—Que la cosa escapa a mi control. Que el manuscrito lo tienes tú. Y que te firmé un contrato.
—Es mentira. No hemos firmado nada.
—Claro que es mentira. Pero así te cuelgo a ti el mochuelo si las cosas se complican. Eso no me impide atender ofertas: la viuda y el que suscribe cenaremos juntos una de estas noches. Negocios. Para discutir la cuestión. Soy el arponero audaz.
—Tú no eres arponero ni nada. Eres un sucio bastardo y traidor.
—Sí. Inglaterra me hizo así, que diría ese meapilas de Graham Greene. En el colegio me apodaban
Yo-no-he-sido
… ¿Nunca te he contado cómo aprobé Matemáticas? —alzó otra vez las cejas, evocador, con ternura nostálgica— …Siempre fui un delator nato.
—Pues ten cuidado con Liana Taillefer.
—¿Por qué? —La Ponte se miraba en el espejo del bar. Hizo una mueca lúbrica—. Desde que le llevaba los folletines al marido me gusta esa tía. Tiene mucha clase.
—Sí —concedió Corso—. Mucha clase media.
—Oye, no sé por qué te cae tan mal. Con lo aparente que es.
—Hay gato encerrado.
—Me encantan los gatos. Sobre todo si sus dueñas son rubias y guapas.
Corso le daba golpecitos con un dedo sobre el nudo de la corbata.
—Escucha, idiota. En las historias de misterio siempre muere el amigo. ¿Captas el silogismo?… Ésta es una historia de misterio y tú eres mi amigo —le dedicó un guiño cargado de lógica abrumadora—. Así que llevas todas las papeletas.
Obstinado en el recuerdo de la viuda, La Ponte no se dejaba intimidar.
—Venga ya. No he cantado un bingo en mi vida. Además, ya te dije dónde me pedía el tiro: en el hombro.
—Hablo en serio. Taillefer está muerto.
—Suicidado.
—A saber. Y puede morir más gente.
—Pues muérete tú. Aguafiestas. Cabrón.
El resto de la velada consistió en variaciones sobre el mismo tema. Se despidieron cinco o seis copas más tarde, quedando en telefonearse cuando Corso estuviera en Portugal. La Ponte se fue con paso inseguro y sin pagar, pero le regaló la colilla de Rochefort. Así, le dijo, tienes la parejita.
¿Azar? Permitid que me ría, pardiez. Ésa es una explicación que sólo satisface a los imbéciles.
(M. Zevaco.
Los Pardellanes
)
CENIZA HNOS.
ENCUADERNACIÓN
Y RESTAURACIÓN DE LIBROS
El cartel de madera colgaba de una ventana con cristales opacos de polvo. Era un rótulo cuarteado, lleno de grietas, descolorido por el tiempo y la humedad. El taller de los hermanos Ceniza estaba en el entresuelo de un edificio antiguo de cuatro pisos, apuntalado en su parte posterior, en una calle umbría del Madrid viejo.
Lucas Corso llamó dos veces al timbre sin obtener respuesta. Así que miró el reloj y, recostado en la pared, se dispuso a esperar. Conocía bien las costumbres de Pedro y Pablo Ceniza; en ese momento se hallaban a un par de calles de distancia, junto al mostrador de mármol del bar
La Taurina
, trasegando medio litro de vino a modo de desayuno mientras discutían sobre libros y toros. Solteros, borrachines, gruñones e inseparables.
