—La policía tiene mi nombre. Y si lo tiene, es que alguien se lo dio.
—A mí no me mires —dijo La Ponte—. Hace rato que toda esta historia me viene grande.
Corso hizo una reflexión amarga para sus adentros: también le venía grande a él. Todo se había ido fuera de control, timón de barco sin gobierno, dando bandazos.
—¿Se te ocurre algo? —le preguntó a la chica. Era el único cabo del enigma que le quedaba en las manos; su última esperanza.
Ella miró sobre el hombro de Corso, hacia el tráfico y las verjas cercanas del Palais Royal. Se había quitado la mochila de los hombros y la tenía en el suelo, entre las piernas. Reflexionaba en su habitual silencio, absorta y grave, con una pequeña arruga entre las cejas. Con aquel semblante obstinado de muchacho que se resiste a hacer lo que esperan de él. Sonrió Corso como un lobo lleno de fatiga.
—No sé qué hacer —dijo.
Vio que la chica asentía despacio, tal vez a modo de conclusión tras un secreto razonamiento. O quizá sólo se mostraba de acuerdo con que, en efecto, él no sabía qué hacer.
—Tu peor enemigo eres tú mismo —dijo al fin, distante. También ella parecía ahora fatigada, igual que la noche anterior cuando llegaron al hotel—. Tu imaginación—se tocó la frente con el índice—. Los árboles no te dejan ver el bosque.
La Ponte soltó un gruñido.
—Dejad la botánica para luego, si no tenéis inconveniente —estaba cada vez más inquieto, lanzando ojeadas alrededor con miedo de que los gendarmes les cayeran encima de un momento a otro—. Deberíamos largarnos de aquí. Puedo alquilar un coche con mi documentación. Si nos damos prisa pasaremos la frontera mañana. Que por cierto es uno de abril.
—Cierra el pico, Flavio —Corso miraba los ojos de la chica, buscando en ellos una respuesta. Sólo vio reflejos: la luz de la plaza, el tráfico que discurría en torno a ellos, su propia imagen deformada, grotesca. El lansquenete vencido. Ya no quedaban derrotas heroicas. Hacía mucho tiempo que no.
La expresión de la chica había cambiado. Ahora miraba a La Ponte como si, por primera vez, algo en él valiera la pena.
—Repítelo —dijo.
El librero titubeó, sorprendido.
—¿Lo de alquilar el coche? —los contemplaba con la boca abierta—. Es elemental. En un avión hay listas de pasajeros. En el tren pueden mirar el pasaporte…
—No me refería a eso. Dinos qué fecha es mañana.
—Uno de abril. Lunes —La Ponte se tocó la corbata, turbado—. Mi cumpleaños.
Pero la chica ya no le prestaba atención. Se había inclinado sobre la mochila, buscando algo dentro. Al incorporarse tenía en la mano el tomo de
Los tres mosqueteros
.
—Descuidas tus lecturas —le dijo a Corso, ofreciéndoselo—. Capítulo primero, línea primera.
Corso, que no esperaba aquello, cogió el libro y le echó un vistazo.
Los tres presentes del señor d’Artagnan padre
, se titulaba el capítulo. Y en cuanto leyó la primera línea supo dónde tenían que buscar a Milady.
Era una noche lúgubre.
(P. du Terrail.
Rocambole
)
Era una noche lúgubre. El Loira corría turbulento, y su crecida amenazaba desbordar los viejos diques del pequeño pueblo de Meung. La tormenta rugía desde antes del atardecer y, a intervalos, un relámpago recortaba en la negrura la mole del castillo, con zigzags de claridad restallando igual que latigazos sobre el empedrado desierto, húmedo por las rachas de lluvia, de las viejas calles medievales. Al otro lado del río, en la distancia, entre ráfagas de viento, agua y hojas arrancadas a los árboles, como si el vendaval estableciese una frontera entre el pasado próximo y un lejano presente, circulaban las luces silenciosas de los automóviles que recorrían la autopista de Tours a Orleans.
