—Por cierto —añadí—. El lector que pasa los sesenta y siete capítulos de
Los tres mosqueteros
esperando el duelo que enfrente a Rochefort con d’Artagnan, queda decepcionado. Dumas zanja la cuestión en tres líneas y escamotea el lance, o los lances; porque cuando reencontramos al personaje en
Veinte años después
, d’Artagnan y él se han batido tres veces y Rochefort lleva otras tantas cicatrices de estocadas en el cuerpo. Sin embargo ya no queda entre ellos odio, sino ese retorcido respeto que sólo es posible entre dos viejos enemigos. De nuevo los azares de la aventura hacen que ambos militen en bandos distintos; mas en la complicidad amistosa de dos gentileshombres que se conocen desde hace veinte años… Rochefort cae en desgracia con Mazarino, escapa de la Bastilla, participa en la evasión del duque de Beaufort, conspira en la Fronda y fallece en brazos de d’Artagnan, que lo atraviesa con su espada sin reconocerlo en un tumulto…
«Era mi estrella»
, le dice al gascón, más o menos.
«Sané de tres estocadas vuestras, pero no sanaré de la cuarta.»
Y se muere.
«Acabo de matar a un antiguo amigo»
, le contará d’Artagnan a Porthos… Ése es todo el epitafio por el viejo agente de Richelieu.
Aquello inició una animada discusión a varias bandas. El actor, un viejo galán que interpretó el
Montecristo
en un serial televisivo y que esa tarde no le quitaba ojo a la periodista, se lanzó a exponer con brillantez sus recuerdos sobre los personajes, jaleado por el pintor y los dos escritores. Así pasamos de Dumas a Zevaco y Paul Féval, y terminamos situando una vez más el indiscutible magisterio de Sabatini frente a Salgari. Recuerdo que alguien mencionó tímidamente a Julio Verne, pero fue objeto de abucheo general. En aquel contexto apasionado de capa y espada, Verne y sus héroes fríos, desprovistos de alma, no eran de recibo.
En cuanto a la periodista, una de esas chicas de moda con columna en el dominical de un diario importante, su memoria literaria empezaba en Milan Kundera. Así que se mantuvo casi todo el rato en prudente expectativa, asintiendo con alivio cada vez que algún título, anécdota o personaje —el Cisne Negro, Yáñez, la estocada de Nevers— le removía el recuerdo de una película entrevista en la tele. Mientras tanto, Corso, paciente como el cazador tranquilo que era, no me quitaba ojo por encima de su vaso de ginebra, atento a la ocasión de centrar otra vez el tema. Así lo hizo, en efecto, aprovechando el silencio embarazoso que se instaló en torno a la mesa cuando la periodista estableció que, de todos modos, ella encontraba los relatos de aventuras demasiado ligeros, ¿no? Superficiales, no sé si me explico. O sea.
Corso mordía la gomita de su lápiz Faber:
—¿Cómo interpreta usted, señor Balkan, el papel de Rochefort en la historia?
Me miraron todos y en especial los estudiantes, entre los que dos eran chicas. No sé por qué en determinados ambientes me consideran una especie de bonzo de las bellas letras, y cada vez que abro la boca la gente se queda en suspenso, dispuesta a oír dogmas de fe. Incluso un artículo mío, en la revista literaria adecuada, puede consagrar o hundir a un escritor que empieza. Absurdo, muy cierto; pero es la vida. Fíjense si no en el último premio Nobel, el autor de
Yo, Onán, En busca de mí mismo
y la archifamosa
Oui, c’est moi
. Fue mi firma la que lo puso en circulación hace quince años, con folio y medio en
Le Monde
el día de los Inocentes. No me lo perdonaré jamás, pero así funcionan estas cosas.
