—¿Por qué París? —preguntó, aunque tenía la atención puesta en otra parte. Su codo izquierdo acababa de hundirse en algo deliciosamente blando. Parecía encantado de descubrir que su vecina de barra era una joven rubia, con unas tetas enormes.
Corso bebió otro sorbo de cerveza.
—También voy a Sintra, en Portugal —seguía mirando a la gorda de la tragaperras. Desplumada por la máquina, le daba un billete a Zizi para que se lo cambiara en monedas—. Es cosa de Varo Borja.
Oyó a su amigo silbar entre dientes: Varo Borja, el más importante librero del país. Su catálogo era escueto y selecto, y además poseía una sólida reputación como bibliófilo que no reparaba en gastos. Impresionado, La Ponte pidió más cerveza y más datos, con aquel aire suyo de cernícalo rapaz que se le disparaba de modo automático al oír la palabra
libro
. Su carácter, aunque tacaño y cobarde confeso, no incluía la envidia salvo en lo tocante a la propiedad de mujeres guapas y arponeables. En lo profesional, aparte la satisfacción de hacerse con buenas piezas cobradas con poco riesgo, sentía un sincero respeto por el trabajo y la clientela de su amigo.
—¿Has oído hablar de
Las Nueve Puertas
?
El librero, que se hurgaba sin prisa en los bolsillos para que Corso pagara también aquella ronda, y estaba a punto de volverse a estudiar con más detenimiento a su opulenta vecina, pareció olvidarlo todo en el acto. Tenía la boca abierta
—No me digas que Varo Borja quiere ese libro…
Corso puso sus últimas monedas sobre el mostrador. Makarova traía otras dos cañas.
—Lo tiene hace tiempo. Y pagó por él una fortuna.
—Seguro que la pagó. Sólo hay tres o cuatro ejemplares conocidos.
—Tres —precisó Corso. Uno estaba en Sintra, en la colección Fargas. Otro en la fundación Ungern, de París. Y el tercero, procedente de la subasta de la biblioteca Terral-Coy, de Madrid, era el adquirido por Varo Borja. Interesadísimo, La Ponte se acariciaba los rizos de la barba. Por supuesto que había oído hablar de Fargas, el bibliófilo portugués. En cuanto a la baronesa Ungern, aquella vieja loca se había hecho millonaria escribiendo libros sobre ocultismo y demonología. Su último éxito,
Isis desnuda
, pulverizaba las cifras de ventas en los grandes almacenes.
—Lo que no entiendo —concluyó La Ponte— es qué tienes tú que ver en eso.
—¿Conoces la historia del libro?
—Muy por encima —admitió el otro. Corso mojó un dedo en espuma de cerveza y se puso a hacer dibujos sobre el mármol del mostrador:
—Época, mediados del XVII. Escenario, Venecia. Protagonista, un impresor llamado Aristide Torchia, a quien se le ocurre editar el llamado
Libro de las Nueve Puertas del Reino de las Sombras
, una especie de manual para invocar al diablo… Los tiempos no están para esa literatura: el Santo Oficio consigue, sin mucho esfuerzo, que le entreguen a Torchia. Cargos: artes diabólicas y los anexos correspondientes, agravados por el hecho, dicen, de haber reproducido nueve grabados del famoso
Delomelanicon
, el clásico de los libros negros, que la tradición atribuye a la mano del mismísimo Lucifer…
Makarova se había acercado por el otro lado de la barra y escuchaba, interesada, secándose las manos en la camisa. La Ponte, a medio levantar el vaso, detuvo el gesto mientras hacía una mueca instintiva de avidez profesional.
—¿Qué fue de la edición?
—Te lo puedes figurar: hicieron con ella una hermosa hoguera —Corso compuso una mueca esquinada y cruel; parecía lamentar de veras no haber visto el asunto—. También cuentan que al arder se oyó gritar al diablo.