En el albergue de Saint-Jacques, único hotel de Meung, una ventana estaba iluminada y abierta sobre una pequeña terraza a la que se podía acceder desde la calle. En la habitación, una mujer rubia y alta, atractiva, con el cabello recogido en la nuca, se vestía ante el espejo. Acababa de cerrar la cremallera de su falda, cubriendo en la cadera un pequeño tatuaje en forma de flor de lis. Erguida, con las manos a la espalda, se abrochaba el cierre del sujetador para ceñir un busto abundante, de piel blanca, que se estremecía suavemente con sus movimientos. Luego se puso una blusa de seda y sonrió un poco, fijos los ojos en su imagen, al abrochar los botones. Debía, sin duda, de encontrarse hermosa, y tal vez pensaba en una cita próxima, pues nadie se viste a las once de la noche si no es para acudir al encuentro de alguien. Aunque tal vez la sonrisa satisfecha, con un punto de crueldad, quizás, en su contemplación en el espejo, estaba motivada por una carpeta de piel, nueva, que tenía sobre la cama, y de la que asomaban las páginas del manuscrito
El vino de Anjou
de Alejandro Dumas, padre.
Un relámpago cercano iluminó la pequeña terraza junto a la ventana. Allí, bajo un breve alero del que goteaba la lluvia, Lucas Corso dio una última chupada al cigarrillo húmedo que tenía entre los dedos antes de dejarlo caer, levantándose el cuello del gabán para protegerse mejor del agua y el viento. A la luz del siguiente resplandor pudo percibir con la intensidad de un gigantesco flash fotográfico el rostro mortecino de Flavio La Ponte, en un destello de luces y sombras que le daban, con el pelo y la barba chorreando, el aspecto de un monje atormentado, o quizá de un Athos taciturno como la desesperación, sombrío como el castigo. No hubo más rayos durante un rato, pero Corso adivinaba en la tercera sombra, agazapada junto a ellos bajo el alero, la silueta esbelta de Irene Adler embozada en su trenca. Y cuando al fin otro relámpago rasgó en diagonal la noche, y el trueno retumbó entre los tejados de pizarra, la luz arrancó dos reflejos verdes, gemelos, bajo la capucha que ocultaba el rostro de la chica.
Había sido un rápido y tenso viaje hasta Meung. Un tiro casi a ciegas en el coche alquilado por La Ponte: la autopista de París a Orleans y después 16 kilómetros en dirección a Tours, con La Ponte en el asiento junto al conductor, estudiando a la llama de un mechero Bic el mapa Michelin comprado en una gasolinera. La Ponte hecho un lío, aún falta un poco, creo que vamos bien. Seguro que vamos bien. La chica en el asiento trasero, en silencio, sus ojos fijos en Corso a través del espejo retrovisor cada vez que los faros de un coche los deslumbraban de frente. La Ponte se equivocó, por supuesto. Dejaron atrás el desvío sin advertir el cartel indicador, alejándose camino de Blois. Después, descubierto el error, hubo que pasar un tramo en dirección prohibida para salir de la autopista, con Corso aferrado al volante, rogando que la tormenta encerrase a los gendarmes en sus cuarteles. Beaugency. La Ponte empeñado en cruzar el río y torcer a la izquierda, aunque por suerte no le hicieron caso. Desanduvieron camino, esta vez ya por la nacional 152 —el mismo itinerario que d’Artagnan en aquel primer capítulo— entre ráfagas de viento y lluvia, el Loira corriendo a la derecha como un páramo negro y rugiente, el limpiaparabrisas funcionando sin cesar y centenares de pequeños puntitos oscuros, sombras de lluvia, bailándole a Corso en la cara al cruzarse con otros automóviles. Y por fin calles desiertas, un barrio antiguo con tejados medievales, fachadas con gruesas vigas en forma de aspa y de cruz: Meung-sur-Loire. Fin de trayecto.
