El club Dumas (38 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policiaco, Intriga

BOOK: El club Dumas
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—La muy zorra. Largarse sin liquidar la cuenta.

—Te está bien empleado, por listo.

—La mataré con mis propias manos. Lo juro.

El hotel era carísimo, y la traición empezaba a parecerle monstruosa al librero; ya no se veía tan al margen como media hora antes, sino sombrío igual que un Achab vengativo. Subieron a un taxi, y Corso le dio al conductor las señas de la baronesa Ungern. Por el camino le contó al otro el resto de la historia: el tren, la chica, Sintra, París, los tres ejemplares de
Las Nueve Puertas
, la muerte de Fargas, el incidente en los muelles del Sena… La Ponte escuchaba asintiendo, incrédulo al principio y abrumado después.

—He cohabitado con una víbora —se lamentó, estremeciéndose.

Corso estaba de mal humor, y apuntó que muy rara vez las víboras mordían a los cretinos. La Ponte consideró el asunto. No parecía ofendido.

—Y sin embargo —dijo— es una mujer de rompe y rasga. Con un cuerpazo impresionante.

A pesar del rencor recién adquirido tras la dentellada a su tarjeta de crédito, los ojos le brillaron, lúbricos, mientras se acariciaba la barba.

—Impresionante —repitió, con sonrisita boba.

Corso miraba por la ventanilla, hacia el tráfico.

—Eso mismo dijo el duque de Buckingham.

—¿Buckingham?

—Sí. En
Los tres mosqueteros
. Después del episodio de los herretes de diamantes, Richelieu encomienda a Milady el asesinato del duque; pero éste la encarcela cuando regresa a Londres. Allí seduce a su carcelero Felton, un idiota como tú en versión puritana y fanática, y lo convence para que la ayude a escapar y, de paso, asesine a Buckingham.

—No recordaba el episodio. ¿Y qué tal le fue a ese Felton?

—Le dio de puñaladas al duque. Después lo ejecutaron; ignoro si por asesino o por estúpido.

—Al menos no le hicieron pagar la factura del hotel. El taxi circulaba por el Quai de Conti, cerca de donde Corso había tenido la penúltima escaramuza con Rochefort. En ese momento La Ponte recordó algo:

—Oye, ¿no tenía Milady una marca en un hombro?

Asintió Corso. En ese momento pasaban ante la escalera por donde había rodado la noche anterior.

—Sí —respondió— Impresa por el verdugo con hierro candente; la marca de los criminales. Ya la llevaba cuando estuvo casada con Athos… d’Artagnan lo des cubrió al irse a la cama con ella, y el asunto por poco le cuesta el cuello.

—Es curioso. ¿Sabes que Liana también lleva una marca?

—¿En el hombro?

—No. En una cadera. Un tatuaje pequeño, muy bonito, en forma de flor de lis.

—No me digas.

—Te lo juro.

Corso no recordaba el tatuaje, pues cuando el fugaz escarceo en su casa con Liana Taillefer —parecían haber transcurrido años desde aquello— apenas tuvo tiempo de fijarse en esa clase de detalles. De un modo u otro, todo empezaba a quedar fuera de control. Y no se trataba ya de coincidencias folklóricas, sino de un plan establecido; demasiado complejo y peligroso para considerar una simple parodia la actuación de la mujer y su esbirro de la cicatriz. Aquello era un complot con todos los ingredientes del género, y tenía que haber alguien moviendo los hilos. Nunca mejor dicho, una Eminencia Gris. Tocó el bolsillo donde llevaba la carta de Richelieu. Era demasiado excesivo. Y sin embargo, precisamente en lo insólito, en lo novelesco de todo aquello, tenía que estar la solución. Recordaba algo leído una vez, en Allan Poe o en Conan Doyle:
«Este misterio parece insoluble por las mismas razones que lo hacen solucionable: lo excesivo, lo
outré
de sus circunstancias»
.

