—¿Qué hace usted aquí, entonces? No son horas de visita.
Eché un vistazo al pasar junto a una ventana emplomada. La tormenta se alejaba por fin, extinguiéndose el resplandor de los relámpagos más allá del Loira, hacia el norte.
—Un día al año se hace una excepción —aclaré—. Después de todo, Meung es un lugar especial. No en cualquier lugar del mundo empieza una novela como
Los tres mosqueteros
.
El suelo de madera crujía bajo nuestros pasos. Había una armadura en el recodo del pasillo; una armadura auténtica del siglo XVI, y la luz del candelabro arrancaba reflejos mate a las pulidas piezas de la coraza. Corso pasó mirándola de reojo, como si hubiese alguien escondido dentro.
—La que voy a contarle es una larga historia, que empezó hace diez años — dije—. En la subasta de París de un lote de documentos sin catalogar… Yo preparaba un libro sobre novela popular francesa del XIX, y cayeron en mis manos por casualidad aquellos paquetes polvorientos. Al revisarlos comprobé que procedían de los viejos archivos de
Le Siècle
. Casi todo eran pruebas de imprenta de escaso valor, pero un paquete de hojas azules y blancas atrajo mi atención: el texto original, manuscrito por Dumas y Maquet, de
Los tres mosqueteros
. Los sesenta y siete capítulos según fueron enviados a la imprenta. Alguien, quizá Baudry, el editor del periódico, los había guardado tras componer las galeradas, olvidándolos después…
Acorté el paso hasta detenerme en mitad del pasillo. Corso estaba muy quieto, y la luz del candelabro que yo sostenía en la mano le iluminaba el rostro de abajo arriba, haciendo bailar sombras oscuras en las cuencas de sus ojos. Parecía absorto en mi relato, ajeno a cualquier otra cosa que pudiera ocurrir; desvelar el enigma que lo había llevado hasta allí era lo único que le importaba. Pero mantenía la mano derecha en el bolsillo de la navaja.
—Mi descubrimiento —proseguí, fingiendo no ver aquella mano— era de importancia extraordinaria. Conocíamos algunos fragmentos de la redacción original gracias a las notas y los papeles de Dumas y Maquet, aunque no la existencia del manuscrito completo… Al principio pensé hacer público el hallazgo en forma de edición facsímil anotada; pero encontré un grave obstáculo moral.
Las luces y sombras en la cara de Corso se deslizaron un poco y una línea oscura le cruzó la boca. Sonreía.
—No me diga. Obstáculo moral, a estas alturas.
Moví el candelabro para borrar de su rostro la sonrisa incrédula, sin lograrlo.
—Le hablo muy en serio —protesté mientras echábamos a andar de nuevo—. Del estudio del manuscrito deduje que el verdadero creador de la historia era Augusto Maquet… Éste había hecho el trabajo de documentación, perfilando el relato a grandes trazos, y después Dumas, con su genio enorme y su talento, había insuflado vida en aquella materia prima, convirtiéndola en obra maestra. Mas eso, evidente para mí, podía no serlo tanto para los detractores del autor y su obra —hice un gesto con la mano libre para barrerlos a todos— No iba a ser yo quien arrojase piedras contra mi santuario; y menos en estos tiempos de mediocridad y falta de imaginación… Tiempos en que nadie admira los prodigios como hacía antes el público de los folletines y el teatro, cuando silbaba a los traidores y aclamaba a los caballeros sin miedo y sin tacha —sacudí la cabeza, melancólico—. Aplausos que, por desgracia, ya no suenan en ninguna parte, convertidos en patrimonio exclusivo de los inocentes y niños.
Corso escuchaba con aire insolente, burlón. Ignoro si compartía mi punto de vista; pero era un tipo rencoroso y se negaba a conceder a mis explicaciones el carácter de coartada moral.
—Resumiendo —dijo—: decidió destruir el manuscrito.