—Se va a largar —susurró La Ponte. Empapado, la voz le temblaba de frío—. ¿Por qué no entramos ya?
Corso se asomó un poco para echar otro vistazo. Liana Taillefer se había puesto sobre la blusa un suéter ceñido que resaltaba su anatomía de modo espectacular, y ahora sacaba del armario una capa oscura y larga, parecida a un dominó de carnaval. La vio dudar un momento mientras miraba alrededor, colocarse la capa sobre los hombros y coger la carpeta con el manuscrito de la cama. En ese momento se fijó en la ventana abierta, acercándose a ella con intención de cerrarla. Corso adelantó una mano para impedirlo. Entonces hubo un relámpago casi encima de su cabeza, y el resplandor iluminó su rostro mojado por la lluvia, su silueta recortada en la ventana, la mano extendida ante sí como señalando, acusadora, a la mujer paralizada por el asombro. Y Milady lanzó un grito salvaje, de terror inaudito, igual que si hubiera visto al diablo.
Dejó de gritar cuando Corso saltó el alféizar y, con el dorso de la mano, le dio una bofetada que la hizo caer sobre la cama, revoloteando por el aire los folios manuscritos de
El vino de Anjou
. El cambio de temperatura le empañaba a Corso las gafas húmedas, así que se las quitó rápidamente, echándolas sobre la mesilla de noche antes de arrojarse sobre Liana Taillefer, que intentaba ganar la puerta y salir al pasillo. La sujetó primero por una pierna y luego por la cintura, en la cama, mientras se revolvía y pataleaba. Era una mujer fuerte, y se preguntó qué diablos estaban haciendo La Ponte y la chica. En espera de ayuda quiso inmovilizarla por las muñecas, retirando la cara donde ella pretendía clavar las uñas. Giraron enredados en la colcha y Corso quedó con un muslo entre los suyos, la nariz hundida en la turgente plenitud de dos tetas enormes que, en la distancia corta y a través del fino suéter de lana, volvieron a parecerle increíblemente mullidas. Sintió el inequívoco estímulo de una erección y maldijo entre dientes, exasperado, mientras forcejeaba con aquella Milady que tenía espaldas de plusmarquista olímpica en modalidad braza. Dónde estarás cuando te necesito, se dijo con amargura. Entonces llegó La Ponte sacudiéndose el agua como un perro mojado, dispuesto a desquitarse de su vanidad maltrecha y, sobre todo, de la factura del Crillon que le escocía en la cartera. Aquello empezaba a parecer un linchamiento.
—Supongo que no iréis a violarla —dijo la chica.
Estaba sentada en el alféizar, todavía con la capucha de la trenca puesta, observando la escena. Liana Taillefer había dejado de forcejear, inmóvil con Corso encima y La Ponte sujetándole un brazo y una pierna.
—Cerdos —dijo en voz alta y clara.
—Golfa —gruñó La Ponte, sin aliento por la escaramuza.
Tras el breve intercambio todos se tranquilizaron un poco. Seguros de que no tenía escapatoria, la dejaron sentarse en la cama, aún aturdida de ira, frotándose las muñecas mientras repartía venenosas miradas de La Ponte a Corso. Éste se interpuso entre ella y la puerta. En cuanto a la chica, continuaba en la ventana, ya cerrada a su espalda; tenía echada hacia atrás la capucha y miraba a la viuda Taillefer con curioso descaro. La Ponte, tras secarse cabello y barba con un extremo de la colcha, se puso a recoger las hojas del manuscrito dispersas por el cuarto.
—Vamos a conversar un rato —dijo Corso—. Igual que personas razonables.
Liana Taillefer lo fulminó con la mirada.
—No tenemos nada de que hablar.
