—Eres un cerdo. Un traidor.
La Ponte lo miró, apenado.
—No tomaré eso en cuenta, amigo. Estás muy tenso.
—Claro que estoy tenso, rata de cloaca.
—Eso tampoco lo tomaré en cuenta.
—Hijoputa.
—Como si no te oyese, viejo compañero. La amistad reside en estos pequeños detalles.
—Celebro —apuntó Milady, cáustica— que conserven el espíritu de equipo.
Corso reflexionaba a toda prisa, aunque reflexionar era inútil en aquel momento. No había ningún ejercicio de la mente capaz de arrancar el arma de la mano al hombre que la empuñaba; aunque Rochefort lo hiciera sin apuntar a nadie en particular, con cierta desgana, creyendo suficiente mostrarla para situar las cosas en su sitio. Por otra parte, si el deseo de zanjar con el hombre de la cicatriz su par de cuentas pendientes era muy intenso, tampoco Corso gozaba de la violenta destreza técnica requerida para ello. Descartado La Ponte, la única esperanza de alterar la relación de fuerzas residía en la chica. Pero, a menos que fuese una consumadísima actriz, poco era de esperar por ese flanco; la esperanza se extinguió al primer vistazo. La supuesta Irene Adler se había sacudido de los hombros el brazo de La Ponte para recostarse otra vez en la ventana, desde donde ahora los observaba inexplicablemente distante. Resuelta, en absurda apariencia, a mantenerse fuera del espectáculo.
Liana Taillefer se acercó a Rochefort con el manuscrito Dumas en las manos, muy satisfecha de su rápida recuperación. A Corso le extrañó que no mostrara idéntico interés por
Las Nueve Puertas
, que seguían dentro de la bolsa de lona, a los pies de la cama.
—¿Y ahora? —oyó que la mujer le preguntaba al otro en voz baja.
Para sorpresa de Corso, Rochefort se mostró poco seguro. Movía el revólver de un lado a otro, sin saber dónde apuntar. Después, cambiando con Milady una mirada larga y llena de significados ocultos, sacó la mano derecha del bolsillo y se la pasó por la cara, indeciso.
—No podemos dejarlos aquí—dijo, al cabo.
—Ni llevárnoslos —añadió ella.
El otro asintió muy despacio mientras el revólver parecía descartar la anterior duda. Corso comprobó que se afirmaba en su mano, el cañón apuntándole al estómago. Sintió que se le crispaban los músculos abdominales al tiempo que intentaba, sujeto, verbo y predicado, formular una protesta con sintaxis coherente. Sólo emitió un ruido gutural e informe.
—No irán a matarlo —apuntó La Ponte, probando suerte una vez más para quedarse al margen del asunto.
—Flavio —logró articular Corso a pesar de su boca seca—. Si salgo de ésta, juro que te romperé la cara. En pedazos.
—Sólo quería ayudar.
—Mejor ayudas a tu madre a dejar la calle.
—Bueno, pues vale, pues cierro la boca.
—Eso, ciérrela —intervino Rochefort, amenazador. Había cambiado una última mirada con la Taillefer, y acababa, en apariencia, de adoptar una decisión. Cerró la puerta a su espalda sin dejar de seguir a Corso con el revólver, y se guardó la llave en el bolsillo del impermeable. De perdidos al río, se dijo el cazador de libros con el pulso batiéndole en las sienes y las muñecas. El tambor de Waterloo redoblaba en algún lugar de su conciencia cuando, con la última lucidez previa a la desesperación, se vio calculando la distancia que lo separaba de la pistola y el tiempo necesario para franquearla, en qué momento sonaría el primer tiro y en qué posición iba a recibirlo. Las posibilidades de salir con la piel intacta eran mínimas, pero tal vez cinco segundos después se convirtieran en inexistentes; así que la corneta tocó llamada. Última carga con Ney al frente, el bravo entre los bravos, ante los ojos cansados del Emperador. Con Rochefort en vez de escoceses grises, pero, eso sí, una bala era una bala. Todo absurdo, se dijo en el penúltimo segundo antes de pasar a la acción. Y se preguntó si, en ese contexto, la muerte que iba a golpearle el pecho una pequeña partícula de tiempo más tarde sería real o irreal, y si iba a encontrarse flotando en la nada o en el Walhalla de los héroes de papel. Ojalá aquellos ojos claros que sentía fijos en su espalda —¿el Emperador? ¿el diablo enamorado?— estuviesen esperando en el crepúsculo, para guiarlo al otro lado del río de las sombras.
