—Sería de mucha ayuda —precisó por fin— saber si usted conocía la existencia de este documento.
Puso la carpeta en sus manos, y al hacerlo rozó de modo involuntario los dedos de uñas largas, lacadas en rojo sangre. O quizá los dedos lo rozaron a él. De un modo u otro, el levísimo contacto indicó que las acciones Corso estaban en alza; así que aparentó el apropiado embarazo rascándose el pelo sobre la frente, con la torpeza justa para que ella comprobara que incomodar a viudas hermosas no era su especialidad. Ahora los ojos azul acero no miraban la carpeta, sino a él, y lo hacían con un destello de interés.
—¿Por qué había de conocerlo? —preguntó la viuda. Tenía la voz grave, un poco ronca. El eco de una mala noche. Aún no había separado las tapas de plástico y continuaba atenta a Corso, como si aguardase algo más antes de satisfacer su curiosidad abriendo la carpeta. Éste se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y compuso un gesto grave, de circunstancias. Estaban en la fase protocolaria, así que reservó la eficaz sonrisa de conejo honesto para el momento oportuno.
—Hasta hace poco, era de su marido —dudó un segundo antes de redondear la frase—. Que en paz descanse.
Ella asintió lentamente, cual si eso lo explicara todo, y abrió la carpeta. Corso miraba sobre su hombro, hacia la pared. Allí, entre un Tapies correcto y otro óleo de firma ilegible, había enmarcada una labor infantil con florecitas de colores, nombre y fecha:
Liana Lasauca. Curso 1970-71
. Corso habría calificado aquello de enternecedor si las flores, los pajaritos bordados y las niñas con calcetines y trenzas rubias le produjesen humedades sensibles, del género que fueran. Pero no era su caso. Así que desplazó la mirada hacia otro marcó, más pequeño y de plata, donde el extinto Enrique Taillefer Editor S.A., con catavinos de oro al cuello y mandil que le daba un aire vagamente masónico, sonreía a la cámara en el momento de disponerse, con uno de sus éxitos editoriales abierto en la mano diestra, a cortar un cochinillo al estilo segoviano con un plato alzado en la siniestra. Tenía un aspecto plácido, rechoncho y tripón, feliz ante la perspectiva del animalito espatarrado en la fuente; y Corso se dijo que, al menos, su prematuro mutis le habría ahorrado innumerables problemas de colesterol y ácido úrico. También se preguntó, con fría curiosidad técnica, cómo se las arreglaba Liana Taillefer en vida de su esposo cuando necesitaba un orgasmo. Sólo con ese pensamiento dirigió otra breve ojeada al busto y las piernas de la viuda, antes de concluir de acuerdo consigo mismo. Parecía demasiada mujer para resignarse al cochinillo.
—Esto es lo de Dumas —dijo ella, y Corso se irguió un poco, alerta y lúcido. Liana Taillefer golpeaba con una de sus uñas rojas las fundas de plástico que protegían las páginas—. El capítulo famoso. Claro que lo conozco —al inclinar el rostro, el cabello se le había deslizado sobre la cara; tras la cortina rubia observaba a su visitante con suspicacia— …¿Por qué lo tiene usted?
—Su marido lo vendió. Intento autentificarlo.
La viuda encogía los hombros.
—Que yo sepa, es auténtico —suspiró largamente, devolviendo la carpeta—. ¿Vendido, dice?… Qué raro —pareció reflexionar—. Enrique tenía estos papeles en mucho aprecio.
—Tal vez recuerde dónde pudo adquirirlos.
—No sabría decirle. Creo que alguien se los regaló.
—¿Era coleccionista de documentos autógrafos?
—El único que le conocí fue ése.
—¿Nunca comentó su intención de venderlo?
—No. Usted trae la primera noticia. ¿Quién es el comprador?
—Un librero cliente mío. Lo sacará a subasta cuando entregue el informe.