Los vio llegar diez minutos después, uno junto al otro, con los guardapolvos grises que flotaban igual que sudarios sobre sus flacas osamentas; encorvados por toda una vida sobre la prensa o los hierros de estampar, cosiendo pliegos y dorando tafiletes. Ninguno de los dos había cumplido los cincuenta, pero era fácil atribuirles diez años más al reparar en sus mejillas hundidas, las manos y ojos gastados por el minucioso trabajo artesano, la piel descolorida como si el pergamino con que trabajaban les hubiese transmitido una cualidad pálida y fría. El parecido físico de los hermanos resultaba extraordinario: la misma nariz grande, idénticas orejas pegadas a los cráneos de pelo ralo peinado hacia atrás, sin raya. Las únicas diferencias notables residían en la estatura y la locuacidad: Pablo, el menor, era más alto y silencioso que Pedro. Éste tosía a menudo con estertor ronco, de fumador empedernido, y las manos con que encendía un cigarrillo tras otro temblaban continuamente.
—Cuánto tiempo, señor Corso. Nos alegra su visita.
Lo precedieron por la escalera con peldaños de madera gastados por el uso. La puerta chirrió al abrirse, y el interruptor de la luz alumbró el abigarrado taller que presidía una antigua prensa de libros junto a una mesa de zinc llena de herramientas, cuadernillos a medio coser o ya enlomados, guillotinas de papel, pieles teñidas, frascos de cola, hierros ornamentales y otros utensilios del oficio. Había libros por todas partes: grandes pilas de encuadernaciones en tafilete, chagrin o vitela, paquetes listos para su envío o a medio proceso, sin cubiertas o con sus tapas aún en rústica. Sobre bancos y estantes, volúmenes antiguos deteriorados por la polilla o la humedad esperaban ser restaurados. Olía a papel, a cola de encuadernar, a piel nueva; Corso dilató las aletas de la nariz, complacido. Después extrajo el libro de la bolsa y lo puso en la mesa.
—Quiero saber qué opinan de esto.
No era la primera vez. Pedro y Pablo Ceniza se acercaron despacio, casi con cautela. Como de costumbre, fue el hermano mayor quien tomó primero la palabra:
—
Las Nueve Puertas
… —tocaba el libro sin moverlo del sitio; sus dedos huesudos, amarillos de nicotina, parecían acariciar una piel viva—. Hermoso libro. Y muy raro.
Tenía los ojos grises, de ratón. Guardapolvo gris, pelo gris, ojos grises igual que su apellido. Torcía la boca en una mueca de codicia.
—¿Lo habían visto antes?
—Sí. Hace menos de un año, cuando Claymore nos encargó limpiar veinte libros de la biblioteca de don Gualterio Terral.
—¿En qué estado llegó a sus manos?
—Excelente. El señor Terral sabía cuidar los libros. Casi todos vinieron bien, salvo un Teixeira que nos dio algún trabajo. El resto, incluido éste, sólo hubo que limpiarlos un poco.
—Es falso —dijo Corso a bocajarro—. O eso cuentan.
Se miraron los dos hermanos.
—Falso, falso… —murmuró el mayor, malhumorado—. Todo el mundo habla de libros falsos con demasiada ligereza.
—Demasiada ligereza —repitió el otro, como un eco.
—Incluso usted, señor Corso. Y eso nos sorprende. Falsificar un libro no es rentable: más esfuerzo que beneficio. Me refiero a la verdadera falsificación, no al facsímil para engañar a patanes incautos.
Corso hizo un gesto reclamando indulgencia.
—No he dicho que
todo
el libro sea falso, sino que algo en él lo es. Ciertos ejemplares, faltos de una hoja o de varias, pueden completarse con copias sacadas de otros que sí estén completos…
—Naturalmente: es el Abc del oficio. Pero no da lo mismo añadir una fotocopia, o facsimilar, que completar un libro falto según… —se volvió a medias hacia su hermano, sin apartar los ojos de Corso—. Díselo tú, Pablo.
—… Según todas las reglas del arte —apostilló el menor de los Ceniza.
Esbozó Corso una mueca cómplice: un conejo compartiendo media zanahoria.
—Podría ser el caso de este ejemplar.
—¿Y quién lo dice?
—Su propietario. Que no es, por cierto, un patán incauto.
