Cuando Frida Ungern, de soltera Wender, levantó los ojos y su mirada se cruzó con la de Corso, ya no parecía una abuelita dulce. Pero sólo fue un momento. Después asintió despacio mientras arrancaba cuidadosamente la página ilustrada para romperla en trozos diminutos. Y Corso pensó que las brujas, y las baronesas, y las ancianitas que trabajan entre libros y macetas, también tienen su precio, como todo el mundo.
Victa iacet Virtus
. Y no se le ocurría por qué iba a ser de otro modo.
Cuando se quedó solo, extrajo el dossier de la bolsa y se puso al trabajo. Había una mesa junto a la ventana y fue a instalarse en ella, con
Las Nueve Puertas
abierto por la página del frontispicio. Antes de empezar levantó un poco los visillos para echar un vistazo. Al otro lado de la calle había un BMW gris estacionado; el tenaz Rochefort montaba guardia. Corso miró también hacia el
bar-tabac
de la esquina, pero no vio a la chica.
Se dedicó al libro: tipo de papel, presión de los grabados, imperfecciones y erratas. Ahora sabía que los tres ejemplares eran sólo formalmente idénticos: encuadernación en piel negra sin inscripción exterior, cinco nervios, pentáculo en la tapa, número de páginas, la misma disposición de láminas… Con suma paciencia, hoja por hoja, fue completando los cuadros comparativos iniciados con el número Uno. En la página 81, junto al verso en blanco del quinto grabado, descubrió otra ficha de la baronesa. Era la traducción de un párrafo de esa misma página, descifrado:
Aceptarás el pacto de alianza que te ofrezco, entregándome a ti. Y me prometerás el amor de las mujeres y la flor de las doncellas, el honor de las monjas, las dignidades, los placeres y riquezas de los poderosos, príncipes y eclesiásticos. Fornicaré cada tres días y la embriaguez me será gustosa. Una vez cada año te ofreceré homenaje de confirmación de este contrato firmado con mi sangre. Hollaré con los pies los sacramentos de la iglesia y te dirigiré oraciones. No temeré la cuerda, ni el hierro, ni el veneno. Pasaré entre apestados y leprosos sin mancillar mi carne. Pero sobre todo poseeré el Conocimiento, por el que mis primeros padres renunciaron al paraíso. En virtud de este pacto me borrarás del libro de la vida para apuntarme en el libro negro de la muerte. Y desde ahora viviré veinte años feliz en la tierra de los hombres. Y luego iré contigo, a tu Reino, a maldecir a Dios.
Había una segunda anotación en el reverso de la misma ficha, correspondiente a un párrafo descifrado de otra página:
Reconoceré a tus siervos, mis hermanos, por la señal impresa en alguna parte de su cuerpo, aquí o allá, cicatriz o marca tuya…
Corso blasfemó en voz baja y a conciencia, igual que si estuviese murmurando una oración. Después miró a su alrededor los libros en las paredes, sus lomos oscuros y usados, y le pareció que un extraño, lejano rumor, llegaba hasta él desde el interior de éstos. Cada uno de aquellos volúmenes cerrados era una puerta tras la que se agitaban sombras, voces, sonidos, abriéndose paso hasta él desde un lugar profundo y oscuro.
Entonces se le erizó la piel. Como a un vulgar aficionado.
Era de noche cuando salió a la calle. En el umbral se detuvo un momento para echar una ojeada a derecha e izquierda, y no vio nada que lo inquietara; el BMW gris había desaparecido. Del Sena subía una niebla baja que desbordaba el parapeto de piedra, deslizándose por los adoquines húmedos de la calzada. Las luces amarillentas de las farolas que iluminaban a trechos los muelles del río se reflejaban en el suelo, alumbrando el banco vacío donde la chica estuvo sentada.
Fue hasta el
bar-tabac
sin dar con ella; buscó inútilmente su rostro entre las personas acodadas en la barra o las estrechas mesas del fondo. Presentía en todo el rompecabezas una pieza mal dispuesta; algo que, desde la llamada de alerta sobre la nueva aparición de Rochefort, emitía en su cerebro intermitentes señales de alarma. Corso, cuyo instinto se afinaba mucho con los últimos acontecimientos, venteó el peligro en la calle desierta, en el vapor húmedo que subía del río arrastrándose hasta la puerta del local donde se hallaba. Sacudió los hombros en un intento por librarse de tan incómoda sensación, compró un paquete de Gauloises y se metió en el cuerpo dos ginebras sin pestañear, una tras otra, hasta que las fosas nasales se le dilataron y todo ocupó despacio, como el ajuste de una lente en busca de foco, su lugar exacto en el universo. La señal de alarma se convirtió en un lejano sonido apenas audible, y los ecos del mundo exterior llegaban ahora filtrados de modo conveniente. Con una tercera ginebra en la mano fue a sentarse a una mesa libre, junto al cristal un poco empañado de la ventana, para mirar la calle, la orilla del río y la neblina que rebasaba el parapeto antes de reptar sobre los adoquines, agitándose en remolinos cuando la hendían las ruedas de algún automóvil. Permaneció así un cuarto de hora al acecho de cualquier indicio extraño, con la bolsa de lona en el suelo, entre los pies. Contenía buena parte de las respuestas al misterio de Varo Borja; el bibliófilo no gastaba en balde su dinero.
Para empezar, Corso había resuelto el problema de las diferencias entre ocho de los nueve grabados. El ejemplar número Tres ocultaba alteraciones respecto a los otros dos en las láminas I, III y VI. En la primera, la ciudad amurallada hacia la que iba el caballero tenía tres torres en lugar de cuatro. En cuanto al tercer grabado, incluía una flecha en el carcaj del arquero, mientras que en los ejemplares de Toledo y Sintra el carcaj estaba vacío. Y en la sexta lámina, el ahorcado pendía del pie derecho, pero sus gemelos de los ejemplares Uno y Dos colgaban del pie izquierdo. De ese modo, el cuadro comparativo iniciado en Sintra podía completarse así: