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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policiaco, Intriga

El club Dumas (3 page)

BOOK: El club Dumas
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Corso tamborileó con los dedos sobre las
Memorias
de d’Artagnan y movió un poco la cabeza. Sonreía.

—De un momento a otro va a decirme que también existió una Milady..

—Exacto. Mas no se llamaba Ana de Brieul, ni fue duquesa de Winter. Tampoco llevaba una flor de lis marcada en el hombro, aunque sí era agente de Richelieu. Se llamaba condesa de Carlille, y le robó, en efecto, dos herretes de diamantes en un baile al duque de Buckhingam… No me mire con esa cara. Lo cuenta La Rochefoucauld en sus memorias. Y La Rochefoucauld era un hombre muy serio.

Corso me observaba con fijeza. No parecía de los que se admiran con facilidad, y mucho menos en cuestión de libros; pero se mostraba impresionado. Después, cuando lo conocí mejor, llegué a preguntarme si la admiración era sincera, o una de sus retorcidas argucias profesionales. Ahora que todo ha terminado, creo estar seguro: yo era una fuente más de información, y Corso le daba hilo a la cometa.

—Todo esto es muy interesante—dijo.

—Si va a París, Replinger podrá contarle mucho más que yo —miré el original sobre la mesa—… Aunque ignoro si compensa el gasto de un viaje… ¿Qué puede valer ese capítulo en el mercado?

Mordió de nuevo el extremo del lápiz, componiendo un gesto escéptico:

—No mucho. En realidad voy por otro asunto.

Sonreí con tristeza cómplice. Entre mis escasas posesiones se cuentan un
Quijote
de Ibarra y un Volkswagen. Por supuesto, el automóvil me costó más que el libro.

—Sé a qué se refiere —dije, en tono solidario.

Corso hizo un gesto que podía interpretarse como de resignación. Sus incisivos de roedor asomaban en ácida mueca:

—Hasta que los japoneses se harten de Van Gogh y Picasso —sugirió— y lo inviertan todo en libros raros.

Me eché hacia atrás en el asiento, escandalizado.

—Que Dios nos ampare cuando esto ocurra.

—Eso dígalo por usted —me miraba con sorna a través de sus lentes torcidas—. Yo pienso forrarme, señor Balkan.

Guardó el bloc en el bolsillo del gabán mientras se levantaba, colgándose al hombro la bolsa de lona. No pude menos que detenerme a considerar su aspecto equívocamente apacible, con aquellas gafas metálicas nunca estables sobre la nariz. Más tarde supe que vivía solo, entre libros propios y ajenos, y además de cazador a sueldo era experto en juegos de simulación napoleónicos, capaz de reproducir sobre un tablero, de memoria, el orden de batalla exacto en la víspera de Waterloo: una historia familiar, algo extraña, que hasta mucho después no llegué a conocer del todo. He de admitir que, evocado así, Corso parece desprovisto del menor atractivo. Y sin embargo, ateniéndonos al rigor con que narro esta historia, debo precisar que en su desmañada apariencia, justo en aquella torpeza que podía ser —ignoro cómo lo conseguía— cáustica y desamparada, ingenua y agresiva al mismo tiempo, acechaba eso que las mujeres llaman
gancho
y los hombres
simpatía
. Positivo sentimiento que se esfuma cuando nos palpamos el bolsillo para comprobar que acaban de quitarnos la cartera.

Corso recuperó el manuscrito y lo acompañé hasta la puerta. Se detuvo a estrecharme la mano en el vestíbulo, donde los retratos de Stendhal, Conrad y Valle-Inclán otean adustos la atroz litografía que la comunidad de vecinos, con mi voto en contra, decidió colgar hace unos meses en el rellano de la escalera.

Sólo entonces me animé a formular la pregunta:

—Le confieso que siento curiosidad por saber dónde encontraron eso.

Se detuvo, indeciso, antes de responder. Sin duda analizaba los pros y los contras. Pero yo lo había recibido amablemente y estaba en deuda conmigo. También podía volver a necesitarme, así que no le quedaba opción.

