El club Dumas (41 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policiaco, Intriga

BOOK: El club Dumas
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La uña roja de Liana Taillefer estaba ahora inmóvil.

—¿También en las novelas?

—Sobre todo en las novelas. En ellas, si el protagonista razona según esa lógica interna que es la del criminal, acaba llegando forzosamente al mismo punto. Por eso al final siempre terminan encontrándose el héroe y el traidor, el detective y el asesino —sonrió, satisfecho de su razonamiento—. ¿Qué le parece?

—Espléndido —dijo Liana Taillefer, con ironía. También La Ponte miraba a Corso con la boca abierta, aunque en su caso la admiración era sincera—. Fray Guillermo de Baskerville, supongo.

—No sea superficial, Milady. Olvida a Conan Doyle y Allan Poe, por ejemplo. Y al propio Dumas… Por un momento la creí dama de más amplias lecturas.

La mujer miró al cazador de libros con fijeza.

—Ya ve que malgasta su talento conmigo —concluyó, desdeñosa—. No soy el público adecuado.

—Lo sé. Precisamente he venido hasta aquí para que nos lleve hasta él —miró el reloj en su muñeca—. Falta poco más de una hora para el primer lunes de abril.

—También me gustaría saber cómo adivinó eso.

—No lo adiviné —se volvió hacia la joven, que seguía junto a la ventana—. Ella me puso el libro ante los ojos… Y en materia de investigación, un libro es mejor que el mundo exterior: cerrado, sin perturbaciones molestas. Como el laboratorio de Sherlock Holmes.

—Deja de pavonearte, Corso —sugirió la chica con aire de fastidio—. Ya la has impresionado bastante.

La mujer enarcó una ceja, mirándola igual que si la viese por primera vez.

—¿Quién es?

—No me diga que no lo sabe… ¿No la había visto antes?

—Nunca. Me hablaron de una jovencita, pero no de dónde salió.

—¿Quién le habló de ella?

—Un amigo.

—¿Alto, moreno, con bigote y una cicatriz en la cara? ¿Con un labio partido?… ¡El buen Rochefort! Por cierto, me gustaría conocer su paradero. No muy lejos, supongo… Escogieron ustedes dos dignos personajes.

Por alguna razón, eso alteró la impasibilidad de Liana Taillefer. La uña lacada en rojo se hundió en la colcha del mismo modo que si buscara la carne de Corso, y los ojos parecieron deshelarse con destellos de furia.

—¿Acaso son mejores los otros comparsas de la novela?… —había desprecio, arrogancia insultante en el modo con que Milady irguió la cabeza para mirarlos uno tras otro—. Athos, un borracho; Porthos, un idiota; Aramis, un hipócrita conspirador…

—Es un punto de vista —concedió Corso.

—Cállese. ¿Qué sabe de mis puntos de vista?… —Liana Taillefer hizo una pausa, alto el mentón, los ojos clavados en Corso como si ahora le tocase el turno a él—. En cuanto a d’Artagnan —prosiguió—, ése es el peor de todos… ¿Espadachín? Sólo tiene cuatro duelos en
Los tres mosqueteros
, y vence cuando Jussac se está levantando o cuando Bernajoux, en un ataque ciego, se ensarta con su espada. En el asalto con los ingleses se limita a desarmar al barón. Y necesita tres estocadas para derribar al conde de Wardes… En cuanto a generosidad —le dedicó a La Ponte un despectivo gesto del mentón— d’Artagnan es todavía más tacaño que este amigo suyo. La primera vez que paga una ronda general a sus amigos es en Inglaterra, después del asunto Monk. Treinta y cinco años después.

—Veo que es una experta, aunque debí figurármelo. Todos aquellos folletines que tanto parecía odiar… La felicito. Interpretó a la perfección su personaje de viuda harta de las extravagancias de su marido.

—No fingí lo más mínimo. Casi todo era papel viejo, inservible, mediocre. Igual que el propio Enrique. Mi marido era un simple: nunca supo leer entre líneas; separar el oro de la escoria… Era de esos tontos que se pasean por el mundo coleccionando fotos de monumentos y no se enteran de nada.

—No fue el caso de usted.

—Claro que no. ¿Sabe cuáles fueron los dos primeros libros que leí en mi vida?
Mujercitas
y
Los tres mosqueteros
. Cada uno me marcó, a su manera.

—Me enternece.