Sonreí con suficiencia. Se pasaba de listo.
—No diga tonterías. Decidí algo mejor: darle forma a un sueño.
Nos habíamos detenido ante la puerta cerrada del salón. A través de ella llegaba un sonido amortiguado, de música y voces. Dejé el candelabro sobre una consola mientras Corso me observaba, de nuevo suspicaz; sin duda preguntándose qué otra jugarreta se escondía en aquello. Comprendí que no se daba cuenta de que realmente estábamos al final del misterio.
—Permítame presentarle —dije, abriendo la puerta— a los miembros del club Dumas.
Casi todos habían llegado ya; por las grandes cristaleras abiertas a la explanada del castillo entraban los rezagados en el salón lleno de gente, humo de cigarros y rumor de conversaciones con el fondo de una música suave. Sobre la mesa central, cubierta con mantel de hilo blanco, había una cena fría: botellas de vino de Anjou, salchichas y jamón de Amiens, ostras de la Rochela, cajas de puros Montecristo. Formando grupos, los invitados bebían o conversaban en diversos idiomas. Eran casi medio centenar entre hombres y mujeres, y comprobé que Corso se tocaba las gafas como si desconfiara de llevarlas puestas. Algunos de los rostros que veía resultaban sobradamente conocidos a través de la prensa, el cine, la televisión.
—¿Sorprendido? —pregunté, acechando el efecto en su cara.
Asintió con hosco desconcierto. Varios invitados acudían a saludarme, así que estreché manos, intercambié cumplidos y bromas. La atmósfera era agradable y cordial. A mi lado, Corso caminaba con la expresión de quien está a punto de caerse de la cama y despertar, y yo disfrutaba muchísimo. Incluso le hice algunas presentaciones con satisfacción perversa, viéndolo saludar azarado, inseguro del terreno en que se movía. Su habitual aplomo estaba hecho trizas, y ésa era mi pequeña revancha. Después de todo, fue él quien acudió a mí por primera vez con El vino de Anjou bajo el brazo, empeñado en complicar las cosas.
—Déjenme presentarles al señor Corso… Bruno Lostia, anticuario milanés. Permítame. Sí, en efecto. Thomas Harvey, ya sabe, Harvey Joyeros: Nueva York-Londres-París-Roma… Y el conde Von Schlossberg: la colección privada de pintura más famosa de Europa. Tenemos de todo un poco, como puede ver: un premio Nobel venezolano, un ex presidente argentino, el príncipe heredero de Marruecos… ¿Sabía usted que su padre es lector empedernido de Alejandro Dumas? Mire quien llega. Lo conoce, ¿verdad?… Profesor de semiótica en Bolonia… La dama rubia que conversa con él es Petra Neustadt, la crítico literaria más influyente de Europa central. En aquel grupo, junto a la duquesa de Alba, puede ver al financiero Rudolf Villefoz y al escritor británico Harold Burgess. Amaya Euskal, del grupo Alpha Press, con el editor más poderoso de Estados Unidos, Johan Cross, de O&O Papers, Nueva York… Y supongo que recuerda a Achille Replinger, librero en París.
Aquél fue el golpe de gracia; paladeé su efecto en el rostro desencajado de mi interlocutor, casi compadeciéndolo. Replinger tenía en la mano una copa vacía y bajo el mostacho de mosquetero una sonrisa amigable, igual que cuando identificaba el manuscrito Dumas en su tienda de la calle Bonaparte. Me saludó con un abrazo de oso enorme, antes de palmear afectuosamente la espalda del invitado e ir en busca de otra copa, resoplando como un Porthos rubicundo y jovial.
—Maldita sea —susurró Corso, acercándose a mí en un aparte—. ¿Qué es lo que pasa aquí?
—Ya le dije que es una larga historia.
—Pues termine de contarla de una vez.