Pedro Ceniza encogió los estrechos hombros mientras encendía un cigarrillo con la brasa del anterior. Al aspirar la primera bocanada lo sacudió una tos seca; pero siguió fumando, imperturbable.
—¿Ha tenido usted acceso a un ejemplar auténtico, para compararlos?
—No, aunque pronto podré hacerlo. Por eso pido antes su opinión.
—Es un libro valioso, y nosotros no practicamos una ciencia exacta —se volvió otra vez al hermano—. ¿Verdad, Pablo?
—Practicamos un arte —insistió el otro.
—Ya oye. Sería muy incómodo decepcionarlo, señor Corso.
—No lo harán. Alguien como ustedes, capaces de falsificar un
Speculum Vitae
a partir del único ejemplar conocido, y hacerlo aparecer como auténtico en uno de los mejores catálogos de Europa, sabe lo que tiene entre manos.
Sonreían agriamente al mismo tiempo, sincronizados. Si y Am, pensó Corso. Los gatos marrulleros tras recibir una caricia.
—Nunca se probó nuestra autoría —dijo por fin Pedro Ceniza. Se frotaba las manos, mirando el libro de reojo.
—Nunca —repitió el hermano con un toque melancólico. Parecía que lamentaran no haber ido a la cárcel a cambio del reconocimiento público.
—Es cierto —admitió Corso—. Tampoco hubo pruebas en el caso del Chaucer, supuestamente por Marius Michel, que figura en el catálogo de la colección Manoukian. Ni con aquella
Biblia Políglota
del barón Bielke, cuyas tres hojas faltas fueron repuestas por ustedes de forma tan perfecta que ni siquiera hoy los expertos se atreven a discutir su autenticidad…
Pedro Ceniza alzó una mano amarillenta, de uñas demasiado largas.
—Deberíamos matizar un par de puntos, señor Corso. Una cosa es falsificar libros con ánimo de lucro, y otra muy distinta trabajar por amor al oficio; crear por la satisfacción que proporciona ese mismo acto de creación o, en la mayoría de los casos, de recreación… —el encuadernador parpadeó un poco antes de sonreír, malicioso. Sus ojillos ratoniles brillaron al posarse de nuevo en
Las Nueve Puertas
—. Aunque no recuerdo, y estoy seguro de que mi hermano tampoco, haber tenido parte en esos trabajos que usted acaba de calificar de admirables.
—Dije perfectos.
—¿Eso dijo?… Da lo mismo —se llevó el pitillo a la boca, hundiendo las mejillas en una larga chupada—. Pero, sea quien sea el autor, o autores, tenga la certeza de que el acto habrá supuesto para él, o ellos, un divertimento personal; una satisfacción moral que no se paga con dinero…
—
Sine pecunia
—apostilló el hermano.
Pedro Ceniza dejaba escapar el humo del cigarrillo por la nariz y la boca entreabierta, evocador.
—Tomemos por ejemplo ese
Speculum
que la Sorbona adquirió como auténtico. Sólo el papel, tipografía, impresión y encuadernación tuvieron que costar, sin duda, cinco veces más que el beneficio obtenido por quienes usted llama falsificadores. Hay quien no comprende eso… ¿Qué satisfará más a un pintor que tenga el talento de Velázquez y sea capaz de emular su obra?… ¿Ganar dinero o ver su cuadro en el Prado, entre
Las Meninas
y
La fragua de Vulcano
?
Corso no tuvo reparo en mostrarse de acuerdo. Durante ocho años, el
Speculum
de los hermanos Ceniza había figurado entre los más preciosos volúmenes de la universidad de París. El descubrimiento de la falsificación no se debió a expertos, sino al azar. Un intermediario largo de lengua.
—¿Aún les molesta la policía?