Liana Taillefer decidió concederle algo más de interés; las acciones Corso experimentaban una nueva subida, moderada, en la bolsa local. Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo arrugado. Sin ellas su aspecto era más vulnerable, y lo sabía de sobra. Todo el mundo experimentaba la necesidad de ayudarle a cruzar la calle cuando entornaba los ojos como un conejito miope.
—¿Ése es su trabajo? —preguntó ella—. ¿Autentificar manuscritos?
Hizo un vago gesto afirmativo. La viuda estaba un poco desenfocada ante sus ojos, insólitamente más próxima.
—A veces. También busco libros raros, grabados y cosas por el estilo. Cobro por ello.
—¿Cuánto cobra?
—Depende —se puso las gafas, y los contornos de la mujer se perfilaron de nuevo, nítidos, en su retina—. A veces mucho y otras poco; el mercado tiene sus altibajos.
—Una especie de detective, ¿no? —aventuró ella, en tono divertido—. Un detective de libros.
Era el momento de sonreír. Lo hizo mostrando los incisivos, con una modestia calculada al milímetro. Adóptenme en el acto, decía su sonrisa.
—Sí. Supongo que podríamos llamarlo así.
—Y me visita por encargo de su cliente…
—Eso es —ya podía permitirse aparentar mayor seguridad, así que golpeó el manuscrito con los nudillos—. A fin de cuentas, esto vino de aquí. De su casa.
Ella asintió despacio, observando la carpeta. Parecía reflexionar.
—Es raro —dijo al cabo de un momento—. No imagino a Enrique vendiendo ese original de Dumas. Aunque en los últimos días se comportaba de forma extraña… ¿Cómo ha dicho que se llama el librero? El nuevo propietario.
—No lo he dicho.
Lo miró de arriba abajo, con tranquila sorpresa. No parecía acostumbrada a conceder a los hombres más de tres segundos antes de verse complacida en sus deseos.
—Dígamelo, entonces.
Corso esperó un poco, lo necesario para que las uñas de Liana Taillefer iniciasen un tamborileo impaciente en el brazo del sofá.
—Se llama La Ponte —declaró por fin. Era otro de sus trucos: hacer que los demás se atribuyeran triunfos que, en realidad, no eran sino concesiones triviales por su parte—… ¿Lo conoce?
—Claro que lo conozco; fue proveedor de mi marido —frunció el ceño con desagrado—. Venía por aquí de vez en cuando a traerle esos estúpidos folletines. Supongo que tendrá un recibo… Quisiera una copia, si no le importa.
Corso asintió vagamente mientras se inclinaba un poco hacia ella.
—¿Era su marido muy aficionado a Alejandro Dumas?
—¿A Dumas, dice? —Liana Taillefer sonrió. Se había echado el cabello hacia atrás y ahora sus ojos brillaban burlones—. Venga conmigo.
Se puso en pie con uno de esos gestos en los que invertía una eternidad, y se alisó la falda mirando alrededor como si de pronto hubiera olvidado el objeto de su movimiento. Era bastante más alta que Corso, a pesar de que calzaba tacón bajo. Lo precedió hasta un gabinete contiguo. Mientras la seguía, él observó su espalda ancha lo mismo que la de una nadadora, y la cintura ceñida, y justo en el límite. Le calculó treinta años. Parecía camino de convertirse en una de aquellas matronas nórdicas, con caderas en las que nunca se pone el sol, hechas para parir sin esfuerzo rubios Eriks y Sigfridos.
—Ojalá sólo fuera Dumas —dijo ella, indicando el interior del gabinete—. Mire esto.
Obedeció Corso. Las paredes estaban cubiertas de estantes de madera que se curvaban bajo el peso de gruesos volúmenes encuadernados. Sintió que sus glándulas segregaban saliva, por reflejo profesional. Dio unos pasos hacia los estantes mientras se tocaba las gafas:
La condesa de Charny
, A. Dumas, ocho tomos, ediciones La Novela Ilustrada, director literario Vicente Blasco Ibáñez.