—Aún no sé si todo esto es una monumental tomadura de pelo, o auténtico encaje de bolillos —dijo en voz alta, a modo de conclusión.

La Ponte había encontrado un agujero en la piel sintética del asiento, y lo agrandaba hurgando con el dedo, nervioso.

—Sea lo que sea, da muy mala espina —hablaba en voz baja a pesar del cristal antirrobo que los separaba del conductor del taxi—. Espero que sepas lo que haces.

—Eso es lo malo. Que no estoy seguro de lo que hago.

—¿Por qué no vamos a la policía?

—¿Y qué les digo?… ¿Que Milady y Rochefort, agentes del cardenal Richelieu, nos han robado un capítulo de
Los tres mosqueteros
y un libro para convocar a Lucifer? ¿Que el diablo se ha enamorado de mí, encarnándose en una veinteañera para convertirse en mi guardaespaldas?… Dime qué harías tú si fueses el comisario Maigret y yo viniera con ese argumento.

—Te haría soplar en un alcoholímetro, supongo.

—Pues fíjate.

—¿Y Varo Borja?

—Ésa es otra —Corso soltó un gemido de agobio—. No quiero ni pensarlo, cuando sepa que perdí el libro.

El taxi se abría paso con dificultad entre el tráfico de la mañana y Corso miraba el reloj, impaciente. Por fin llegaron junto al
bar-tabac
donde estuvo la noche anterior, para encontrar grupos de gente curioseando en las aceras y señales de prohibido el paso en la esquina. Mientras bajaba del taxi, Corso vio también una furgoneta de la policía y un camión de bomberos. Entonces apretó los dientes, soltando una sonora blasfemia que hizo sobresaltarse a La Ponte. También el número Tres había volado.

La chica se les acercó entre la gente, con su pequeña mochila a la espalda y las manos en los bolsillos de la trenca. Aún se veía un rastro de humo en los tejados.

—El piso ardió a las tres de la madrugada —informó sin mirar a La Ponte, como si éste no existiera—. Los bomberos todavía están dentro.

—¿Y la baronesa Ungern? —preguntó Corso.

—También dentro —la vio hacer un gesto ambiguo; no exactamente de indiferencia sino resignado, fatalista. Como si aquello hubiera estado previsto en alguna parte—. El cadáver apareció carbonizado en su despacho. El fuego empezó allí. Incendio fortuito, dicen los vecinos; una colilla mal apagada.

—La baronesa no fumaba —dijo Corso.

—Anoche fumó.

El cazador de libros echó un vistazo por encima de las cabezas que se agolpaban ante la valla policial. Apenas pudo ver nada: el extremo superior de una escala de socorro apoyada en el edificio, los destellos intermitentes de una ambulancia en la puerta. Había quepis de guardias y cascos de bomberos, y el aire olía a madera y plástico quemados. Entre los curiosos, un par de turistas norteamericanos se fotografiaba el uno al otro, posando junto al gendarme que vigilaba la barrera. Una sirena se puso en marcha en alguna parte y después se interrumpió bruscamente. Alguien entre los curiosos dijo que estaban sacando el cadáver, pero era imposible ver nada. Tampoco, se dijo Corso, habría mucho que ver.

Encontró los ojos de la chica fijos en él, sin rastro de la noche pasada. Era la de ahora una mirada atenta, práctica; un soldado moviéndose cerca del campo de batalla.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella.

—Esperaba que tú me lo dijeras.

—No hablo de esto —por primera vez pareció fijarse en La Ponte—. ¿Quién es?

Corso se lo dijo. Después dudó un segundo, preguntándose si el otro captaría el matiz:

—La chica de que te hablé. Se llama Irene Adler.

La Ponte no captaba nada. Se limitó a mirarlos un poco desconcertado, primero a la joven y luego a su amigo, y alargó por fin, a modo de saludo, una mano que ella no vio, o hizo gesto de no ver. Estaba pendiente de Corso.

