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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policiaco, Intriga

El club Dumas (2 page)

BOOK: El club Dumas
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Leí en voz alta las primeras líneas:

Après de nouvelles presque désespérées du roi, le bruit de sa convalescence commençait à se répandre dans le camp…

No pude evitar una sonrisa. Corso hizo un gesto de asentimiento, invitándome a pronunciar veredicto.

—Sin la menor duda —dije— esto es de Alejandro Dumas, padre.
El vino de Anjou
: capítulo cuarenta y tantos, creo recordar, de
Los tres mosqueteros
.

—Cuarenta y dos —confirmó Corso—. Capítulo cuarenta y dos.

—¿Es el original?… ¿El auténtico manuscrito de Dumas?

—Para eso estoy aquí. Para que me lo diga.

Encogí un poco los hombros, a fin de eludir una responsabilidad que sonaba excesiva.

—¿Por qué yo?

Era una pregunta estúpida, de las que sólo sirven para ganar tiempo. A Corso debió de parecerle falsa modestia, porque reprimió una mueca de impaciencia.

—Usted es un experto —repuso, algo seco—. Y además de ser el crítico literario más influyente de este país, lo sabe todo sobre novela popular del XIX.

—Olvida a Stendhal.

—No lo olvido. Leí su traducción de
La Cartuja de Parma
.

—Vaya. Me halaga usted.

—No crea. Prefiero la de Consuelo Berges.

Sonreímos ambos. Seguía cayéndome bien, y yo empezaba a perfilar su estilo.

—¿Conoce mis libros? —aventuré.

—Algunos.
Lupin, Raffles, Rocambole, Holmes
, por ejemplo. O los estudios sobre Valle-Inclán, Baroja y Galdós. También
Dumas: la huella de un gigante
. Y su ensayo sobre
El conde de Montecristo
.

—¿Ha leído todos esos títulos?

—No. Que yo trabaje con libros no significa que esté obligado a leerlos.

Mentía. O exageraba, al menos, el aspecto negativo de la cuestión. Aquel individuo pertenecía al género concienzudo; antes de ir a verme le echó un vistazo a cuanto sobre mí pudo encontrar. Era uno de esos lectores compulsivos que devoran papel impreso desde la más tierna infancia; en el caso —poco probable— de que en algún momento la infancia de Corso mereciera calificarse de tierna.

—Comprendo —respondí, por decir cualquier cosa.

Frunció un momento el ceño, comprobando si olvidaba algo, y después se quitó las gafas, echó aliento a los cristales y se puso a limpiarlos con un pañuelo muy arrugado que extrajo de los insondables bolsillos del gabán. Bajo la falsa apariencia de fragilidad que le daba aquella prenda demasiado grande, con sus incisivos de roedor y el aire tranquilo, Corso era sólido como un ladrillo obstinado. Tenía unas facciones afiladas y precisas, llenas de ángulos, enmarcando unos ojos atentos, siempre dispuestos a expresar una ingenuidad peligrosa para quien se dejara seducir por ella. A veces, sobre todo cuando estaba quieto, daba la impresión de ser más desmañado y lento de lo que era en realidad. Pertenecía a esa clase de tipos desamparados a quienes los hombres ofrecen tabaco, los camareros invitan a una copa extra y las mujeres sienten deseos de adoptar en el acto. Después, cuando caías en la cuenta de lo que estaba ocurriendo, era demasiado tarde para echarle el guante. Galopaba en la distancia añadiendo muescas a su navaja.

—Volvamos a Dumas —sugirió mientras señalaba con las gafas el manuscrito—. Alguien capaz de escribir quinientas páginas sobre él, debería reconocer un aire familiar ante sus originales… ¿No le parece?

Puse una mano sobre las páginas protegidas en fundas de plástico, con la unción que un sacerdote emplearía respecto a los ornamentos del oficio.

—Temo decepcionarlo, mas no siento nada.

Nos echamos a reír los dos. Corso tenía una risa peculiar, casi entre dientes: la de quien no está seguro de que su interlocutor y él rían de lo mismo. Una risa atravesada y distante, con algo de insolencia por medio; de esas que quedan flotando en el aire mucho tiempo, hasta cuando se desvanecen. Incluso cuando su propietario hace rato que se ha ido.

—Vamos por partes… —precisé—. ¿Es suyo el manuscrito?

—Ya le dije que no. Un cliente acaba de adquirirlo, y le sorprende que hasta ahora nadie haya oído hablar de este capítulo original e íntegro de
Los tres mosqueteros
… Desea una autentificación en regla, y trabajo en eso.

—Me extraña que se ocupe con asuntos menores —era cierto; también yo había oído hablar de Corso, antes—. A fin de cuentas Dumas, hoy en día…

Lo dejé en el aire, sonriendo del modo apropiado, con amargura cómplice; mas Corso no aceptó la oferta y se mantuvo a la defensiva:

—Mi cliente es amigo —puntualizó, neutro—. Se trata de un servicio personal.