Nos habíamos acercado a la mesa. Serví un par de copas de vino, mas rechazó la suya con un movimiento de cabeza.
—Ginebra —murmuró—. ¿No hay ginebra?
Indiqué un mueble bar al extremo del salón, y fuimos hasta allí, deteniéndonos tres o cuatro veces en el camino a fin de intercambiar nuevos saludos: un conocido director de cine, un millonario libanés, un ministro español del Interior… Corso se apoderó de una botella de Beefeater y llenó un vaso hasta arriba, despachando la mitad de un solo trago. Se estremeció un poco y sus ojos brillaron tras los cristales —uno roto, el otro intacto— de las gafas; sostenía la botella contra el pecho, con miedo a perderla.
—Iba a contarme algo —dijo.
Sugerí la terraza al otro lado de la puerta vidriera, donde podíamos conversar sin interrupciones, y Corso llenó de nuevo el vaso hasta el borde antes de seguirme allí. La tormenta había cesado; despuntaban estrellas sobre nuestras cabezas.
—Soy todo oídos —anunció, bebiendo otro largo trago.
Me apoyé en la balaustrada todavía húmeda de lluvia, mientras mojaba los labios en mi copa de vino de Anjou.
—La posesión del manuscrito de
Los tres mosqueteros
me dio la idea —dije—: ¿Por qué no crear una sociedad literaria, una especie de club de admiradores incondicionales de las novelas de Alejandro Dumas y del folletín clásico y de aventuras?… Por razones de trabajo me relacionaba ya con varios candidatos idóneos… —indiqué el salón iluminado. A través de las grandes vidrieras se veía ir y venir a los invitados, charlando animadamente. Un éxito. Aquello era la prueba de mi acierto, y no disimulé el orgullo de autor—. Una sociedad consagrada a estudiar ese tipo de relatos, que rescata autores y obras olvidadas, fomentando su reedición y difusión bajo un sello editorial que tal vez le sea familiar:
Dumas & Co
.
—Lo conozco —confirmó Corso—. Editan en París y acaban de publicar a Ponson du Terrail completo. El año pasado fue
Fantomas
… Ignoraba que usted interviniera en eso.
Sonreí, complacido.
—Es la regla: nada de nombres, nada de protagonismos… Como puede ver, el asunto es algo erudito y un poco infantil al mismo tiempo; un juego literario y nostálgico que rescata algunas viejas lecturas y nos devuelve a nosotros mismos tal como éramos; con nuestra inocencia original. Después uno madura, se hace flaubertiano o stendhaliano, se pronuncia por Faulkner, Lampedusa, García Márquez, Durrell o Kafka… Nos volvemos distintos unos de otros; incluso adversarios. Mas todos tenemos un guiño de complicidad al referirnos a ciertos autores y libros mágicos, que nos hicieron descubrir la literatura sin atarnos a dogmas ni enseñarnos lecciones equivocadas. Ésa es nuestra auténtica patria común: relatos fieles no a lo que los hombres ven, sino a lo que los hombres sueñan.
Dejé aquellas palabras en el aire e hice una pausa, aguardando su efecto. Pero Corso se limitó a levantar el vaso de ginebra para mirarlo al trasluz. Su patria estaba allí adentro.
—Eso era antes —repuso—. Ahora los niños y los jóvenes y toda la maldita gente son apátridas que ven la tele.
Negué con la cabeza, seguro de mí. Precisamente había escrito algo al respecto en el suplemento literario de
Abc
, un par de semanas antes.
—No crea. Incluso ahí caminan, sin saberlo, sobre las viejas huellas. El cine en televisión, por ejemplo, mantiene el vínculo. Esas viejas películas. Hasta Indiana Jones es heredero de todo aquello.
Corso hizo una mueca en dirección a las vidrieras iluminadas.
—Es posible. Pero estaba hablándome de esa otra gente. Me gustaría saber cómo los… reclutó.