—Tal vez usted lo conociera —respondió por fin—. El manuscrito se lo compró mi cliente a un tal Taillefer.

Me permití una mueca de sorpresa, sin exageraciones:

—¿Enrique Taillefer?… ¿El editor?

Su mirada vagaba por el vestíbulo. Al cabo movió la cabeza una vez, de arriba abajo.

—El mismo.

Nos quedamos en silencio los dos. Corso encogió los hombros, y yo sabía muy bien por qué. La causa podía encontrarse en las páginas de sucesos de cualquier diario; Enrique Taillefer llevaba muerto una semana. Lo habían encontrado ahorcado en el salón de su casa: el cordón del batín de seda en torno al cuello y los pies girando en el vacío, sobre un libro abierto y un jarrón de porcelana hecho pedazos.

Algún tiempo después, cuando todo hubo terminado, Corso accedió a contarme el resto de la historia. Puedo así reconstruir ahora con razonable fidelidad ciertos hechos que no presencié: el encadenamiento de circunstancias que condujeron al fatal desenlace y la resolución del enigma en torno a
El club Dumas
. Gracias a las confidencias del cazador de libros puedo oficiar de doctor Watson en esta historia, y contarles que el siguiente acto se inició una hora después de nuestra entrevista, en el bar de Makarova. Flavio La Ponte, sacudiéndose el agua de encima, fue a acodarse en la barra, junto a Corso, y pidió una caña mientras recobraba el aliento. Después miró hacia la calle, rencoroso y satisfecho, cual si acabase de cruzar bajo fuego de francotiradores. Llovía con saña bíblica.

—La razón comercial
Armengol e Hijos
,
Libros Antiguos y Curiosidades Bibliográficas
piensa querellarse contigo —dijo, la barba rubia y rizada con espuma de cerveza en torno a la boca—. Acaba de telefonear su abogado.

—¿De qué me acusan? —preguntó Corso.

—De engañar a una viejecita y saquear su biblioteca. Juran que esa operación la tenían ellos comprometida.

—Pues que hubieran madrugado, como hice yo.

—Eso dije, pero están furiosos. Cuando fueron por el lote, habían volado el
Persiles
y el
Fuero Real de Castilla
. Además, hiciste una tasación del resto muy por encima de su valor. Ahora la propietaria se niega a vender. Pide el doble de lo que ofrecen… —bebió un trago de cerveza mientras guiñaba un ojo, risueño y cómplice— Clavar una biblioteca, se llama esa bonita maniobra.

—Sé cómo se llama —Corso descubría el colmillo en una sonrisa malévola—. Y Armengol e Hijos lo saben también.

—Una crueldad innecesaria —precisó La Ponte, objetivo—. Pero lo que más les duele es el
Fuero Real
. Dicen que llevártelo fue un golpe bajo.

—Allí lo iba a dejar: glosa latina de Díaz de Montalvo, sin indicaciones tipográficas pero impreso en Sevilla, Alonso del Puerto, posiblemente 1482… —se ajustó las gafas con el índice para mirar a su amigo—. ¿Qué te parece?

—A mí, de perlas. Pero están muy nerviosos.

—Que tomen tila.

Era la hora del aperitivo. Había poco sitio libre en la barra y se apretaban hombro con hombro, entre humo de cigarrillos y rumor de conversaciones, procurando que sus codos evitaran los charquitos de espuma sobre el mostrador.

—Y por lo visto —añadió La Ponte— el
Persiles
es la edición príncipe. Encuadernación firmada por Trautz-Bauzonnet.

Corso negó con la cabeza.

—Por Hardy. En tafilete.

—Mejor me lo pones. De todas formas garanticé que yo no tenía nada que ver. Ya sabes que soy alérgico a los pleitos.

—Pero no a tu treinta por ciento.

El otro alzó una mano, digno.

—Alto ahí. No mezcles las churras con las merinas, Corso. Una cosa es la hermosa amistad que nos profesamos. Otra muy distinta, el pan de mis hijos.

