Se levantó despacio de la cama para no despertar al fantasma que dormía a su lado, acechando el ritmo de una respiración que a veces imaginaba escuchar de veras. Estás muerto como tus libros. Jamás quisiste a nadie, Corso. Ésa fue la primera y última vez que ella pronunció sólo su apellido; la primera y última vez que le negó su cuerpo, antes de marcharse para siempre. En busca de aquel hijo que él nunca quiso tener.
Abrió la ventana, sintiendo el frío húmedo de la noche mientras las gotas de agua le mojaban el rostro. Dio una última chupada al cigarrillo y después lo dejó caer, punto rojo extinguiéndose en la oscuridad, arco de trayectoria interrumpida, o invisible, hacia las sombras.
Llovería esa noche también sobre otros paisajes. Sobre las últimas huellas de Nikon. Sobre los campos de Waterloo, el tatarabuelo Corso y sus camaradas. Sobre la tumba roja y negra de Julián Sorel, guillotinado por creer que, desaparecido Bonaparte, agonizaban las estatuas de bronce en los viejos caminos olvidados. Estúpido error. Lucas Corso sabía, mejor que nadie, que aún era posible elegir campo de batalla y cobrar el estipendio como soldado perdido y lúcido, montando guardia entre fantasmas de papel y cuero, entre la resaca de millares de naufragios.
—Los que están en la tumba no hablan.
—Hablan cuando Dios quiere —replicó Lagardère.
(P. Feval.
El jorobado
)
El taconeo de la secretaria redoblaba en el suelo de madera barnizada. Lucas Corso la siguió por el largo pasillo —paredes color crema suave, luces indirectas, música ambiental— hasta llegar a una pesada puerta de roble. Obedeció la indicación de aguardar un instante y después, cuando la secretaria se hizo a un lado dedicándole una sonrisa breve e impersonal, entró en el despacho. Varo Borja estaba sentado en un sillón reclinable de cuero negro, entre media tonelada de caoba y la ventana con una espléndida panorámica de Toledo: viejos tejados ocres, la aguja gótica de la catedral recortada sobre un limpio cielo azul y, al fondo, la mole gris del Alcázar.
—Siéntese, Corso. ¿Cómo está?
—Bien.
—Ha tenido que esperar.
No era una disculpa, sino la constatación de un hecho. Corso torció la boca.
—No se preocupe. Esta vez sólo han sido cuarenta y cinco minutos.
Varo Borja ni siquiera se tomó el trabajo de sonreír un poco mientras Corso ocupaba un sillón destinado a los visitantes. En la mesa no había nada, excepto un complicado sistema de teléfono e interfono, de moderno diseño, sobre la superficie donde se reflejaba, invertida, la imagen del librero con el paisaje de la ventana como decorado de fondo. Varo Borja rondaba los cincuenta años; lucía una calva bronceada por rayos uva y un aire respetable que distaba mucho de ser cierto. Los ojos eran pequeños, móviles y astutos; disimulaba su excesiva cintura con ajustados chalecos de fantasía, bajo americanas hechas a medida, y era marqués de algo, con un pasado juvenil tormentoso y calavera que incluía una ficha policial, cierto escándalo por estafa y cuatro prudentes años de autoexilio en Brasil y Paraguay.
—Voy a enseñarle una cosa.
Tenía maneras bruscas, a menudo rayanas en una grosería calculada que cultivaba con esmero. Corso lo vio levantarse camino de una pequeña vitrina, que abrió con la llavecita que extrajo del bolsillo, al extremo de una cadena de oro. Sin establecimiento comercial cara al público —salvo un expositor reservado en las más importantes ferias internacionales— el catálogo de Varo Borja nunca incluía más de medio centenar de títulos selectos. Seguía la pista a libros raros en cualquier rincón del mundo, combatiendo con dureza y malas artes para hacerse con ellos, y después especulaba según las oscilaciones del mercado. Su nómina eventual incluía coleccionistas, conservadores, grabadores, impresores y proveedores, como Lucas Corso.
—¿Qué le parece?
Corso alargó las manos para recibir el libro, con el cuidado que cualquiera mostraría al recibir en brazos a un niño de pocos meses. Estaba encuadernado en piel marrón, con ornamentos dorados, de época, y su estado de conservación era excelente.
—
La Hypnerotomachia di Poliphilo
, de Colonna —dijo—. Lo consiguió por fin.
—Hace tres días. Venecia, 1545.
In casa di figlivoli di Aldo
. Ciento setenta grabados en madera… ¿Aún sigue interesado ese suizo del que me habló?
—Supongo que sí. ¿Está completo?
—Claro. Todas las xilografías de esta edición, menos cuatro, son reimpresiones de las de 1499.
—Mi cliente hubiera preferido una primera edición, pero intentaré convencerlo con la segunda… Hace cinco años se le escapó un ejemplar en la subasta de Mónaco.
—Pues suya es la opción.
—Déme un par de semanas para ponerme en contacto con él.