De codos sobre los garabatos húmedos, junto a las palancas de la cerveza a presión, Makarova emitió un gruñido escéptico. Su aplomo rubio, nórdico y viril, era incompatible con supersticiones y nieblas meridionales. La Ponte, más sugestionable, hundió la nariz en su cerveza, acometido por repentina sed:
—A quien tuvo que oírse gritar fue al impresor. Supongo.
—Imagínate.
La Ponte se estremeció imaginándolo.
—Torturado —proseguía Corso— con ese pundonor profesional que la Inquisición desplegaba frente a las artes del Maligno, el impresor terminó por confesar, entre alarido y alarido, que todavía quedaba un libro, uno solo, a salvo. En cierto lugar escondido. Después cerró la boca y no volvió a abrirla hasta que lo quemaron vivo. Incluso entonces fue sólo para decir
ay
.
Makarova dedicó una sonrisa despectiva a la memoria del impresor Torchia, o tal vez a los verdugos incapaces de arrancarle el último secreto. La Ponte fruncía el entrecejo.
—Dices que sólo se salvó un libro —objetó—. Pero antes hablaste de tres ejemplares conocidos.
Corso se había quitado las gafas, y las miraba al trasluz para comprobar la limpieza de los cristales.
—Ahí está el problema —dijo—. Los libros han ido apareciendo y desapareciendo entre guerras, robos e incendios. Se ignora cuál es el auténtico.
—Quizá todos sean falsos —sugirió el sentido común de Makarova.
—Quizá. Y yo tengo que despejar la incógnita, averiguando si Varo Borja tiene el original o le dieron gato por liebre. Por eso voy a Sintra y a París —se ajustó las gafas para mirar a La Ponte—. De paso me ocuparé de tu manuscrito.
El librero asentía, pensativo, vigilando por el rabillo del ojo a la chica de las tetas grandes reflejada en el espejo del bar.
—Comparado con eso, parece ridículo hacerte perder el tiempo con
Los tres mosqueteros
…
—¿Ridículo? —Makarova abandonaba su papel neutral para mostrarse ahora realmente ofendida—. ¡Es la mejor novela que leí nunca!
Subrayó aquello con una palmada sobre el mostrador de la barra, moldeándose con rudeza los músculos en sus antebrazos desnudos. A Boris Balkan le habría gustado oír eso, pensó Corso. En la particular lista de
best-sellers
de Makarova, de la que él mismo oficiaba como asesor literario, la novela de Dumas compartía honores estelares con
Guerra y Paz
,
La Colina de Watership
, o
Carol
, de la Highsmith. Por ejemplo.
—Tranquilo —dijo a La Ponte—. Pienso cargar los gastos a Varo Borja. Aunque yo diría que tu
Vino de Anjou
es auténtico… ¿Quién iba a falsificar una cosa así?
—Hay gente para todo —apuntó Makarova, con sabiduría infinita.
La Ponte compartía la opinión de Corso; en aquel caso, una manipulación resultaba absurda. El difunto Taillefer le había garantizado la autenticidad: puño y letra de don Alejandro. Y Taillefer era de confianza.
—Solía llevarle antiguos folletines; los compraba todos —bebió un trago, dejando escapar una risita por el borde del vaso—. Buen pretexto para verle las piernas a su mujer. Una rubia tremenda. Espectacular. El caso es que un día lo veo abrir un cajón. Pone
El vino de Anjou
sobre la mesa. «Es suyo», me dice a bocajarro, «si se encarga usted de un peritaje formal y lo saca en el acto a la venta…».
Un cliente reclamó la atención de Makarova en demanda de un bitter sin alcohol y ésta lo mandó a paseo. Seguía inmóvil en la barra, el pitillo consumiéndose en su boca y los ojos entornados por el humo; pendiente de la historia.
—¿Eso es todo? —preguntó Corso.
La Ponte hizo un gesto vago.
—Prácticamente todo. Intenté disuadirlo, pues conocía su afición. Era de esos fulanos capaces de dar el alma a cambio de una rareza. Pero estaba resuelto. «Si no es usted, será otro», dijo. Ahí, por supuesto, me tocó la fibra. Me refiero a la fibra comercial.
