Aquel crimen se había llevado a cabo con la complicidad de una mujer.
(E. de Queiroz.
El misterio de la carretera de Sintra
)
Sentado en el último peldaño de la escalera, Corso intentaba encender un pitillo. Aún demasiado aturdido para recobrar la percepción espacial, no conseguía hacer coincidir en el mismo plano fósforo y punta del cigarrillo. Además, uno de los cristales de las gafas estaba roto y le era preciso guiñar un ojo para ver por el otro. Cuando la llama chisporroteó entre sus dedos, dejó caer el fósforo entre los pies y mantuvo el cigarrillo en la boca mientras la chica, que había estado recogiendo el contenido de la bolsa esparcido por el suelo del muelle, se acercaba con ella en la mano.
—¿Te sientes bien?
Era una pregunta objetiva, desprovista de solicitud o ansiedad. Sin duda estaba molesta por la forma tan estúpida en que, a pesar de su advertencia telefónica, Corso fue sorprendido como un incauto. Asintió éste con la cabeza, humillado y confuso. Lo consolaba, sin embargo, la expresión de Rochefort antes de recibir lo suyo. La chica había golpeado con precisión y crueldad, aunque sin ensañarse después, cuando quedó boca arriba y a continuación se giró dolorido, sin decir esta boca es mía ni volver a la carga, alejándose a rastras mientras ella se desinteresaba de él y recuperaba la bolsa. Si de Corso hubiera dependido el asunto, habría ido detrás a retorcerle el cuello sin el menor reparo hasta que contase cuanto sabía de aquel enredo; pero estaba demasiado débil para ponerse en pie, y tampoco era muy seguro que la chica lo hubiese permitido. Desembarazada de Rochefort, sólo se ocupaba de la bolsa y de Corso.
—¿Por qué lo dejaste ir?
Podían ver la silueta lejana, vacilante, a punto de perderse en la oscuridad tras un recodo del muelle, entre barcazas atracadas a lo lejos que parecían buques fantasmas sobre la niebla baja. Corso imaginó al tipo de la cicatriz en retirada, con el rabo entre las piernas y la boca hecha un sonajero, preguntándose cómo diablos la chica había sido capaz de hacerle aquello, y sintió una vengativa sensación de júbilo interior.
—Podíamos haber interrogado a ese hijoputa —se lamentó.
Ella había ido en busca de la trenca. Vino a sentarse a su lado, en el mismo peldaño, sin responder en seguida. Parecía cansada.
—Volverá a nosotros —dijo, y observó a Corso antes de apartar los ojos en dirección al río—. Procura estar más atento la próxima vez.
Él se quitó de la boca el cigarrillo húmedo y se puso a darle vueltas, deshaciéndolo entre los dedos.
—Creí que…
—Todos los hombres creen que. Hasta que les rompen la cara. Entonces comprobó que la chica estaba herida. No gran cosa: un hilo de sangre le corría de la nariz al labio superior, y después por la comisura de la boca hasta la barbilla.
—Tu nariz está sangrando —dijo estúpidamente.
—Ya lo sé —repuso ella sin alterarse; sólo se tocó un momento con dos dedos, que miró al retirarlos manchados de sangre.
—¿Cómo te lo hizo?
—Casi fui yo misma —se limpiaba los dedos en el pantalón—. Al principio caí sobre él. Chocamos.
—¿Quién te enseñó ese tipo de cosas?
—¿Qué tipo de cosas?
—Te vi ahí, en la orilla —Corso imitó torpemente el gesto con las manos—. Dándole lo suyo.
La vio sonreír un poco mientras se ponía en pie, sacudiéndose la trasera de los tejanos:
—Una vez peleé con un arcángel. Ganó él, pero pude cogerle el truco.
Ahora parecía jovencísima con aquel hilo de sangre en la cara. Se había colgado la bolsa al hombro y alargaba una mano, ayudándolo a incorporarse. Le sorprendió la firmeza del contacto. Cuando pudo ponerse en pie le dolían todos los huesos.
—Siempre creí que los arcángeles usaban lanzas y espadas.
Ella sorbía sangre por la nariz, inclinada hacia atrás la cabeza para contener la hemorragia. Lo miró de soslayo, con aire de fastidio.
—Tú has visto demasiados grabados de Durero, Corso. Así te van las cosas.