—No llevas tu bolsa —le dijo.

—No. Rochefort la consiguió por fin. Se fue con Liana Taillefer.

—¿Quién es Liana Taillefer?

Corso la miró con dureza, pero sólo encontró serenidad en los ojos de la chica.

—¿No conoces a la desconsolada viuda?

—No.

Sostenía el gesto sin inquietud ni sorpresa, imperturbable. Muy a su pesar, Corso estuvo a punto de creerla.

—Da igual —dijo por fin—. El caso es que se han largado.

—¿Adónde?

—No tengo la menor idea —descubrió el colmillo en una mueca desesperada, suspicaz—. Creí que tú sabrías algo.

—No sé nada de Rochefort. Ni de esa mujer —lo dijo con indiferencia; dando a entender que en realidad aquél no era asunto suyo. Corso se sintió más confuso. Esperaba alguna emoción por su parte; entre otras cosas, ella misma se había erigido en paladín de sus intereses. O al menos que formulara un reproche, algo del tipo te está bien empleado por pasarte de listo. Pero la joven no hizo reproches. Miraba a su alrededor cual si buscara algún rostro conocido entre la gente, y él fue incapaz de adivinar si meditaba sobre lo ocurrido o tenía la cabeza en otro sitio, lejos del drama.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular, realmente desorientado. Agresiones aparte, había visto esfumarse uno tras otro los tres ejemplares de
Las Nueve Puertas
y el manuscrito Dumas. Llevaba tres cadáveres a rastras, si sumaba el suicidio de Enrique Taillefer, y había gastado una enorme cantidad de dinero que no era suyo, sino de Varo Borja… Varus, Varus: devuélveme mis legiones. Maldita fuera su propia estampa. En ese momento hubiera querido tener treinta y cinco años menos para desahogarse a lágrima viva, sentado en la acera.

—Podríamos —sugirió La Ponte— tomar un café.

Lo dijo frívolo, con una sonrisa del tipo ánimo chicos, no será para tanto, y Corso comprendió que el pobre tipo no se daba cuenta del lío enorme en que todos estaban metidos. Pero, básicamente, la idea no le pareció tan mala. Tal y como estaban las cosas no se le ocurría nada mejor.

—A ver si lo he entendido —a La Ponte le goteó un poco de café con leche por la barba mientras mojaba un trozo de
croissant
en su taza—. En 1666 Aristide Torchia escondió un ejemplar especial. Una especie de copia de seguridad repartida en tres libros… ¿No es eso? Con diferencias en ocho de sus nueve grabados. Y hay que reunir los originales para que el conjuro funcione —engulló el trozo de
croissant
húmedo y se limpió con una servilleta de papel—… ¿Voy bien?

Estaban los tres sentados en una terraza frente a Saint-Germain-des-Prés. La Ponte se desquitaba del desayuno interrumpido en el Crillon, y la chica, que no había abandonado su actitud de mantenerse al margen, bebía una naranjada a través de una pajita mientras escuchaba en silencio. Tenía
Los tres mosqueteros
abierto sobre la mesa, y a veces pasaba una página, leyendo distraída, antes de levantar la cabeza para escuchar de nuevo. En cuanto a Corso, los acontecimientos le habían hecho un nudo en el estómago; imposible tragar nada.

—Vas bien —le dijo a La Ponte. Se echaba hacia atrás en la silla, las manos en los bolsillos del gabán y mirando sin ver el campanario de la iglesia—. Aunque existe la posibilidad de que la edición completa, la que fue quemada por el Santo Oficio, constara también de tres series de libros con láminas alteradas, de modo que sólo los verdaderos estudiosos del tema, los iniciados, lograsen combinar tres ejemplares correctos… —enarcó las cejas arrugando la frente con pesadumbre—. Eso ya no podremos saberlo nunca.