—Se equivoca, guapa señora. Ahora que le hemos echado el guante, ya no me importa acudir a la policía. O habla con nosotros o se explica con un gendarme. Elija.
La vieron fruncir el ceño, mirando alrededor con aspecto acosado. Parecía un animal que acechara el menor resquicio para huir de la trampa.
—Cuidado —advirtió La Ponte—. Seguro que maquina algo.
Los ojos de la mujer eran mortales como agujas de acero. Corso torció la boca, un poco teatral.
—Liana Taillefer —dijo—. O deberíamos llamarla, quizás, Ana de Brieul, condesa de la Fére. Que también usó los nombres de Carlota Backson, baronesa Sheffield y señora de Winter. Que traicionó a sus maridos y a sus amantes. Que fue asesina y envenenadora, además de agente de Richelieu… Y más conocida por su alias —hizo la pausa conveniente—: Milady.
Se interrumpió, pues acababa de tropezar con la correa de su bolsa asomando bajo la cama. Tiró de ella, sin perder de vista ni a Liana Taillefer ni la salida hacia la que tenía visible intención de abalanzarse apenas le dieran oportunidad. Introdujo una mano dentro para comprobar lo que contenía, y un suspiro de alivio hizo que todos, incluso la mujer, lo mirasen sorprendidos.
Las Nueve Puertas
, el ejemplar de Varo Borja, estaba allí, intacto.
—Bingo —dijo, mostrándolo a los otros. La Ponte hizo un gesto de triunfo, igual que si Queequeg acabara de asestarle un arponazo a la ballena; pero la chica permaneció inmóvil sin mostrar emoción alguna, en apariencia espectadora indiferente de todo el episodio.
Devolvió Corso el libro a la bolsa. El viento silbaba en el marco de la ventana, donde la chica seguía inmóvil. A intervalos, un nuevo relámpago recortaba su silueta. El trueno llegaba luego, amortiguado y sordo, haciendo vibrar los cristales salpicados de lluvia.
—Una noche apropiada —dijo Corso, y miró a la mujer—. Como ve, Milady, no hemos querido faltar a la cita… Venimos dispuestos a hacer justicia.
—En grupo y de noche, como cobardes —repuso ella, escupiendo con desprecio sus palabras—. Igual que con la otra. Sólo falta el verdugo de Lille.
—Cada cosa a su tiempo —puntualizó La Ponte.
La mujer se había rehecho y por momentos cobraba seguridad. Su propia alusión al verdugo no parecía impresionarla, pues aguantaba sus miradas, desafiante.
—Veo —añadió— que tienen bien asumido el papel de cada cual.
—Eso no debe extrañarle —respondió Corso— Usted y sus cómplices han puesto mucho esfuerzo e interés en que así sea… —torcía la boca en una sonrisa de lobo cruel, sin humor ni piedad—. Y todos nos hemos divertido mucho.
La mujer apretó los labios. Una de sus uñas lacadas en rojo sangre se deslizaba sobre la colcha. Corso siguió el movimiento, fascinado, igual que si aquella uña fuese un aguijón mortal, y se estremeció al pensar que, durante la refriega, había pasado varias veces cerca de su rostro.
—No tienen ningún derecho dijo ella al fin—. Son intrusos.
—Se equivoca. Somos parte del juego, como usted.
—Un juego cuyas reglas ignoran.
—Se equivoca de nuevo, Milady. La prueba es que estamos aquí —Corso miró a su alrededor en busca de las gafas, hasta que las descubrió sobre la mesilla de noche. Se las puso, ajustándolas con el índice—. Lo complicado era precisamente eso: aceptar el carácter del juego; asumir la ficción entrando en el relato y pensar con la misma lógica que el texto exige, en vez de recurrir a la lógica del mundo exterior… Después resulta fácil continuar, porque si en la realidad hay muchas cosas que suceden por azar, en la ficción casi todo discurre según reglas lógicas.