Las dos Dianas
, A. Dumas, tres tomos.
Los tres mosqueteros
, A. Dumas, ediciones Miguel Guijarro, grabados de Ortega, cuatro tomos.
El conde de Montecristo
, A. Dumas, cuatro tomos de Juan Ros editor, grabados de A. Gil… También cuarenta tomos de
Rocambole
, por Ponson du Terrail. Los
Pardellanes
de Zevaco, completos. Y más Dumas, junto a nueve tomos de Victor Hugo y otros tantos de Paul Feval, cuyo
Jorobado
figuraba en encuadernación de lujo, tafilete rojo y cantos dorados. Y el
Pickwick
de Dickens, en traducción de Benito Pérez Galdós, flanqueado por varios Barbey d’Aurevilly y por
Los misterios de París
, de Eugenio Sue. Todavía más Dumas —
Los Cuarenta y Cinco
,
El collar de la reina
,
Los compañeros de Jehú
— y
Venganza corsa
, de Merimée. Quince tomos de Sabatini, varios de Ortega y Frías, Conan Doyle, Manuel Fernández y González, Mayne Reid, Patricio de la Escosura…
—Impresionante —comentó Corso—. ¿Cuántos títulos hay aquí?
—No lo sé. Dos mil y pico. Tres mil. Casi todos folletines en primeras ediciones, tal como fueron encuadernados después de publicarse por entregas… Otros son tomos ilustrados. Mi marido los coleccionaba con frenesí, pagando lo que pidieran por ellos.
—Un verdadero aficionado, por lo que veo.
—¿Aficionado? —Liana Taillefer esbozó una sonrisa indefinible—. Lo suyo fue auténtica pasión.
—Yo pensaba que la gastronomía…
—Los libros de cocina eran su forma de ganar dinero. Enrique tenía algo de rey Midas: cualquier recetario barato se convertía en éxito editorial en sus manos. Pero lo suyo era esto. Le gustaba encerrarse aquí y manosear esos viejos folletines. Suelen estar impresos en mal papel, y su obsesión era conservarlos. ¿Ve el termómetro y el indicador de humedad?… Podía recitar páginas enteras de sus obras favoritas. Incluso se le escapaban exclamaciones como voto a tal, diantre y cosas así. Los últimos meses los pasó escribiendo.
—¿Una novela histórica?
—Un folletín. Ateniéndose a todos los lugares comunes del género, por supuesto —fue hacia un estante y cogió un pesado manuscrito, folios cosidos a mano. Estaban escritos con letra redonda y grande, por una cara—. ¿Qué le parece el título?
—
La mano del muerto o el paje de Ana de Austria
—leyó Corso en voz alta—. Sin duda es, bueno… —se pasó un dedo por el arco de una ceja, en busca del término apropiado a las circunstancias—. Sugerente.
—Y plúmbeo —añadió ella, devolviendo el manuscrito a su lugar—. Y lleno de anacronismos. Y absolutamente estúpido, se lo aseguro. Crea que sé de qué le hablo: al final de cada sesión de escritura me leía folio a folio, de principio a fin —dio unos golpecitos rencorosos sobre el título, caligrafiado con mayúsculas—. Dios mío. Le aseguro que llegué a odiar a ese paje y a la zorra de su reina.
—¿Tenía intención de publicarlo?
—Claro que sí. Y con seudónimo. Supongo que habría elegido Tristán de Longueville, Paulo Florentini o algo por el estilo. Era muy propio de él hacer una cosa así.
—¿Y ahorcarse? ¿También era propio de él?
Con la mirada fija en las paredes cubiertas de libros, Liana Taillefer guardó silencio. Un silencio incómodo, se dijo Corso; tal vez algo forzado, con el aire absorto como recurso. Igual que una actriz a la espera de proseguir su diálogo de modo convincente.