—Prefiero tratar directamente —Varo Borja sonreía como un tiburón en busca de bañista—. Respetando, claro, su comisión con el porcentaje habitual.
—Ni hablar. El suizo es
mi
cliente.
El otro sonrió, irónico.
—No se fía de nadie, ¿verdad?… Le imagino de niño, analizando la leche de su madre antes de ponerse a mamar.
—Usted revendería la de la suya, supongo.
Varo Borja observó fijamente al cazador de libros, que ahora no tenía nada de conejil, ni de simpático; más bien recordaba a un lobo que enseñara el colmillo de través.
—¿Sabe lo que me gusta de su carácter, Corso?… La naturalidad con que asume el papel de sicario a sueldo, entre tanto demagogo y cantamañanas que anda por ahí… Parece uno de esos individuos flacos y peligrosos de los que recelaba Julio César… ¿Qué tal duerme?
—A pierna suelta.
—Seguro que no. Apostaría un par de góticos a que es de los que pasan mucho rato con los ojos abiertos en la oscuridad… ¿Quiere que le diga una cosa? Yo recelo por instinto de los hombres flacos voluntariosos y entusiastas. Sólo me sirvo de ellos cuando se trata de mercenarios bien pagados, gente desarraigada y sin complejos. Desconfío de quien alardea de una patria, una familia o una causa.
El librero introdujo de nuevo el
Poliphilo
en la vitrina. Después soltó una risa seca, desprovista de humor:
—¿Tiene amigos, Corso?… A veces me pregunto si alguien como usted puede tenerlos.
—Váyase a la mierda.
La sugerencia había sido formulada con impecable frialdad. Varo Borja sonrió lenta y deliberadamente. No parecía ofendido.
—Tiene razón. Su amistad no me interesa lo más mínimo, pues le compro lealtad mercenaria, sólida y duradera. ¿No es cierto?… El pundonor profesional de quien cumple su contrato aunque el rey que le empleó haya huido, aunque la batalla esté perdida y aunque no haya salvación posible…
Miraba a Corso con aire de guasa, provocador, atento a su reacción. Pero éste se limitó a un gesto de impaciencia, tocando, sin mirarlo, el reloj que llevaba en la muñeca izquierda.
—El resto puede escribírmelo —dijo—. Por carta. Yo no cobro por reírle a usted las gracias.
Varo Borja pareció meditar aquello. Luego asintió, aún burlón.
—Otra vez tiene razón, Corso. Volvamos a los negocios… —miró alrededor antes de centrarse en el tema—. ¿Recuerda el
Tratado del Arte de la Esgrima
, de Astarloa?
—Sí. Una edición de 1870, muy rara. Le proporcioné un ejemplar hace un par de meses.
—El mismo cliente pide ahora
Académie de l’espée
. ¿Le conoce?
—No sé si se refiere al cliente o al libro… Usted abusa tanto de los leísmos que a veces me armo un lío.
La mirada hosca de Varo Borja reveló escaso aprecio por el comentario:
—No todos poseemos su limpia y breve prosa, Corso. Hablaba del libro.
—Es un Elzevir del XVII. Gran infolio con grabados. Se le considera el más bello tratado de esgrima. Y el más caro.
—El comprador está dispuesto a pagar lo que sea.
—Habrá que encontrarlo, entonces.
Varo Borja había ocupado de nuevo su sillón ante la ventana que enmarcaba la panorámica de la ciudad antigua y cruzaba las piernas, satisfecho, colgados los pulgares en los bolsillos del chaleco. Era obvio que le iban bien los negocios. Sólo unos cuantos, entre sus más cualificados colegas europeos, podían permitirse aquella vista tras la mesa de trabajo. Pero Corso no estaba impresionado. Los tipos así dependían de gente como él, y eso era algo que nadie tenía que explicar a ninguno de los dos.
Se ajustó las gafas torcidas y miró al librero.
—¿Qué hacemos con el
Poliphilo
?
Varo Borja dudaba entre la antipatía y el interés, lanzando ojeadas a la vitrina y luego a él.
—De acuerdo —dijo a regañadientes—. Negocie con el suizo.
Asintió Corso sin delatar satisfacción por la pequeña victoria. El suizo no existía, pero ése era asunto suyo. No faltaban compradores para un libro como aquél.
—Hablemos de sus
Nueve Puertas
—propuso, y vio animarse la expresión del librero.
—Hablemos. ¿Acepta el trabajo?
Corso se mordía la piel de un pulgar, junto a la uña. La escupió suavemente sobre la mesa impoluta.
—Imagine por un momento que su ejemplar resulta falso. Y que el auténtico es cualquiera de los otros dos. O ninguno.
Varo Borja, molesto, parecía buscar con la mirada la minúscula piel del pulgar de Corso. Por fin renunció a ello.
—En tal caso —dijo— tomará buena nota y seguirá mis instrucciones.
—Cuéntemelas.
—Cada cosa a su tiempo.
—Insisto. Cuéntemelas —comprobó que el librero dudaba un instante. En el rincón de su cerebro donde residía el instinto de cazador, algo empezó a latir fuera de lugar.