—No tienes hijos.

La Ponte hizo una mueca guasona.

—Dame tiempo. Aún soy joven.

Era bajito, guapo, coqueto y pulcro, con el pelo escaso en la coronilla; se lo arregló un poco con la palma de la mano, estudiando su efecto en el espejo del bar. Después atisbó en torno con ojos profesionales, al acecho de eventual presencia femenina. Siempre estaba atento a ese tipo de cosas, como a construir frases breves en la conversación. Su padre, un librero muy instruido, le había enseñado a escribir dictándole textos de Azorín. Pocos recordaban ya a Azorín, pero La Ponte seguía construyendo como él. Con mucho punto y seguido. Aquello le daba cierto aplomo dialéctico a la hora de seducir a las clientes en la trastienda de su librería de la calle Mayor, donde guardaba los clásicos eróticos.

—Además —añadió, retomando el hilo— con Armengol e Hijos tengo asuntos pendientes. Delicados. Rentables a corto plazo.

—También conmigo —puntualizó Corso por encima de su cerveza—. Eres el único librero pobre con el que trabajo. Y esos ejemplares los vas a vender tú.

—Bueno —La Ponte se excusaba, ecuánime—. Ya sabes que soy un tipo práctico. Pragmático. Rastrero.

—Lo sé.

—Imagínate una película del Oeste. A título de amigo yo aceptaría, como mucho, un tiro en el hombro.

—Como mucho —admitió Corso.

—De todas formas, da igual —La Ponte miraba alrededor, distraído—. Ya tengo comprador para el
Persiles
.

—Pues págame otra caña. A cuenta de tu comisión.

Eran viejos amigos. Amaban la cerveza con mucha espuma y la ginebra Bols en su caneco marino de barro oscuro; pero sobre todo, los libros antiguos y las viejas almonedas del Madrid castizo. Se habían conocido muchos años atrás, cuando Corso husmeaba en librerías especializadas en autores españoles por encargo de un cliente, interesado en una
Celestina
fantasma que alguien citaba como anterior a la edición conocida de 1499. La Ponte no tenía ese libro; ni siquiera había oído hablar de él. Pero sí contaba con una edición del
Diccionario de rarezas e inverosimilitudes bibliográficas
de Julio Ollero, donde se aludía al tema. De la charla sobre libros derivó cierta afinidad, rubricada cuando La Ponte echó el cierre a su tienda y ambos vaciaron todo lo vaciable en el bar de Makarova mientras intercambiaban cromos de Melville, a bordo de cuyo
Pequod
, y en las escapadas de Azorín, La Ponte se crió de pequeñito. «
Llamadme Ismael
», dijo al rebasar la línea de sombra de la tercera Bols a palo seco. Y Corso lo llamó Ismael citando además, de memoria y en su honor, el episodio de la forja del arpón de Achab:

Tres cortes se dieron en la carne pagana, y el filo para la ballena blanca adquirió su temple…

Aquello fue remojado en debida forma, hasta el punto de que La Ponte dejó de mirar a las chicas que entraban y salían del bar para jurarle a Corso amistad eterna. En el fondo era un tipo algo ingenuo —a pesar de su cinismo militante y la carroñera profesión de librero de viejo que ejercía— e ignoraba que su nuevo amigo de gafas torcidas ejecutaba una sutil maniobra de flanqueo: al ojear sus anaqueles había localizado un par de títulos sobre los que pensaba negociar. Pero lo cierto fue que La Ponte, con su barbita rubia y rizada, los ojos dulces de gaviero Billy Budd y sus ensueños de cazador frustrado de ballenas, llegó a despertar la simpatía de Corso. Era capaz, incluso, de recitar la lista completa de tripulantes del
Pequod
—Achab, Stubb, Starbuck, Flask, Perth, Parsi, Queequeg, Tasthego, Daggoo…—, los nombres de todos los barcos citados en
Moby Dick

Goney, Town-Ho, Jeroboam, Jungfrau, Bouton de Rose, Soltero, Deleite, Raquel
…—, y además sabía perfectamente, prueba suprema, qué era el ámbar gris. Hablaron de libros y ballenas. Y así quedó fundada aquella noche la Hermandad de Arponeros de Nantucket, con Flavio La Ponte secretario general, Lucas Corso tesorero, y ambos únicos miembros bajo el madrinazgo tolerante de Makarova, quien se negó a cobrar la última ronda para terminar compartiendo con ellos una botella extra de ginebra.