—No sea imbécil. Ha hecho preguntas y le estoy dando algunas respuestas… Hay lectores elementales: el pobre Enrique. Y lectores que van más allá, que no se resignan al estereotipo: d’Artagnan valiente, Athos caballeresco, Porthos bondadoso, Aramis fiel… ¡Dejen que me ría! —y su risa sonó, en efecto, dramática y siniestra como la de Milady—. Nadie tiene la menor idea. ¿Sabe la imagen que conservo de todo ello, la que siempre admiré?… Esa dama rubia, leal a una idea de sí misma y a quien ha elegido como jefe, luchando sola, con sus propios recursos, miserablemente asesinada por cuatro héroes de cartón piedra… ¡Y ese hijo oculto, huérfano, que aparece veinte años después! —inclinó el rostro, sombría, y había tanto odio en su mirada que Corso estuvo a punto de retroceder un paso— Recuerdo el grabado como si lo estuviera viendo en ese instante: un río, la noche, los cuatro canallas, arrodillados pero sin piedad. Y al otro lado, el verdugo que levanta la espada sobre el cuello desnudo de la mujer…

Un relámpago blanqueó brutalmente su rostro desencajado, la carne blanca y mórbida del cuello, los iris inmersos en las trágicas imágenes que evocaba del mismo modo que si las hubiese vivido alguna vez. Después llegó la vibración de los cristales, el retumbar del trueno.

—Canallas —repitió en voz baja, absorta, y Corso no supo si se refería a él y sus acompañantes o a d’Artagnan y sus amigos.

Desde el alféizar, la chica había hurgado en su mochila y ahora tenía
Los tres mosqueteros
en las manos. Buscaba una página con toda la tranquilidad de su actitud de espectadora neutral. Cuando dio con ella, arrojó el libro abierto sobre la cama sin decir palabra. Era el grabado descrito por Liana Taillefer.


Victa iacet Virtus
—murmuró Corso, estremeciéndose ante la semejanza de aquella escena con la octava lámina de
Las Nueve Puertas
.

A la vista del grabado, la mujer había recobrado la calma. Enarcaba una ceja, de nuevo fría, suficiente. Irónica.

—Es verdad —asintió—. Porque no irá a decirme que es d’Artagnan quien encarna esa virtud. Un gascón oportunista… Por no hablar de sus dotes de seductor. En toda la novela sólo conquista a tres mujeres, dos de ellas con engaños. Su gran amor es una pequeña burguesa de pies grandes, camarera de la reina. La otra es una criada inglesa de quien se aprovecha miserablemente —la risa de Liana Taillefer sonó como un insulto—. ¿Y qué me dice de su vida íntima en
Veinte años después
?… Amancebado con la dueña de una casa de huéspedes a fin de ahorrarse el alquiler… ¡Hermosos lances los del galán, entre criadas, posaderas y sirvientas!

—Pero d’Artagnan seduce a Milady —apuntó Corso con mala fe.

Un rayo de ira rompió otra vez el hielo en los ojos de Liana Taillefer. Si las miradas mataran, el cazador de libros habría caído en ese instante aniquilado a sus pies.

—No es él quien la consigue —respondió la mujer—. Cuando el miserable se acuesta en su cama, es con engaños; haciéndose pasar por otro —recobrada la frialdad, el azul acero seguía clavado en Corso como una daga—. Usted y él habrían hecho una infame pareja.

La Ponte escuchaba con mucha atención; casi podía oírse el ruido de su cerebro cavilando. De pronto frunció el ceño.

—No iréis a decirme que vosotros…

Se volvió hacia la chica en demanda de solidaridad; siempre era el último en enterarse de todo. Pero ella permanecía impasible, observándolos cual si nada fuese asunto suyo.

—Soy gilipollas —concluyó el librero. Entonces fue hasta el marco de la ventana y empezó a dar cabezazos en él.

Liana Taillefer lo miró con menosprecio antes de dirigirse a Corso:

—¿Era indispensable traerlo también?

—Soy gilipollas —repetía La Ponte, atizándose unos golpes tremendos.

—Se cree Athos —aclaró Corso, a modo de justificación.

—Más bien Aramis. Presumido y fatuo. ¿Sabían que hace el amor mirando de reojo la sombra de su perfil en la pared?

—No me diga.

—Se lo aseguro.

La Ponte decidió olvidar la ventana.

—Nos estamos desviando —dijo, molesto—. De la cuestión.

—Cierto —confirmó Corso—. Hablábamos de la virtud, Milady. Usted nos daba lecciones sobre la materia, respecto a d’Artagnan y sus amigos.

—¿Y por qué no?… ¿Por qué han de ser más virtuosos unos matasietes que usan a las mujeres, que aceptan de ellas dinero, que sólo piensan en medrar y hacer fortuna, y no una Milady que es inteligente y valerosa, que elige un jefe, Richelieu, y le sirve con lealtad, jugándose por él la vida?

—Y asesina por él.

—Usted lo ha dicho hace un rato: la lógica interna de la narración.

—¿Interna?… Eso depende del punto en que nos situemos. A su marido lo mataron
fuera
de la novela, no dentro. Su muerte sí fue real.

—Está loco, Corso. Nadie mató a Enrique. Se ahorcó él mismo.

—¿También se ahogó solo Victor Fargas?… Y anoche, a la baronesa Ungern, ¿se le fue la mano con el microondas?