—Aclaración ociosa —precisó Corso—. Es la única fibra que te conozco.
En demanda de calor humano, La Ponte se volvió hacia los ojos color de plomo de Makarova; mas desistió al primer vistazo. Allí había la misma calidez que en un fiordo noruego a las tres de la madrugada.
—Qué bonito es sentirse querido —dijo por fin, despechado y mordaz.
Sin duda el individuo aficionado al bitter tenía sed, observó Corso, porque volvía a insistir. Makarova, mirándolo de soslayo y sin cambiar de postura, sugirió que buscase otro bar antes de que le partiera una ceja. Tras meditarlo un poco, el otro pareció comprender la esencia del mensaje y se quitó de en medio.
—Enrique Taillefer era un tipo raro —La Ponte se alisaba una vez más el pelo sobre la calva incipiente de su coronilla, sin perder nunca de vista a la rubia opulenta en el espejo—. Quería que yo vendiese el manuscrito dándole publicidad al asunto —bajó el tono para ahorrarle inquietudes a la rubia—… «Alguien se llevará una sorpresa», me dijo, muy misterioso. Guiñándome un ojo igual que quien se dispone a correr una juerga. Y cuatro días después estaba muerto.
—Muerto —repitió gutural Makarova, paladeando el término y cada vez más interesada.
—Suicidio —aclaró Corso; pero ella encogió los hombros como si entre el suicidio y el asesinato no mediaran grandes diferencias. Había un manuscrito dudoso y un muerto seguro: suficiente para justificar la trama.
Al oír lo del suicidio, La Ponte hizo un lúgubre gesto afirmativo:
—Eso dicen.
—No pareces muy seguro.
—Es que no lo estoy. Todo es muy raro —arrugó otra vez la frente, ensombrecido, olvidando el espejo—. Me huele mal.
—¿Nunca te contó Taillefer cómo obtuvo el manuscrito?
—Al principio no le pregunté. Después era tarde.
—¿Hablaste con la viuda?
La alusión despejó el ceño del librero. Ahora sonreía de oreja a oreja.
—Te reservo ese episodio —su tono era el de quien recuerda un truco estupendo olvidado en la chistera—. Así cobras en especies. Yo no puedo ofrecer ni la décima parte de lo que sacarás de Varo Borja por su Libro de los Nueve Camelos.
—Lo mismo haré contigo, cuando descubras un
Audubon
y te conviertas en librero millonario. Me limito a aplazar los cobros.
La Ponte volvió a mostrarse dolido. Para un cínico de su envergadura, observó Corso, parecía muy sensible a la hora del aperitivo.
—Creí que me ayudabas por amistad —protestó el librero—. Ya sabes. El Club de los Arponeros de Nantucket. Por allí resopla y todo eso.
—Amistad —Corso miró alrededor, esperando que alguien le explicara la palabra—. Los bares y los cementerios están llenos de amigos imprescindibles.
—¿De qué parte estás, maldito?
—De la suya —suspiró Makarova—. Corso siempre está de la suya.
Desolado, La Ponte comprobó que la chica de las tetas grandes se iba del brazo de un tipo elegante, con andares de figurín. Corso seguía mirando a la gorda de la tragaperras. Desaparecida su última moneda, permanecía junto a la máquina, desconcertada y vacía, caídas las manos a lo largo del cuerpo. La relevaba ante las palancas y los botones un individuo alto y moreno; tenía un bigote negro, poblado, y una cicatriz en la cara. Su aspecto avivó en Corso un recuerdo familiar, fugaz, esfumado sin concretarse. Para desesperación de la mujer gorda, la máquina escupía ahora una ruidosa sucesión de monedas.
Makarova invitó a Corso a una última cerveza. Esta vez La Ponte tuvo que pagar la suya.
Milady sonreía, y d’Artagnan sentía que se condenaría por aquella sonrisa.
(A. Dumas.