—Al principio, Rochefort es el enemigo —precisé—. Simboliza las fuerzas ocultas, la trama negra… Es el agente de la conspiración diabólica en torno a d’Artagnan y sus amigos; la intriga del cardenal que se anuda en la sombra, poniendo sus vidas en jaque…
Vi cómo una de las estudiantes sonreía; mas no pude adivinar si el gesto, absorto y algo burlón, era consecuencia de mis palabras o de secretas reflexiones ajenas a la tertulia. Me sorprendió, pues ya he dicho que los estudiantes suelen escucharme con el respeto que mostraría un redactor de
L’Osservatore Romano
al recibir en exclusiva el texto de una encíclica pontificia. Eso hizo que me fijase en ella con interés; aunque al principio, cuando se unió a nosotros con una trenca azul y un montón de libros bajo el brazo, ya había llamado mi atención a causa de sus inquietantes ojos verdes y el cabello castaño muy corto, como el de un chico. Ahora se mantenía sentada un poco aparte, sin integrarse en el grupo. Siempre hay jóvenes alrededor de nuestra mesa, alumnos de literatura a los que suelo invitar a café; pero aquella jovencita no había estado antes. Imposible olvidar sus ojos, cuya tonalidad muy clara, casi transparente, contrastaba con el rostro moreno y atezado de quien pasa mucho tiempo al sol y al aire libre. Era de esas chicas esbeltas y flexibles, con piernas largas que también se adivinaban morenas bajo los tejanos. Aún retuve de ella otro detalle: no llevaba anillos, reloj ni pendientes; los lóbulos de sus orejas estaban intactos, sin agujeros.
—… Rochefort es también el hombre entrevisto y nunca alcanzado —proseguí, no sin dificultad en recobrar el hilo del discurso—. La máscara del misterio marcada con su cicatriz. Resume la paradoja, la impotencia de d’Artagnan, que lo persigue y no lo alcanza, quiere matarlo y no puede hasta veinte años después, por error, cuando ya no es un adversario sino un amigo.
—Tu d’Artagnan es un poco gafe —apreció uno de mis contertulios, el escritor de más edad. De su última novela había vendido quinientos ejemplares, pero ganaba un dineral publicando historias policiacas bajo el perverso pseudónimo de Emilia Forster. Lo miré con reconocimiento, complacido por la oportunidad del comentario.
—No os quepa duda. Al amor de su vida lo envenenan. A pesar de sus hazañas y de los servicios que presta a la Corona de Francia, pasa veinte años como oscuro teniente de mosqueteros. Y cuando en las últimas líneas de
El vizconde de Bragelonne
consigue el bastón de mariscal, que le ha costado cuatro tomos y cuatrocientos veinticinco capítulos conseguir, lo mata una bala holandesa.
—Como al auténtico d’Artagnan —dijo el actor, que había logrado situar una mano en los muslos de la columnista prestigiosa.
Bebí un sorbo de café antes de asentir. Corso no me quitaba ojo de encima.
—Tenemos tres d’Artagnan —aclaré—. Del primero, Carlos de Batz Castlemore, sabemos, porque lo publicó en su momento la
Gaceta de Francia
, que murió el 23 de junio de 1673 de un balazo en la garganta, durante el sitio de Maestrich. La mitad de sus hombres cayó con él… Aparte ese detalle póstumo, en vida resultó sólo un poco más afortunado que su homónimo de ficción.
—¿También era gascón?
—Sí, de Lupiac. Aún existe ese pueblo, y una lápida lo recuerda:
«Aquí nació hacia 1615 d’Artagnan, cuyo verdadero nombre fue Charles de Batz, muerto en el asedio de Maestrich en 1673»
.
—Hay un desfase histórico —apuntó Corso consultando sus notas—. Según Dumas, d’Artagnan tenía dieciocho años al empezar la novela, hacia 1625. Pero en ese momento el verdadero d’Artagnan sólo contaba diez —sonrió como un conejo educado y escéptico—. Demasiado joven para manejar la espada.