Liana Taillefer se volvió hacia La Ponte y después a la chica, esperando que alguien confirmase lo que acababa de escuchar. Por primera vez desde que entraron por la ventana parecía desconcertada.

—¿De qué me están hablando?

—De los nueve grabados correctos —apuntó Corso—. De
Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras.

A través de la ventana cerrada, entre el viento y la lluvia, llegó el sonido del reloj de un campanario. Casi al mismo tiempo, once campanadas gemelas se escucharon en el interior del edificio, pasillo y escaleras abajo.

—Veo que hay más locos en esta historia —dijo Liana Taillefer.

Estaba pendiente de la puerta. Con la última campanada se había escuchado un ruido en ella, y por los ojos de la mujer cruzó un reflejo de triunfo.

—Cuidado —susurró La Ponte con sobresalto, mientras Corso comprendía por fin lo que estaba a punto de ocurrir. Por el rabillo del ojo vio a la chica erguirse en la ventana, tensa y alerta, y sintió el brusco efecto de la adrenalina disparándose en sus venas.

Todos miraron el pomo de la puerta. Giraba muy despacio, igual que en las películas de misterio.

—Buenas noches —dijo Rochefort.

Vestía un impermeable reluciente de lluvia, abotonado hasta el cuello, y un sombrero de fieltro bajo el que brillaban sus ojos oscuros e inmóviles. La cicatriz le clareaba en zigzag sobre el rostro moreno, cuyo carácter meridional se veía acentuado por el frondoso bigote negro. Estuvo unos quince segundos inmóvil en el umbral de la puerta abierta, con las manos en los bolsillos del impermeable y un charco de agua formándose bajo sus zapatos mojados, sin que nadie pronunciase una palabra.

—Me alegra verte —dijo al cabo Liana Taillefer. El recién llegado hizo un breve gesto afirmativo, sin responder. Todavía sentada en la cama, la mujer señaló a Corso—. Se estaban poniendo impertinentes.

—Espero que no demasiado —dijo Rochefort. Tenía el mismo tono educado y agradable, sin acento definido, que Corso recordaba de la carretera de Sintra. Seguía quieto en el umbral, los ojos fijos en el cazador de libros como si La Ponte y la chica no existieran. Su labio inferior aún se veía hinchado, con huellas de mercromina y dos puntos de sutura que cerraban la herida reciente. Recuerdo de los muelles del Sena, pensó Corso, malévolo, acechando con curiosidad la reacción de la joven. Pero, tras el primer momento de sorpresa, ella volvía a su papel de espectadora sólo vagamente interesada en la escena.

Sin perder de vista a Corso, Rochefort se dirigió a Milady.

—¿Cómo llegaron hasta aquí? La mujer hizo un gesto vago.

—Son chicos listos —tras deslizar sus ojos sobre La Ponte, los detuvo en Corso—. Al menos uno de ellos.

Rochefort volvió a asentir con la cabeza. Un poco entornados los párpados, parecía analizar la situación.

—Esto complica las cosas —dijo al fin, quitándose el sombrero para arrojarlo sobre la cama—. Las complica mucho.

Liana Taillefer estaba de acuerdo. Alisó su falda y, con un hondo suspiro, se puso en pie. El movimiento hizo que Corso girase un poco hacia ella, tenso e indeciso. Entonces Rochefort sacó una mano del bolsillo del impermeable, y el cazador de libros dedujo que era zurdo. El descubrimiento no tenía mucho mérito: se trataba de la mano izquierda, y ésta sostenía un revólver de cañón chato, pequeño y pavonado, azul oscuro, casi negro. Mientras, Liana Taillefer se acercó a La Ponte para quitarle el manuscrito Dumas de las manos.

—Repite ahora lo de golfa —estaba tan cerca de él y lo miraba con tal desprecio que casi le escupió en la cara—. Si tienes agallas.

La Ponte no las tenía. Era un superviviente nato, y sus modales de arponero intrépido los reservaba para momentos de euforia etílica. Así que se guardó muy bien de repetir nada.

—Yo sólo pasaba por aquí —declaró, conciliador, buscando con los ojos una jofaina para lavarse las manos de todo aquello.

—Qué haría yo, Flavio —dijo Corso, resignado—. Sin ti.

El librero se excusaba con cara de circunstancias:

—Creo que eres injusto —arrugando la frente con aire ofendido fue a situarse más cerca de la chica; aquél debía de parecerle el lugar más seguro de la habitación—. Bien mirado, se trata de tu aventura, Corso… ¿Y qué es la muerte para un tipo como tú? Nada. Un trámite. Además, te pagan una pasta. Y la vida es básicamente desagradable —se quedó mirando el cañón del revólver de Rochefort. Después pasó un brazo en torno a los hombros de la joven para suspirar, melancólico—. Espero que no te pase nada. Pero si te ocurre, a nosotros nos tocará lo más duro: seguir vivos.

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