—Nunca sabré lo que pasó —respondió por fin, y de nuevo su aplomo era perfecto—. La última semana estuvo huraño y deprimido; apenas salía de este gabinete. Luego, una tarde, dio un portazo y se fue a la calle. Regresó de madrugada; yo estaba en la cama y oí cerrar la puerta. Por la mañana me despertaron los gritos de la doncella: Enrique se había colgado de la lámpara.
Ahora miraba a Corso, atenta al efecto. No parecía apesadumbrada en exceso, meditó el cazador de libros recordando la foto del mandil y el cochinillo. En algún momento pudo sorprender en sus ojos un parpadeo, cual si éstos se resistiesen a verter una lágrima, pero siguieron irreprochablemente secos. Eso no significaba nada. Generaciones de maquillaje deleble a las emociones han enseñado a las mujeres a controlar sus sentimientos. Y el maquillaje de Liana Taillefer, una sombra clara que acentuaba el tono de su mirada, era perfecto.
—¿Dejó alguna carta? —preguntó Corso—. Los suicidas suelen hacerlo.
—Decidió ahorrarse el trabajo. Ni una explicación, ni unas letras. Nada. Esa desconsideración me ha costado muchas preguntas de un juez y unos policías. Desagradable, se lo aseguro.
—Me hago cargo.
—Sí. Supongo que se lo hace.
Liana Taillefer había dado por terminada la entrevista. Fueron hasta la puerta y allí le tendió la mano. Con la carpeta bajo el brazo y la bolsa al hombro, Corso alargó la suya, sintiendo entre los dedos y la palma aquel contacto firme. Para sus adentros le atribuía buena calificación. Ni viuda alegre, ni estragada por el dolor, ni frialdad del tipo se fue un imbécil o al fin solos o ya puedes salir del armario, cariño. Que dentro del armario había alguien, eso era probable, pero no incumbía a Corso. Como tampoco el suicidio de Enrique Taillefer S.A., por extraño —y lo era mucho, pardiez, con el paje de la reina de por medio y el manuscrito volador— que pareciera. Pero, igual que la hermosa viuda, ésos no eran asuntos suyos. De momento.
Miró a Liana Taillefer. Me encantaría saber quién se te está beneficiando, pensó con tranquila curiosidad técnica. Mentalmente trazó un retrato robot: maduro, apuesto, culto, con dinero. Un ochenta y cinco por ciento de probabilidades a favor de que fuera amigo del finado. Después se preguntó si el suicidio del editor tendría algo que ver con aquello, antes de interrumpirse con disgusto. Deformación profesional o lo que fuera, a veces se abandonaba a la absurda costumbre de razonar como un policía. El pensamiento lo estremeció hasta la médula. Uno nunca sabe qué tenebrosos pozos de perversidad, o de estupidez, esconde en el fondo de su alma.
—Quiero agradecerle —dijo mientras extraía de su repertorio la más enternecedora sonrisa de conejo simpático que fue capaz de componer— el tiempo que me ha dedicado.
La sonrisa se perdió en el vacío; ella miraba el manuscrito Dumas.
—No tiene que agradecerme nada. Sólo un interés lógico por ver en qué termina todo esto.
—La mantendré al corriente… Otra cosa. ¿Tiene intención de conservar la colección de su marido, o piensa desprenderse de ella?
Lo miró, desconcertada. Corso sabía por experiencia que, tras el fallecimiento de un bibliófilo, a las veinticuatro horas de salir el féretro salía la biblioteca por la misma puerta. Le extrañaba que no hubiese caído por allí ninguno de los cuervos de la competencia. Después de todo, Liana Taillefer, según confesión propia, no compartía los gustos literarios de su marido.
—La verdad es que no he tenido tiempo de pensar en ello… ¿Quiere decir que le interesan esos folletines?