—¿Y quién dice que sólo eran tres? A lo mejor imprimió cuatro, o nueve series distintas.

—En tal caso, todo esto no habrá servido para nada. Sólo hay tres libros conocidos.

—Sea como sea, alguien quiere reconstruir el libro original. Y se apodera de las láminas auténticas… —La Ponte hablaba con la boca llena; seguía engullendo el desayuno con apetito—. Pero el valor bibliófilo le trae sin cuidado. Cuando tiene los grabados correctos destruye lo demás. Y asesina a sus propietarios. Victor Fargas, en Sintra. La baronesa Ungern aquí, en París. Y Varo Borja, en Toledo… —se interrumpió con un bocado a medio masticar y miró a Corso, un poco decepcionado—. Oye, este planteamiento falla. Varo Borja sigue vivo.

—Su libro lo tengo yo. Y a mí sí han intentado jugármela, anoche y esta mañana.

La Ponte no parecía muy convencido.

—Tú lo has dicho: jugártela… ¿Por qué no te mató Rochefort?

—No lo sé —añadió un gesto de ignorancia; él mismo se había formulado ya esa pregunta—. Tuvo dos veces la ocasión, pero no lo hizo… En cuanto a que Varo Borja siga vivo, tampoco sabría qué decir. No contesta a mis llamadas telefónicas.

—Eso lo convierte en candidato a estar muerto. O en sospechoso.

—Varo Borja es sospechoso por definición, y dispone de medios para haberlo organizado todo —señaló a la chica que seguía leyendo, ajena en apariencia a la conversación—. Seguro que ella podría aclarárnoslo, si quisiera.

—¿Y no quiere? —No.

—Pues denúnciala. Si asesinan gente, eso tiene un nombre: cómplice.

—¿Denunciarla?… Estoy metido hasta el cuello en esto, Flavio. Igual que tú.

La chica había interrumpido su lectura, sosteniendo la mirada de ambos, imperturbable, sin abrir la boca más que para sorber un poco de naranjada. Sus ojos iban del uno al otro, reflejándolos sucesivamente. Por fin se detuvieron en Corso.

—¿De verdad te fías de ella? —inquirió La Ponte.

—Depende de para qué. Anoche peleó por mí, y lo hizo muy bien.

El librero compuso una mueca, perplejo, observando a la chica. Sin duda intentaba imaginarla ejerciendo de guardaespaldas. También debía de preguntarse hasta dónde habrían intimado ella y Corso, porque éste lo vio evaluar con mirada experta lo que la trenca dejaba a la vista, mientras se acariciaba la barba. Lo que sí parecía claro era hasta dónde estaba dispuesto a llegar el propio La Ponte si la chica le daba una oportunidad, a pesar de las muchas sospechas que le infundía. Incluso en momentos como aquél, el ex secretario general de la Hermandad de Arponeros de Nantucket era de los que siempre anhelan regresar al útero. A cualquier útero.

—Es demasiado guapa —La Ponte movía la cabeza a modo de conclusión—. Y demasiado joven. Demasiado para ti.

Sonrió Corso al oír aquello.

—Te sorprendería saber lo vieja que parece a veces.

El librero chasqueó la lengua, escéptico.

—Regalos así no caen del cielo.

La chica había asistido al diálogo, silenciosa. Y ahora, por primera vez en el día, la vieron sonreír, como si acabase de oír un chiste divertido.

—Hablas demasiado, Flavio Comotellames —le dijo a La Ponte, que parpadeó con desasosiego. La sonrisa de ella se hizo más aguda, semejante a la de un chico malvado—. De cualquier modo, lo que haya entre Corso y yo no es asunto tuyo.

Era la primera vez que le dirigía la palabra al librero. Tras un breve desconcierto, éste se volvió hacia su amigo, azarado, en inútil busca de apoyo; pero el cazador de libros se limitó a sonreír de nuevo.

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