—Apenas. Tenga en cuenta que el asunto de la Sorbona estalló en Francia entre comprador e intermediarios. Es cierto que circulaba nuestro nombre, pero nunca se probó nada —Pedro Ceniza sonreía torcidamente otra vez, lamentando esa ausencia de pruebas—. Con la policía mantenemos buenas relaciones; hasta acuden a consultarnos cuando necesitan identificar libros robados —señaló a su hermano con el cigarrillo humeante—. Nadie como Pablo a la hora de borrar huellas de sellos de bibliotecas, eliminar exlibris o marcas de procedencia. A veces le piden que reconstruya el trabajo en sentido inverso. Ya sabe: vive y deja vivir.
—¿Qué opinan de
Las Nueve Puertas
?
El mayor de los hermanos miró al otro, luego el libro, y movió la cabeza.
—Nada nos llamó la atención al ocuparnos de él. Papel y tinta son lo que deben ser. Aunque el vistazo sea superficial, esas cosas se notan.
—Nosotros las notamos —precisó el otro.
—¿Y ahora?
Pedro Ceniza chupó lo que quedaba de su cigarrillo, reducido a una brasa minúscula que sostenía entre las uñas, dejándolo caer después al suelo, entre sus zapatos, donde acabó de consumirse. El linóleo estaba lleno de quemaduras como aquélla.
—Encuadernación veneciana del XVII, en buen estado… —los hermanos se inclinaban sobre el libro, aunque sólo el mayor tocaba las páginas con sus manos frías y pálidas; parecían un par de taxidermistas estudiando el modo de empajar un cadáver—. La piel es marroquí negro, con florones dorados imitando decoración vegetal…
—Algo sobrio para Venecia —estimó Pablo Ceniza.
El hermano mayor mostró su acuerdo con un nuevo ataque de tos.
—El artista se contuvo; sin duda la naturaleza del tema… —miró a Corso—. ¿Ha comprobado el alma de las tapas? Las encuadernaciones del XVI o del XVII dan sorpresas cuando se trata de piel o cuero. El cartón interior se hacía con hojas sueltas, montadas con engrudo y prensadas. A veces usaban pruebas del mismo libro, o impresos más antiguos… Algunos hallazgos son hoy más valiosos que los ejemplares que encuadernan —señaló unos papeles sobre la mesa—. Ahí tiene un ejemplo. Cuéntaselo tú, Pablo.
—Bulas de la Santa Cruzada, de 1483 —el hermano sonreía, equívoco, como si en vez de papeles muertos hablase de excitante material pornográfico—… En las tapas de unos memoriales sin valor del siglo XVI.
Pedro Ceniza seguía atento a
Las Nueve Puertas
:
—La encuadernación parece en orden —dijo—. Todo encaja. Curioso libro, ¿verdad? Con sus cinco nervios en el lomo, sin título, y el misterioso pentáculo en la tapa… Torchia, Venecia 1666. Tal vez lo encuadernase él mismo. Un bello trabajo.
—¿Qué me dice del papel?
—Ahí lo reconozco a usted, señor Corso; buena pregunta —el encuadernador se pasó la lengua por los labios; parecía que intentase transmitirles un poco de calor. Luego hizo sonar las hojas dejándolas correr con el pulgar sobre el corte del libro, el oído atento, igual que había hecho Corso en casa de Varo Borja—. Excelente papel. Nada que ver con las celulosas de hoy en día… ¿Sabe la cifra media de vida para un libro de los que se imprimen ahora?… Díselo, Pablo.
—Setenta años —informó el otro con rencor como si el culpable fuera Corso—. Setenta miserables años.
El hermano mayor rebuscaba entre los utensilios de la mesa. Al fin empuñó una lente especial de gran aumento y la acercó al libro.
—Dentro de un siglo —murmuró mientras levantaba una hoja y la estudiaba al trasluz, guiñando un ojo— casi todo lo que hoy está en las librerías habrá desaparecido. Pero estos volúmenes, impresos hace doscientos o quinientos años seguirán intactos… Tenemos los libros, como el mundo, que merecemos… ¿No es verdad, Pablo?