—Comprendo, pero no sé si voy a serle útil. He visto algunos originales, y éste podría ser auténtico; aunque certificarlo es otra cosa. Para eso necesita un buen grafólogo… Conozco uno excelente en París: Achille Replinger. Tiene una librería especializada en autógrafos y documentos históricos cerca de Saint-Germain-des-Prés… Experto en autores franceses del XIX, hombre encantador y buen amigo mío —señalé uno de los marcos colgados en la pared—. Esa carta de Balzac me la vendió él hace años. Carísima, por cierto.

Saqué la agenda a fin de copiar la dirección, y añadí una tarjeta para Corso. La guardó en una gastada billetera llena de notas y papeles, antes de extraer del gabán un bloc y un lápiz de los que tienen una goma de borrar en el extremo. La goma estaba mordisqueada, igual que la de un escolar.

—¿Puedo hacerle unas preguntas?

—Claro que sí.

—¿Conocía la existencia de algún capítulo autógrafo completo de
Los tres mosqueteros
?

Negué con la cabeza antes de responder, mientras volvía a ponerle el capuchón a la Montblanc.

—No. Esa obra apareció por entregas en
Le Siècle
, entre marzo y julio de 1844… Una vez compuesto el texto por un tipógrafo, el original manuscrito iba a la papelera. Sin embargo, quedaron algunos fragmentos; puede consultarlos en un apéndice de la edición Garnier de 1968.

—Cuatro meses es poco —Corso mordía el extremo del lápiz, pensativo—. Dumas escribió rápido.

—En esa época todos lo hacían. Stendhal compuso su
Cartuja
en siete semanas. De todas formas, Dumas utilizaba colaboradores:
negros
, en jerga del oficio. El de
Los mosqueteros
se llamó Augusto Maquet… Trabajaron juntos en la continuación,
Veinte años después
, y en
El vizconde de Bragelonne
, que cierra el ciclo. También en
El conde de Montecristo
y en algunas novelas más… Ésas sí las habrá leído usted, supongo.

—Claro. Como todo el mundo.

—Como todo el mundo en otros tiempos, querrá decir —hojeé con respeto las páginas del manuscrito—… Está lejos la época en que una firma de Dumas multiplicaba tiradas y enriquecía editores. Casi todas sus novelas aparecieron así, por entregas, con el
continuará en el próximo número
a pie de página, y el público se quedaba con el alma en vilo hasta el siguiente capítulo… Aunque usted ya sabe todo eso.

—No se preocupe. Continúe.

—¿Qué más quiere que le diga? En el folletín canónico, la clave del éxito es simple: el héroe, la heroína, tienen virtudes o rasgos que obligan al lector a identificarse con él… Si eso ocurre hoy con las telenovelas, imagínese el efecto, en aquella época sin radio ni televisión, sobre una burguesía ávida de sorpresas y entretenimiento, poco exigente en cuanto a calidad formal o buen gusto… Así lo comprendió el genio de Dumas, y con sabia alquimia fabricó un producto de laboratorio: unas gotas de esto, un poco de aquello, y su talento. Resultado: una droga que creaba adictos —me señalé el pecho, no sin orgullo—. Que aún los crea.

Corso tomaba notas. Puntilloso, desaprensivo y letal como una mamba negra, lo definiría después uno de sus conocidos, cuando salió el nombre a colación. Tenía un modo singular de situarse frente a otros, de mirar a través de las gafas torcidas y asentir despacio con cierta duda razonable y bienintencionada; igual que una furcia al encajar, tolerante, un soneto sobre Cupido. Como dándote oportunidad de rectificar antes de que todo aquello fuera definitivo.

Al cabo de un momento se detuvo y levantó la cabeza.

—Pero usted no limita su trabajo a la novela popular. Es un crítico conocido por otras actividades… —pareció dudar, buscando el término—. Más serias. Y el propio Dumas definía sus obras como literatura fácil… Eso suena a desdén hacia el público.

Aquella finta situaba bien a mi interlocutor; era una de sus firmas, como la sota de Rocambole en el lugar de autos. Planteaba las cosas desde lejos, en apariencia sin tomar partido, pero incomodando con pequeños golpes de guerrilla. Alguien que se irrita habla, esgrime argumentos y justificaciones, lo que equivale a más información para el adversario. Aún así, o tal vez por eso, porque no nací ayer y comprendía la táctica de Corso, me sentí irritado:

—No caiga en lugares comunes —respondí, impaciente—. El folletín produjo mucho papel deleznable, pero Dumas estaba por encima de eso… En literatura, el tiempo es un naufragio en el que Dios reconoce a los suyos; lo desafío a que cite héroes de ficción que sobrevivan con la salud de d’Artagnan y sus compañeros, salvo, quizás, el Sherlock Holmes de Conan Doyle… El ciclo de
Los mosqueteros
constituye una novela de capa y espada indudablemente folletinesca; encontrará ahí todos los pecados propios de su clase. Pero es también un folletín ilustre, más allá de los niveles habituales del género. Una historia de amistad y aventuras que permanece fresca a pesar del cambio de gustos y del estúpido descrédito en que ha caído la acción. Parece que, desde Joyce, debamos resignarnos a Molly Bloom y renunciar a Nausicaa tras el naufragio, en una playa… ¿Nunca leyó mi opúsculo
Viernes o la aguja de marear
?… Si de un
Ulises
se trata, me quedo con el de Homero.