Entonces Rochefort hizo algo extraño. Alzó la mano libre pidiendo tiempo — gesto absurdo a tales alturas de la cuestión— mientras movía el revólver del mismo modo que si fuera a guardarlo en el bolsillo. El ademán sólo duró un momento y el arma volvió a orientarse de nuevo, pero el agujero negro del cañón apuntaba sin demasiada convicción. Y Corso, con el pulso como un torrente, tensos los músculos y a punto de saltar a ciegas, se contuvo, aturdido, al comprender que no era ésa la hora en que debía morir.
Todavía incrédulo vio a Rochefort cruzar la habitación, acercarse al teléfono y marcar el número de la línea exterior antes de componer otro de varias cifras. Desde su posición estuvo oyendo el ruido lejano de la llamada a través de la línea hasta que un
clic
lo interrumpió.
—Corso está aquí —dijo Rochefort, y se quedó callado, esperando, como si hubiera un silencio idéntico al extremo de la línea. El revólver seguía perezosamente orientado hacia un lugar impreciso del espacio. Después el hombre de la cicatriz asintió dos veces, estuvo otro rato escuchando inmóvil y murmuró «de acuerdo» antes de devolver el auricular a su horquilla.
—Quiere verlo —dijo a Milady. Ambos se volvieron a mirar a Corso; con irritación la mujer, preocupado Rochefort.
—Es absurdo —protestó ella.
—Quiere verlo —repitió el otro.
Milady encogió los hombros. Dio unos pasos por la habitación, hojeando airada las páginas de
El vino de Anjou
.
—En cuanto a nosotros… —empezó a decir La Ponte.
—Usted se queda aquí —dijo Rochefort, señalándolo con el cañón del arma. Después se tocó la herida de la boca—. Y la muchacha también.
A pesar del labio partido, no parecía guardar demasiado rencor a la chica. Corso creyó advertir, incluso, una chispa de curiosidad en su forma de mirarla antes de volverse a Liana Taillefer para confiarle el revólver.
—No deben salir de aquí.
—¿Por qué no te quedas tú?
—Quiere que lo lleve yo. Es más seguro.
Milady asintió, hosca. Saltaba a la vista que no era ése el papel que tenía previsto desempeñar aquella noche; pero igual que su trasunto novelesco, era una sicaria disciplinada. A cambio del arma entregó a Rochefort el manuscrito Dumas. Después estudió a Corso, inquieta.
—Espero que no te cause problemas.
Rochefort sonrió tranquilo, con seguridad, y sacó del bolsillo una navaja automática de grandes dimensiones para mirarla reflexivo; parecía que hasta ese momento no hubiera recordado bien si la llevaba consigo. La blancura de sus dientes contrastaba sobre la piel del rostro surcado por la cicatriz.
—No creo —repuso, guardando la navaja que ni siquiera había abierto, mientras dirigía a Corso un ademán al tiempo amistoso y siniestro. Después cogió su sombrero de encima de la cama, hizo girar la llave en la cerradura e indicó el pasillo con una reverencia exagerada, del mismo modo que si agitara en la mano un chambergo emplumado.
—Su Eminencia aguarda, caballero —dijo. Y soltó una carcajada perfecta, breve y seca, de esbirro cualificado.
Antes de abandonar la habitación, Corso observó a la chica. Había vuelto la espalda a Milady, que los encañonaba a ella y a La Ponte, desinteresándose de cuanto allí ocurría. Apoyada en la ventana miraba hacia afuera, absorta en el viento y la lluvia, recortada a contraluz en los relámpagos que iluminaban la noche.