Fueron hasta el hotel por el Pont Neuf y el corredor del Louvre, sin más incidentes. En un tramo iluminado observó que la chica todavía sangraba. Extrajo el pañuelo del bolsillo, mas cuando hizo ademán de ayudarla se lo quitó de la mano, para aplicarlo ella misma a la nariz. Caminaba absorta en pensamientos que Corso era incapaz de imaginar, vigilándola a hurtadillas: el cuello largo y desnudo, el perfil perfecto, la piel mate en la brumosa claridad de las farolas del Louvre. Iba bolsa al hombro, ligeramente inclinada la cabeza, gesto que le daba una expresión decidida y testaruda a un tiempo. A veces, al doblar una esquina en lugares oscuros, sus ojos se movían alerta a uno y otro lado, y la mano que sostenía el pañuelo contra la nariz bajaba a un costado, tensa y alerta. Después, entre las arcadas con más luz de la Rue Rivoli, pareció relajarse un poco. La nariz ya no sangraba, y le devolvió el pañuelo manchado de sangre seca. Incluso mejoraba su humor; ya no le parecía tan censurable que Corso se hubiese dejado atrapar como un bobo. También puso un par de veces la mano en su hombro mientras caminaban, con gesto espontáneo, igual que si fuesen dos viejos camaradas regresando de un paseo. Lo hizo de un modo muy natural; quizá también, fatigada, necesitaba apoyo. Al principio aquello gustó a Corso, a quien la caminata devolvía lucidez. Después le fastidió un poco. El contacto en su hombro despertaba una sensación insólita, no del todo desagradable pero inesperada. Era sentirse tierno por dentro, igual que los caramelos blandos.
Aquella noche estaba Grüber de turno. Se permitió una breve mirada inquisitiva ante el aspecto de la pareja, el gabán sucio y húmedo, las gafas con un cristal roto del cazador de libros y la cara manchada de sangre de la chica; pero no exteriorizó emoción alguna. Sólo enarcó una ceja, cortés, con muda inclinación de cabeza que lo ponía a disposición de Corso, hasta que éste lo tranquilizó con un gesto. El conserje le entregó un mensaje cerrado, junto con las dos llaves. Entraron en el ascensor y se disponía a abrir el sobre cuando vio que la nariz de la joven empezaba a sangrar de nuevo. Puso el mensaje en el bolsillo del gabán mientras recurrían otra vez al pañuelo. El ascensor se detuvo en el piso de ella y Corso sugirió avisar a un médico, mas la chica negó con la cabeza, saliendo del ascensor. Tras un momento de duda anduvo él detrás, por el pasillo en cuya moqueta quedaba un rastro de pequeñas gotas de sangre. Una vez dentro de la habitación la hizo sentarse en la cama, fue al cuarto de baño y empapó una toalla.
—Póntela en la nuca y echa hacia atrás la cabeza.
Obedeció sin despegar los labios. Toda la energía demostrada a orillas del río parecía haberse desvanecido, quizás a causa de la hemorragia. Le quitó la trenca y las zapatillas para recostarla en la cama, doblando la almohada bajo su espalda; se dejaba hacer como una niña exhausta. Antes de apagar todas las luces excepto la del cuarto de baño, Corso echó un vistazo a la habitación: aparte el cepillo de dientes, el tubo de dentífrico y un pequeño frasco de champú bajo el espejo del lavabo, las únicas pertenencias visibles de la chica eran su trenca, la mochila abierta sobre el sillón, las postales compradas la víspera con Los tres mosqueteros, un jersey de lana gris, un par de camisetas de algodón y unas braguitas blancas secándose sobre el radiador. Tras la exploración miró a la joven incómodo; indeciso ante la idea de sentarse en el borde de la cama o en alguna otra parte. La sensación experimentada en la Rue Rivoli continuaba allí, en su estómago o donde fuera. Pero no podía largarse por las buenas; no hasta que ella se encontrase mejor. Por fin resolvió permanecer de pie. Tenía las manos en el bolsillo del gabán, y una de ellas tocaba la petaca de ginebra vacía. Echó una ojeada de codicia al minibar, aún con el precinto del hotel intacto. Se moría por un trago.
—Estuviste muy bien allá abajo, en el río —dijo, por decir algo—. No te he dado las gracias.
Ella sonrió un poco, soñolienta; pero sus ojos, con las pupilas dilatadas por la penumbra, habían seguido cada uno de los gestos de Corso.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó él.
Le sostuvo la mirada con un punto de ironía, dando a entender que la pregunta era absurda:
—Por lo visto quieren algo que tú tienes.
—¿El manuscrito Dumas?… ¿
Las Nueve Puertas
?
La joven suspiró levemente. Puede que nada de eso tenga tanta importancia, parecía sugerir.
—Tú eres listo, Corso —dijo por fin—. Deberías tener alguna hipótesis.
—Tengo demasiadas. Lo que me faltan son pruebas.
—Las pruebas no siempre son necesarias.
—Eso es sólo en las novelas policiacas: a Sherlock Holmes, o Poirot, les basta con imaginar quién es el asesino y cómo cometió el crimen. Después se inventan el resto y lo cuentan igual que si fuera cierto. Entonces Watson o Hastings, admirados, aplauden y dicen: «Bravo, maestro, fue exactamente así». Y el asesino confiesa. El muy idiota.
—Yo también estoy dispuesta a aplaudir.
No hubo esta vez ironía en el comentario. Lo observaba con fijeza, atenta, esperando de él una palabra o un gesto.
Se removió, incómodo.
—Ya lo sé —dijo. La chica seguía sosteniéndole la mirada como si de veras no tuviese nada que ocultar—. Y me pregunto por qué.