Los tres mosqueteros
)
Hay viudas inconsolables, y viudas a las que cualquier varón adulto brindaría con gusto el consuelo oportuno. Liana Taillefer figuraba, sin duda, en la segunda categoría. Era alta y rubia, de piel blanca y movimientos lánguidos. El tipo de mujer que emplea una eternidad entre extraer un cigarrillo y expulsar la primera bocanada de humo, y lo hace mirando a los ojos del interlocutor masculino con el tranquilo aplomo que proporcionan cierto parecido con Kim Novak, unas medidas anatómicas generosas, casi excesivas, y una cuenta bancaria —heredera universal del finado Taillefer Editor S.A.— respecto a la que el término solvente resulta un tímido eufemismo. Es asombrosa la cantidad de dinero que se puede amasar, valga el estúpido juego de palabras, publicando libros de cocina.
Los mil mejores postres manchegos
, por ejemplo. O las quince ediciones, agotadas, de un clásico:
Los secretos de la barbacoa
.
La casa estaba en un antiguo palacio, el del marqués de los Alumbres, reconvertido en apartamentos de gran lujo. En cuanto a la decoración, el gusto de sus propietarios parecía de los que se fraguan a base de poco tiempo y mucho dinero. Sólo así se justificaba la coexistencia de una porcelana de Lladró —una niña con un pato, pudo apreciar desapasionadamente Lucas Corso— en la misma vitrina que unos pastorcillos de Sajonia por los que, sin duda, algún avispado anticuario había sangrado en debida forma al finado Enrique Taillefer o a la señora de. Había un secreter Biedermeier, por supuesto, y un piano Steinwood cerca de una alfombra oriental y carísima. También un inmenso sofá tapizado en piel blanca y de aspecto confortable sobre el que Liana Taillefer cruzaba, en aquel momento, dos piernas extraordinariamente bien torneadas que la falda negra, adecuada para el luto, justo un palmo por encima de la rodilla en posición sedente, pero dejando adivinar voluptuosas líneas camino arriba, hacia la sombra y el misterio —diría Lucas Corso más tarde, al recordar la escena—, situaba y enmarcaba de modo apropiado. Conviene precisar que el comentario de Corso no debe ser pasado por alto, porque, en apariencia, era uno de esos tipos equívocos que uno imagina fácilmente viviendo con una madre anciana que teje calceta y los domingos le lleva al hijo la taza de chocolate caliente a la cama; hijo al que en las películas se ve a veces caminando solo tras un féretro, bajo la lluvia, con los ojos enrojecidos y musitando
mamá
con desconsuelo de huérfano desvalido. Pero Corso no había estado desvalido en su vida. Tampoco tenía madre. Y cuando uno llegaba a conocerlo un poco, terminaba preguntándose si la había tenido alguna vez.
—Lamento molestarla en estas circunstancias —dijo Corso. Estaba sentado frente a la viuda, con el gabán puesto y la bolsa de lona sobre las rodillas. Se mantenía rígido en el borde del asiento mientras los ojos de Liana Taillefer —azul acero, grandes y fríos— lo estudiaban de arriba abajo, empeñados en catalogarlo dentro de alguna especie conocida de ejemplar masculino. Consciente de las dificultades que entrañaba aquello, se sometió al examen sin esforzarse en causar una impresión determinada. Conocía el procedimiento, y en ese instante sus acciones se cotizaban a la baja en la bolsa de valores de Taillefer S.A. viuda de. Eso limitaba la cuestión a una especie de desdeñosa curiosidad, tras hacerle esperar diez minutos en el salón previa escaramuza con una doncella que, tomándolo por un vendedor, estuvo a punto de darle con la puerta en las narices. Pero ahora la viuda observaba de vez en cuando la carpeta que Corso había sacado de la bolsa, y las cosas comenzaban a cambiar. En cuanto a él, procuró sostener a través de sus gafas torcidas la mirada de Liana Taillefer, evitando los rugientes escollos —Scylla y Caribdis: Corso era de Letras— constituidos por las piernas, a meridión, y el busto —exuberante era la palabra, se dijo; llevaba un rato dándole vueltas— que el suéter de angora negra moldeaba de forma devastadora, a septentrión.