—Sí —concedí—. Dumas arregló eso para que pudiese vivir la aventura de los herretes de diamantes con Richelieu y Luis XIII. Carlos de Batz debió de llegar a París muy joven: en 1640 su nombre figura como guardia en la compañía del señor Des Essarts, en documentos relativos al sitio de Arras, y dos años más tarde en la campaña del Rosellón… Mas nunca sirvió como mosquetero bajo Richelieu, pues ingresó en ese cuerpo de elite cuando ya Luis XIII había muerto. Su verdadero protector fue el cardenal Julio Mazarino… Existe, en efecto, ese salto de diez o quince años entre ambos d’Artagnan; aunque Dumas, que tras el éxito de
Los tres mosqueteros
amplió la acción hasta abarcar casi cuarenta años en la historia de Francia, ajusta más en los siguientes tomos su ficción novelesca a los sucesos reales.
—¿Cuáles son los hechos comprobados? Me refiero a las intervenciones históricas del auténtico d’Artagnan.
—Bastantes. Su nombre aparece en la correspondencia de Mazarino y en la del ministerio de la Guerra. Como el héroe de ficción, actuó como agente del cardenal durante la insurrección de la Fronda, con cargos de confianza en la corte de Luis XIV. Incluso le encomendaron la delicada detención y escolta del ministro de Finanzas Fouquet, hecho confirmado por la correspondencia de madame de Sevigné. Y pudo conocer a nuestro pintor Velázquez en la isla de los Faisanes cuando acompañó a Luis XIV en busca de su prometida María Teresa de Austria…
—Todo un cortesano, por lo que veo. Muy diferente al espadachín de Dumas.
Alcé una mano, en defensa del rigor del asunto.
—No deje que lo engañen las apariencias. Carlos de Batz, o d’Artagnan, siguió batiéndose hasta su muerte. Estuvo bajo las órdenes de Turena en Flandes, y en 1657 fue nombrado teniente de los mosqueteros grises; grado que equivalía a jefe efectivo de esa unidad. Diez años más tarde ascendió a capitán de mosqueteros y combatió en Flandes con ese mando, asimilable a general de caballería…
Corso entornaba los ojos tras los cristales de las gafas.
—Perdón —se inclinó hacia mí sobre el mármol del velador con el lápiz en alto, a medio escribir una palabra o una fecha—. ¿En qué año ocurrió eso?
—¿El ascenso a general?… 1667. ¿Por qué le llama la atención?
Mostraba los incisivos mordiéndose el labio inferior; pero fue sólo un instante.
—Por nada —cuando habló, su rostro había recobrado la expresión impasible—. Ese mismo año quemaron en Roma a cierto individuo. Una curiosa coincidencia… —ahora me miraba, neutro—. ¿Le dice algo el nombre de Aristide Torchia?
Hice memoria. Ni la más remota idea.
—En absoluto —respondí—. ¿Tiene relación con Dumas?
Aún dudó un momento.
—No —dijo por fin, aunque parecía lejos de estar convencido—. Creo que no. Pero continúe. Hablaba del auténtico d’Artagnan en Flandes.
—Murió en Maestrich, como he dicho, a la cabeza de sus hombres. Una muerte heroica: sitiaban la plaza ingleses y franceses, había que cruzar un paso peligroso, y d’Artagnan quiso ir primero por cortesía hacia sus aliados… Una bala de mosquete le partió la yugular.
—Nunca fue mariscal, entonces.
—No. Es exclusivo mérito de Alejandro Dumas conceder al d’Artagnan de ficción lo que el tacaño Luis XIV negó a su antecesor de carne y hueso… Conozco un par de libros interesantes sobre el particular; anote los títulos si quiere. Uno es el de Charles Samaran:
D’Artagnan, capitaine des mousquetaires du roi, histoire veridique d’un héros de roman
, publicado en 1912. El otro es
Le vrai d’Artagnan
. Lo escribió el duque de Montesquieu-Fezensac, descendiente directo del d’Artagnan auténtico. Publicado en 1963, me parece.