Estuvo a punto de añadir: «Esto no es una novela policiaca, sino la vida real»; pero no lo hizo porque, a esas alturas de la trama, la línea que separaba lo real de lo imaginario se le antojaba un tanto difusa. Corso, ser concreto de carne y hueso, con documento nacional de identidad y domicilio conocido, con una conciencia física de la que en ese momento, tras el episodio de la escalera, eran prueba sus huesos doloridos, cedía cada vez más a la tentación de considerarse personaje real en un mundo irreal. Eso no encerraba maldita la gracia, porque de ahí a creerse, también, personaje irreal imaginándose a sí mismo real en un mundo irreal sólo había un paso: el que separaba estar cuerdo de volverse majara. Y se preguntó si alguien, un retorcido novelista o un borrachín autor de guiones baratos, lo estaría imaginando a él en ese momento como personaje
irreal
que se imaginaba
irreal
en un mundo
irreal
. Aquello podía ya ser la leche.
El razonamiento terminó por secarle del todo la boca. Estaba allí, de pie ante la chica, con las manos en los bolsillos del gabán y la lengua tapizada con papel de lija. Si fuera irreal —pensó, aliviado— se me pondrían los pelos de punta, exclamaría
¡Fatalidad!
o el sudor perlaría mi frente. Pero no tendría esta sed. Bebo, luego existo. Así que salió disparado hacia el minibar, hizo saltar el precinto y se calzó un botellín de ginebra de un trago, a palo seco. Casi sonreía al incorporarse cerrando la puerta del nimbar a la manera de quien cierra un sagrario. Lentamente, las cosas ocuparon de nuevo su lugar en el universo.
Había poca luz en la habitación. La del cuarto de baño, amortiguada, iluminaba en diagonal parte de la cama donde seguía la chica. Miró sus pies descalzos, las piernas enfundadas en tejanos, la camiseta con gotas de sangre seca. Después se detuvo en el largo cuello moreno, desnudo. La boca entreabierta mostrando el extremo de los incisivos blancos en la penumbra. Los ojos que seguían pendientes de él. Tocó la llave de su habitación en el bolsillo del gabán mientras tragaba saliva. Tenía que irse de allí.
—¿Estás mejor?
Ella asintió sin responder. Corso consultó el reloj, aunque poco le importaba la hora. No recordaba haber encendido la radio al entrar, pero había música en alguna parte. Una canción melancólica, en francés. La muchacha de un bar, en un puerto, enamorada de un marinero desconocido.
—Bueno. Tengo que irme.
La voz de mujer seguía desgranando su canción en la radio. El marinero — como se estaba viendo venir— se había largado para siempre, y la muchacha del bar contemplaba la silla vacía y el círculo húmedo de su vaso en la mesa. Corso se acercó a la mesilla de noche para recuperar el pañuelo, y utilizó la parte más limpia para desempañar el único cristal intacto de las gafas. En ese momento pudo ver que la nariz de la chica sangraba de nuevo.
—Otra vez —dijo.
El hilo de sangre volvía a correrle por el labio superior y el extremo de la boca. Ella se llevó una mano a la cara, y sonrió estoica, mirándose los dedos manchados de rojo.
—No importa.
—Debería verte un médico.
Entornó un poco los párpados mientras negaba con la cabeza, dulcemente. Parecía muy desvalida así, en la penumbra del cuarto, sobre la almohada donde goteaban gruesos puntos oscuros. Aún con las gafas en la mano, se sentó en el borde de la cama mientras le acercaba el pañuelo a la cara. Y al moverse hacia ella, su sombra, recortada en la pared por la claridad diagonal del cuarto de baño, pareció dudar entre la luz y la oscuridad antes de esfumarse en un rincón.
Entonces la chica tuvo un gesto inesperado, extraño. Haciendo caso omiso del pañuelo que le ofrecía, extendió hasta Corso la mano manchada de sangre y le tocó la cara, trazándole con los dedos cuatro líneas rojas de la frente al mentón. No retiró la mano tras la singular caricia sino que la mantuvo allí, tibia y húmeda, mientras él sentía las gotas de sangre deslizarse por la cuádruple huella dejada en su piel. Los iris claros reflejaban la luz que llegaba de la puerta entreabierta, y Corso se estremeció al encontrar en ellos el doble reflejo de su sombra perdida.
Sonaba otra canción en la radio, pero ambos dejaron de escuchar. La chica olía a calor y a fiebre, con un pálpito suave bajo la piel de su cuello desnudo. La habitación viraba de luces y sombras a claroscuros donde los objetos perdían su contorno. Ella murmuró algo ininteligible en voz muy baja, y hubo pequeños destellos en su mirada cuando la mano se deslizó hacia la nuca de Corso, extendiéndole en torno al cuello la mancha de sangre tibia. Con el sabor de una de esas gotas en la lengua se inclinó hacia ella, hasta la ternura de sus labios entreabiertos de donde ahora brotaba un suave gemido que parecía venir de muy atrás, lento y monótono, viejo de siglos. Por un breve instante, en el latido de aquella carne se volvieron vida todas las anteriores muertes de Lucas Corso, como si la corriente de un río oscuro y tranquilo, de aguas espesas igual que barniz, las trajese a la deriva. Y lamentó que ella careciese de un nombre que tatuar con ese instante en su conciencia.