Alcé un punto el tono al llegar ahí, acechando la reacción de Corso. Sonreía a medias sin soltar prenda, pero yo recordaba la expresión de sus ojos cuando cité a Scaramouche, y me sentía en buen camino.

—Sé a qué se refiere —dijo por fin—. Sus opiniones son conocidas y polémicas, señor Balkan.

—Mis opiniones son conocidas porque he procurado que lo sean. Y en cuanto a despreciar al público, como aseguraba usted hace un momento, quizá no sepa que el autor de
Los tres mosqueteros
se batió en la calle durante las revoluciones de 1830 y 1848 y proporcionó armas, pagándolas de su bolsillo, a Garibaldi… No olvide que el padre de Dumas era un conocido general republicano… Aquel hombre rezumaba amor al pueblo y a la libertad.

—Aunque su respeto por el rigor de los hechos fuese relativo.

—Eso es lo de menos. ¿Sabe qué respondía a quienes le acusaban de violar la Historia?… «
La violo, es cierto. Pero le hago bellas criaturas
».

Puse la estilográfica sobre la mesa y me levanté, acercándome a las vitrinas llenas de libros que cubren las paredes de mi despacho. Abrí una para elegir un tomo encuadernado en piel oscura.

—Como todos los grandes fabuladores —añadí—, Dumas era un embustero… La condesa Dash, que lo conoció bien, dice en sus memorias que le bastaba contar una anécdota apócrifa para que esa mentira se diese por histórica… Fíjese en el cardenal Richelieu: fue el hombre más grande de su tiempo; pero después de pasar por las tramposas manos de Dumas, su imagen llega hasta nosotros deformada y siniestra, con la catadura de un villano… —me volví hacia Corso, el libro en las manos— ¿Conoce esto?… Lo escribió Gatien de Courtilz de Sandras, un mosquetero que vivió a finales del siglo XVII. Son las memorias de Artagnan, el auténtico: Carlos de Batz-Castelmore, conde de Artagnan. Un gascón nacido en 1615 que, en efecto, fue mosquetero; aunque no vivió en la época de Richelieu, sino en la de Mazarino. Murió en 1673 durante el sitio de Maestrich cuando, igual que su homónimo de ficción, iba a recibir el bastón de mariscal… Como ve, las violaciones de Alejandro Dumas engendraron hermosas criaturas… Al oscuro gascón de carne y hueso, cuyo nombre había olvidado la Historia, el genio del novelista lo convirtió en gigante de leyenda.

Corso permanecía en su asiento, escuchando. Le puse en las manos el libro y lo hojeó con interés y cuidado. Pasaba despacio las páginas, rozándolas apenas con las yemas de los dedos, sin tocar más que el reborde en cada hoja. De vez en cuando se detenía en un nombre, o un capítulo. Tras los cristales de sus gafas los ojos actuaban seguros y rápidos. En cierto momento se detuvo para anotar los datos en el bloc: «
Memoires de M. d’Artagnan
, G. de Courtilz, 1704, P. Rouge, 4 volúmenes in-12, 4ª. edición». Después cerró el libro para dedicarme una larga mirada.

—Usted lo ha dicho: era un tramposo.

—Sí —concedí mientras me sentaba de nuevo—. Pero genial. Donde otros se hubieran limitado a plagiar, él construyó un mundo novelesco que aún se sostiene hoy… «
El hombre no roba, conquista
», repetía a menudo… «
Hace de cada provincia que toma un anexo de su imperio: le impone sus leyes, la puebla de temas y personajes, extiende su espectro sobre ella…
». ¿Qué otra cosa es la creación literaria?… En su caso, la historia de Francia suministró el filón. El truco era extraordinario: respetar el marco y alterar el cuadro, saquear sin escrúpulos el tesoro que se le ofrecía… Dumas convierte a los personajes principales en secundarios, los que fueron humildes segundones se vuelven protagonistas, y llena páginas con incidentes que en la crónica real ocupan dos líneas… Jamás existió el pacto de amistad entre d’Artagnan y sus compañeros, entre otras cosas porque algunos ni se conocieron entre ellos… Tampoco hubo ningún conde de la Fère, o más bien hubo muchos, aunque ninguno se llamó Athos. Pero Athos existió; se llamaba Armando de Sillegue, señor de Athos, y murió de una estocada en un duelo antes de que d’Artagnan ingresara en los mosqueteros del rey… Aramis fue Henri de Aramitz, escudero, abate laico en la senescalía de Oloron, enrolado en 1640 en los mosqueteros que mandaba su tío. Terminó retirado en sus tierras, con mujer y cuatro hijos. En cuanto a Porthos…

—No me diga que también hubo un Porthos.

—Lo hubo. Se llamó Isaac de Portau y tuvo que conocer a Aramis, o Aramitz, porque ingresó en los mosqueteros tres años después que él, en 1643. Según la crónica murió prematuramente: enfermedad, la guerra, o un duelo como Athos.

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