Ninguno de esos pormenores tenía aparente relación directa con el manuscrito Dumas, pero Corso los anotaba como si le fuera la vida en ello. De vez en cuando levantaba la vista del bloc y me dirigía inquisitivas miradas a través de los lentes torcidos. Otras inclinaba la cabeza cual si dejase de escuchar, y parecía absorto en secretas meditaciones. En ese momento, aunque yo mismo estaba al corriente de todos los detalles sobre
El vino de Anjou
, incluso de ciertas claves ocultas para el cazador de libros, me veía, en cambio, lejos de imaginar las complejas implicaciones que el asunto de
Las Nueve Puertas
iba a tener en la historia. Pero Corso, a pesar de su mente acostumbrada a la lógica, empezaba ya a establecer siniestras relaciones entre los hechos de cuya información disponía y, por decirlo de algún modo, el carácter literario sobre el que esos hechos se sustentaban. Todo esto puede parecer algo confuso, mas tengamos en cuenta que para Corso, entonces, la situación realmente lo era. Y aunque el momento temporal de esta narración es, sin duda, posterior al desenlace de los graves sucesos que ocurrieron después, el mismo carácter del bucle —recuerden los cuadros de Escher, o al bromista Bach— nos obliga a retornar continuamente al principio, ciñéndonos a los estrechos límites de la mente de Corso. Saber y callar, es la regla. Incluso cuando se hacen trampas, sin reglas no habría juego.
—De acuerdo —dijo el cazador de libros después de anotar los títulos recomendados—. Ése es el primer d’Artagnan, el auténtico. Y el tercero es el ficticio de Dumas. Imagino que el nexo entre ambos será aquel libro de Gatien de Courtilz que usted me mostró el otro día: las
Memoires de M. d’Artagnan
.
—Exacto. Es el que podemos llamar eslabón perdido, el menos famoso de los tres. Un gascón intermedio, literario y real al mismo tiempo; precisamente el que Dumas utiliza para crear su personaje… Gatien de Courtilz de Sandras era un escritor contemporáneo de d’Artagnan, que comprendió lo novelesco del personaje y se puso a la tarea. Siglo y medio más tarde, Dumas se enteró de la existencia del libro durante un viaje a Marsella. El dueño de la casa en que se hospedaba tenía un hermano encargado de la biblioteca municipal. Según parece, el hermano le mostró el libro, editado en Colonia en 1700. Dumas comprendió el partido que podía sacarse de él, lo pidió prestado y no lo devolvió jamás.
—¿Qué sabemos de ese antecesor de Dumas, Gatien de Courtilz?
—Bastante. Entre otras cosas porque tenía una abultada ficha policial. Nació en 1644 o 1647 y fue mosquetero, corneta en el
Royal-Étranger
, una especie de legión extranjera de la época, y capitán del regimiento de caballería de Beaupré-Choiseul. Al terminar la guerra de Holanda, la misma en que murió d’Artagnan, Courtilz se quedó allí para cambiar la espada por la pluma, escribiendo biografías, temas históricos, memorias más o menos apócrifas, chismes y enredos escabrosos de la corte francesa… Eso le trajo problemas.
Las memorias del señor d’Artagnan
tuvieron un éxito asombroso: cinco ediciones en diez años. Mas desagradaron a Luis XIV, poco satisfecho de la irreverencia con que se narraban algunos pormenores de la familia real y sus allegados. Eso le costó a Courtilz ser apresado a su regreso a Francia, y alojarse en la Bastilla por cuenta del Estado hasta poco antes de su muerte.
Sin que viniera a cuento, el actor aprovechó mi pausa para deslizar una cita de
En Flandes se ha puesto el sol
, de Marquina: «
Nos regía
—recitó—
/ un capitán que venía/ mal herido en el afán/ de su postrer agonía./ Señores, qué capitán/ el capitán de aquel día…
». O algo así. Se trataba de un descarado intento de lucirse ante la periodista, en cuyo muslo ya afirmaba la mano con ademán de propietario. Los otros, en especial el novelista que firmaba Emilia Forster, le dirigieron miradas de envidia o mal disimulado rencor.