Tic, tac
. El sonido casi imperceptible de una máquina desajustada.
—Eso —respondió el otro, por fin— lo decidiremos sobre la marcha.
—¿Qué hemos de decidir? —Corso empezaba a mostrarse irritado—. Uno de los libros se encuentra en una colección privada y el otro en una fundación pública; ninguno está en venta. Eso significa que ahí termina todo: mi gestión y sus pretensiones. Yo le digo: éste o aquél son falsos, o no lo son. En cualquier caso, cuando termine cobro y adiós.
Demasiado simple, decía la media sonrisa del librero.
—Eso depende.
—Es lo que temo… Tiene alguna idea entre ceja y ceja, ¿verdad?
Varo Borja levantó un poco una mano, observando el reflejo de ésta en la superficie pulida de la mesa. Después la hizo descender despacio, hasta unir la mano al reflejo. Corso miró aquella mano ancha y velluda, con un enorme sello de oro en el meñique. La conocía demasiado bien. La había visto firmar cheques sobre cuentas inexistentes, apoyar rotundas falsedades, estrechar manos que iba a traicionar. Siguió escuchando el sospechoso
tic tac
. De pronto sentía una extraña fatiga. Ya no estaba seguro de desear el trabajo.
—No estoy seguro —dijo en voz alta— de que desee este trabajo.
Varo Borja tuvo que captar el tono en su voz, pues modificó su actitud. Entrelazaba ahora los dedos bajo el mentón, inmóvil, con la luz de la ventana bruñéndole la calva bronceada y perfecta. Parecía reflexionar, y sus ojos no se apartaban de Corso.
—¿Nunca le he contado por qué me hice librero?
—No. Y maldito lo que me importa.
El otro soltó una carcajada teatral. Aquello anunciaba su disposición a encajar, benévolo. El malhumor de Corso podía discurrir sin consecuencias, hasta nueva orden.
—Le pago para que escuche lo que me dé la gana.
—Aún no ha pagado, esta vez.
El otro abrió un cajón, extrajo un talonario de cheques y lo puso sobre la mesa, mientras Corso miraba alrededor con resignado desamparo. Era el momento de decir adiós muy buenas o quedarse en el despacho, esperando. También era momento para que le ofreciesen un trago de algo, pero su interlocutor no era esa clase de anfitrión. Así que encogió los hombros, tocando con un codo la petaca de ginebra que abultaba en uno de sus bolsillos. Era absurdo. Sabía perfectamente que no se iba a ir, le gustase o no lo que estaban a punto de proponerle. Y Varo Borja también lo sabía. Escribió una cifra, puso la firma y cortó el cheque, empujándolo hacia su interlocutor.
Sin tocarlo, Corso le echó un vistazo.
—Acaba de convencerme —suspiró— Soy todo oídos.
El librero ni siquiera necesitaba permitirse un ademán triunfal. Sólo una breve señal de asentimiento segura y fría, cual si acabara de resolver un desdeñable trámite.
—Entré en esto por casualidad —empezó a contar—. Un día me vi sin un céntimo en el bolsillo y con la biblioteca de un tío-abuelo fallecido como única herencia… Dos mil títulos, más o menos, de los que sólo un centenar valía la pena. Pero entre ellos había una primera edición del Quijote, un par de salterios del siglo XIII y uno de los cuatro únicos ejemplares conocidos del
Champfleury
de Geoffroy Tory… ¿Qué le parece?
—Que tuvo demasiada suerte.
—Y que lo diga —asintió Varo Borja, neutro y seguro. Narraba sin la autocomplacencia que suelen ostentar muchos triunfadores al hablar de sí mismos—… Por aquella época yo lo ignoraba todo sobre los coleccionistas de libros raros, aunque capté lo esencial: gente dispuesta a pagar mucho dinero por productos escasos. Y yo poseía algunos de esos productos… Así aprendí palabras de las que no tenía ni idea, como colofón, diente de perro, proporción áurea o encuadernación en abanico… Y mientras le cobraba afición al negocio, descubrí algo: hay libros para vender y libros para guardar. En cuanto a estos últimos, se ingresa en bibliofilia como en religión: para toda la vida.
—Muy emotivo. Y ahora dígame qué tenemos que ver
Las Nueve Puertas
y yo con sus votos perpetuos.
—Antes ha preguntado qué pasará si descubre que mi ejemplar es falso… Eso puedo aclarárselo ahora mismo: es falso.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé con absoluta certeza.
Corso torció la boca. El gesto traslucía su opinión sobre las certezas absolutas en bibliofilia:
—Pues en la
Bibliografía Universal
de Mateu y en el catálogo Terral-Coy figura como auténtico…
—Sí —concedió Varo Borja—. Aunque el Mateu contiene un pequeño error: cita ocho láminas en vez de las nueve que tiene el ejemplar… Pero su autenticidad
formal
no significa gran cosa. Según las bibliografías, los ejemplares Fargas y Ungern también son buenos.