—No es ningún secreto —respondí—. Desde hace diez años me ocupo de coordinar esta sociedad selecta, el club Dumas, que celebra en Meung su reunión anual. Puede ver que los miembros acuden puntuales a su cita desde todos los rincones del planeta. Hasta el último de ellos es un lector de primera clase…
—¿De folletines? No me haga reír.
—No tengo la menor intención de hacerle reír, Corso. ¿Por qué pone esa cara…? Usted sabe que una novela, o una película nacida para el simple consumo, puede convertirse en obra exquisita: desde el
Pickwick
a
Casablanca
y
Goldfinger
… Relatos llenos de arquetipos a los que el público acude para gozar, consciente o inconscientemente, con la estrategia de las repeticiones argumentales y sus pequeñas variaciones; con la
dispositio
más que con la
elocutio
… De ahí que el folletín, incluso el serial televisivo más tópico, puedan ser objeto de culto tanto para un público ingenuo como para uno exigente. Hay quien busca la emoción en Sherlock Holmes arriesgando su vida, y otros que buscan la pipa, la lupa y ese
elemental querido Watson
que, fíjese, Conan Doyle nunca escribió. El truco de los esquemas, sus variaciones y repeticiones, es tan viejo que incluso Aristóteles se refiere a él en su
Poética
. Y en realidad, ¿qué es el serial televisivo sino una modalidad actualizada de la tragedia clásica, el gran drama romántico o la novela alejandrina…? De ahí que un lector inteligente pueda gozar mucho con todo eso, de modo excepcional. Y es que también hay excepciones hechas a base de reglas.
Creí que Corso me escuchaba interesado; mas lo vi mover la cabeza igual que un gladiador negándose a aceptar el terreno peligroso que ofrece un adversario.
—Déjese de magisterio literario y vuelva a su club Dumas —sugirió, impaciente—. A ese capítulo que andaba suelto por ahí… ¿Dónde está el resto?
—Allí dentro —respondí, mirando el salón—. Utilicé los sesenta y siete capítulos del manuscrito para organizar la sociedad: un máximo de sesenta y siete miembros, cada uno con un capítulo a modo de acción nominativa. La adjudicación se realiza según una estricta lista de candidatos, y los cambios en la titularidad requieren la aprobación del consejo directivo, que yo presido… El nombre de cada aspirante es rigurosamente discutido antes de aprobar su admisión.
—¿Cómo se transmiten las acciones?
—No se transmiten bajo ningún concepto. Al fallecimiento de un miembro del club, o cuando alguien abandona la sociedad, el capítulo correspondiente debe regresar al seno de ésta. Es el consejo quien lo adjudica a un nuevo candidato. Un socio nunca puede disponer libremente.
—¿Eso intentó Enrique Taillefer?
—En cierto modo. En principio era un candidato ideal. Y fue miembro ejemplar del Club Dumas hasta que infringió las normas.
Corso apuraba el resto de ginebra. Dejó el vaso en la balaustrada cubierta de musgo y estuvo un rato callado, los ojos fijos en las luces del salón. Al fin negó, incrédulo.
—No es motivo para asesinar a nadie —dijo en voz queda; parecía dirigirse a sí mismo—. Y no puedo creer que toda esa gente… —me miró, contumaz—. Son conocidos y respetables, en principio. Nunca se mezclarían en algo así.
Reprimí otro gesto de impaciencia.
—Creo que usted saca extraordinariamente las cosas de quicio… Enrique y yo éramos amigos desde hace tiempo. Nos unía la fascinación común por este tipo de relatos, aunque su gusto literario no estuviese a la altura del entusiasmo… El caso es que el éxito como editor de
best-sellers
gastronómicos le permitía invertir tiempo y dinero en ello. Y, en justicia, si alguien merecía formar parte de nuestra sociedad era él. Por eso recomendé su admisión. Ya le digo que compartíamos, si no el gusto, al menos la afición.