—Me voy a París —dijo Corso, mirando por el espejo a una mujer gorda que introducía monedas cada quince segundos por la ranura de la máquina tragaperras, cual si la musiquilla y el movimiento de los reclamos de colores, frutas y campanas, la fuesen a tener allí, hipnotizada e inmóvil excepto la mano que oprimía los pulsadores del juego, hasta la consumación de los siglos—. A ocuparme de tu
Vino de Anjou
.

Vio a su amigo arrugar la nariz y observarlo de reojo. París equivalía a gastos extra, complicaciones. Ponte era un librero modesto y tacaño.

—Sabes que no puedo permitirme eso.

Corso apuraba despacio su vaso.

—Sí puedes —sacó unas monedas para pagar la ronda—. Voy por otro asunto.

—Otro asunto —repitió La Ponte, mirándolo con interés.

Makarova puso dos cervezas más en el mostrador. Era grande, rubia y cuarentona, con el pelo corto y un aro en una oreja, recuerdo de cuando navegaba a bordo de un pesquero ruso. Llevaba pantalones estrechos y camisa remangada hasta los hombros, y sus bíceps excesivamente fuertes no eran lo único masculino que podía olfatearse en ella. Siempre tenía un cigarrillo encendido en el extremo de la boca, dejándolo consumirse allí. Con un aire báltico y su forma de moverse, parecía un oficial ajustador en una fábrica de cojinetes de Leningrado.

—Leí el libro —le dijo a Corso desguazando las erres. Al hablar, la ceniza del cigarrillo se desplomaba sobre su camisa húmeda—. Esa fulana, Bovary. Pobre idiota.

—Celebro que captaras el fondo del asunto.

Makarova enjugó el mostrador con un paño. Desde el otro extremo de la barra, Zizi la vigilaba mientras hacía sonar la caja registradora. Era el polo opuesto de Makarova: mucho más joven, menuda y muy celosa. A veces, a punto de cerrar, se peleaban a golpes, borrachas, ante los últimos parroquianos de confianza. En cierta ocasión, tras una de esas broncas y con un ojo morado, Zizi había puesto tierra de por medio, vengativa y furiosa. Hasta que volvió, tres días más tarde, las lágrimas de Makarova estuvieron haciendo
clup-clup
al caer dentro de los vasos de cerveza. Aquella noche cerraron pronto y las vieron irse cogidas de la cintura, besándose en los portales como dos jovencitas enamoradas.

—Se va a París —La Ponte señaló a Corso con un movimiento de cabeza—. A sacarse ases de la manga.

Recogió Makarova los vasos vacíos mientras miraba a Corso a través del humo de su cigarrillo.

—Siempre tiene algo escondido —dijo, gutural y desapasionadamente—. En alguna parte.

Luego puso los vasos en el fregadero y se fue a atender a otros clientes, balanceando los hombros cuadrados. Corso era el único ejemplar masculino que escapaba a su desdén por el sexo opuesto, y solía pregonarlo cuando se negaba a cobrarle una copa. Incluso Zizi lo miraba con cierta neutralidad. En una ocasión en que Makarova fue detenida por romperle la cara a un guardia en una manifestación de gays y lesbianas, Zizi había esperado toda la noche sentada en un banco de la comisaría. Corso la acompañó con bocadillos y una botella de ginebra, tras recurrir a sus contactos en la policía para suavizar las cosas. Todo aquello ponía a La Ponte absurdamente celoso.

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