Salieron a la calle, en la tormenta. Rochefort había puesto la carpeta con el manuscrito Dumas bajo el impermeable para protegerla de la lluvia, y guiaba a Corso por las callejuelas que conducían a la parte vieja del pueblo. Ráfagas de agua agitaban las ramas de los árboles, repiqueteando ruidosamente en los charcos y sobre los adoquines; gruesas gotas le caían a Corso por el pelo y la cara. Se levantó el cuello del gabán. El pueblo estaba a oscuras y no se veía un alma; sólo el resplandor de la tempestad iluminaba las calles a intervalos, recortando tejados de edificios medievales, el perfil sombrío de Rochefort bajo el ala goteante del sombrero, las siluetas de los dos hombres en el suelo mojado, quebradas en violentos zigzags con las descargas eléctricas que sonaban igual que truenos del diablo al golpear, semejantes a latigazos, la agitada corriente del Loira.
—Hermosa noche —dijo Rochefort, vuelto hacia Corso para hacerse oír sobre el estruendo.
Parecía conocer bien el pueblo. Caminaba con seguridad, girándose a medias de vez en cuando para comprobar si el acompañante continuaba a su lado. Gesto innecesario, pues en ese momento Corso lo hubiera seguido hasta las mismas puertas del infierno; parada y fonda que, por otra parte, no descartaba en absoluto encontrar al término de tan funesto recorrido. Sucesivamente, los relámpagos alumbraron un arco medieval, un puente sobre un antiguo foso, un cartel de
Boulangerie-patisserie
, una plaza desierta, una torre cónica y una verja de hierro con un cartel:
Chateau de Meung sur Loire. XIIème-XIIIème siècles
.
Había una ventana con luz a lo lejos, al otro lado de la verja, pero Rochefort torció a la derecha y Corso lo hizo tras él. Siguieron un lienzo de muralla cubierta de hiedra para llegar a cierta poterna semioculta en el muro. Entonces Rochefort sacó una llave, una pieza de hierro enorme y antigua, y la introdujo en la cerradura.
—Juana de Arco utilizó esta puerta —informó a Corso mientras hacía girar la llave, y un último relámpago desveló peldaños que bajaban hacia las tinieblas. En el fugaz resplandor, Corso pudo ver también la sonrisa de Rochefort, sus ojos oscuros brillando bajo el ala del sombrero, la cicatriz lívida en la mejilla. Al menos, se dijo, era un digno adversario: nadie podía plantear reclamación en cuanto a la irreprochable puesta en escena. Empezaba, bien a su pesar, a profesarle una retorcida simpatía al individuo, fuera quien fuese, capaz de ejecutar con semejante aplicación tan canallesco papel. Alejandro Dumas habría disfrutado como un niño con todo aquello.
Rochefort empuñaba una pequeña linterna, alumbrando la escalera larga y estrecha que se perdía en dirección al sótano.
—Vaya delante —dijo.
Los pasos resonaban en las revueltas del pasadizo. Al cabo de un instante, Corso se estremeció bajo el gabán mojado; un aire frío, con olor a cerrado y humedad de siglos, ascendía hasta ellos. El haz de luz mostraba peldaños gastados por el uso, manchas de agua en las bóvedas. La escalera moría en un corredor angosto con rejas herrumbrosas. Rochefort iluminó un instante un foso circular, a la izquierda.
—Son los antiguos calabozos del obispo Thibault d’Aussigny —informó a Corso—. Por ahí arrojaban los cadáveres al Loira. François Villon estuvo preso en este lugar.
Y se puso a recitar entre dientes, en tono zumbón:
Ayez pitié, ayez pitié de moi…
Era un canalla culto, sin duda. Con cierto toque didáctico y seguro de sí mismo. Corso no fue capaz de establecer si eso mejoraba o empeoraba la situación; pero había una idea que le rondaba la cabeza desde que entraron en el pasadizo. A fin de cuentas —su propio chiste le hizo muy poca gracia— de perdidos, al río.
El subterráneo ascendía ahora bajo los arcos de la bóveda por la que goteaban más regueros de humedad. Los ojos brillantes de una rata se materializaron al extremo de la galería, desapareciendo después con un chillido. La linterna iluminó el ensanchamiento final del pasadizo en una sala circular cuyo techo, sostenido por nervios ojivales, descansaba sobre una gruesa columna central.
