo por seguir adelante. Lo último que sintió fue la presión de esa mano aflojándose mientras se convertía en cenizas. Y ante él, en las tinieblas cerradas sobre el páramo ardiente y sobre su conciencia, unas manchas blancas, trazos fugaces igual que relámpagos, dibujaban la silueta fantasmal de un cráneo desnudo. No era agradable recordarlo. Para limpiar de su garganta las cenizas y de sus retinas el horror, Corso apuró la copa de ginebra y miró a la chica. Estaba pendiente de él, esperando tranquila, colaboradora disciplinada en demanda de instrucciones. Increíblemente serena, asumido con naturalidad su extraño papel en el relato. Incluso había en su expresión una lealtad desconcertante, inexplicable.