—La cripta —informó Rochefort cada vez más locuaz, moviendo el haz de luz a su alrededor—. Siglo doce. Las mujeres y los niños se refugiaban aquí durante los ataques al castillo.
Muy instructivo. Sin embargo, Corso no estaba en condiciones de apreciar la información de su extravagante cicerone; se hallaba tenso y alerta, al acecho de la ocasión oportuna. Subían ahora por una escalera de caracol, cuyas saeteras filtraban estrechos resplandores de la tormenta que seguía retumbando al otro lado de los muros.
—Sólo unos metros y habremos llegado —comentó Rochefort a su espalda y algo más abajo; la linterna iluminaba los peldaños entre las piernas de Corso y el tono de sus palabras era conciliador—. Y ahora que el asunto está a punto de acabar —añadió— debo decirle una cosa: a pesar de todo, usted lo hizo muy bien. La prueba es que ha llegado hasta aquí… Espero que no me guarde demasiado rencor por lo del Sena y el hotel Crillon. Son gajes del oficio.
No precisó de qué oficio, pero daba igual. Porque ya Corso se volvía hacia él, deteniéndose con ademán de responder algo o formular una pregunta. Se trataba de un movimiento casual nada sospechoso, al que en justicia Rochefort no podía oponer ningún reparo. Quizá por eso no supo reaccionar cuando, en el mismo gesto, Corso se le dejó caer encima mientras extendía brazos y piernas contra el muro para no verse arrastrado escaleras abajo. El caso de Rochefort resultó distinto: los peldaños eran estrechos, la pared lisa y sin asideros, y además estaba lejos de esperar el ataque. La linterna, milagrosamente intacta, iluminó varios momentos de la escena al caer rodando por la escalera: Rochefort con los ojos desencajados y una expresión de sorpresa en la cara, Rochefort piernas por alto intentando asirse desesperadamente al vacío, Rochefort a punto de desaparecer tras la revuelta de la escalera de caracol, el sombrero de Rochefort rodando de peldaño en peldaño hasta detenerse en uno de ellos… Y algo después, seis o siete metros más abajo, un ruido sordo, algo así como
clunc
. O tal vez
plaf
. El caso es que Corso, que se había quedado presionando con los brazos y piernas abiertos contra las paredes por no acompañar a su adversario en tan incómodo viaje, recobró de pronto la movilidad. El corazón le latía desbocado mientras bajaba saltando los peldaños de tres en tres. Se agachó un instante para coger la linterna del suelo y por fin llegó al pie de la escalera donde Rochefort, hecho un ovillo, rebullía débilmente, dolorido y maltrecho.
—Gajes del oficio —precisó Corso, iluminándose la cara con la linterna para que, desde el suelo, el otro pudiera ver su sonrisa amistosa. Después le dio una patada en la sien, oyendo cómo la cabeza de Rochefort golpeaba fuerte contra el primer peldaño. Levantó el pie para darle otra más, a fin de asegurarse, pero con un vistazo comprobó que no era necesaria: Rochefort estaba con la boca abierta, y un hilo de sangre le salía por la oreja. Se inclinó sobre él para ver si respiraba, comprobó que sí, y tras abrirle el impermeable se puso a registrar sus bolsillos, apoderándose de la navaja, una cartera con dinero, un documento de identidad francés y la carpeta con el manuscrito Dumas, que puso bajo su gabán, entre el cinturón y la camisa. Después apuntó el haz de la linterna hacia la escalera de caracol y volvió a subir por ella, esta vez hasta el final. Encontró allí un rellano con puerta de gruesos herrajes y clavos hexagonales, bajo la que se filtraba una rendija de luz, y permaneció inmóvil cosa de medio minuto, intentando recobrar el aliento y serenar un poco los latidos de su corazón. Al otro lado estaba la respuesta al enigma, y se dispuso a encararla con los dientes apretados, en una mano la linterna y en la otra la navaja de Rochefort, que se abrió en su palma con amenazador chasquido automático.