—Tal vez lo sean. Los tres.
El librero hizo un gesto negativo.
—Eso es imposible. Las actas del proceso del impresor Torchia no dejan lugar a dudas: sólo se salvó un ejemplar —sonrió a medias, misterioso—. Además, tengo otros elementos de juicio.
—¿Por ejemplo?
—Eso no es de su incumbencia.
—Entonces, ¿para qué me necesita a mi?
Varo Borja echó hacia atrás su asiento y se puso en pie.
—Venga conmigo.
—Ya le he dicho —Corso movía la cabeza— que no siento curiosidad por esa historia.
—Miente. Se muere de ganas, y a estas alturas lo haría gratis.
Cogió el cheque entre los dedos pulgar e índice y se lo metió en un bolsillo del chaleco. Después condujo a Corso por una escalera de caracol hasta el piso superior. El librero tenía la oficina en la parte de atrás de su misma vivienda, un caserón medieval en el casco antiguo de la ciudad por cuya adquisición y reforma había pagado una fortuna. A través de un pasillo que comunicaba con el vestíbulo y la entrada principal, guió a Corso hasta una puerta que se abría mediante un moderno teclado de seguridad. La habitación era grande, con suelo de mármol negro, vigas en el techo y ventanas protegidas por rejas de época. Había también una mesa de trabajo, sillones de cuero y una gran chimenea de piedra. Todas las paredes estaban cubiertas por vitrinas con libros, y grabados en bellos marcos: Holbein y Durero, apreció Corso.
—Bonito lugar —reconoció; nunca había estado allí antes—. Pero siempre creí que guardaba sus libros en el almacén del sótano…
Varo Borja se detuvo a su lado.
—Éstos son los míos; ninguno está en venta. Hay quien colecciona de caballerías, o novelas galantes. Quien busca
Quijotes
o intonsos… Todos los que ve tienen un protagonista: el diablo.
—¿Puedo echar un vistazo?
—Para eso le traje aquí.
Dio Corso unos pasos. Los volúmenes tenían encuadernaciones antiguas, desde la piel sobre tabla de los incunables hasta el marroquí decorado con placas y florones. El suelo de mármol rechinaba bajo la suela de sus zapatos sin lustrar cuando se detuvo ante una de las vitrinas, inclinándose para observar su contenido:
De spectris et apparitionibus
, de Juan Rivio.
Summa diabolica
, de Benedicto Casiano.
La haine de Satan
, de Pierre Crespet.
La Steganografía
del abad Tritemio.
De Consummatione saeculi
, del Pontiano… Títulos valiosos y rarísimos que Corso conocía, en su mayor parte, sólo por referencias bibliográficas.
—No hay nada más bello, ¿verdad? —dijo Varo Borja, que seguía con atención sus movimientos—… Nada como ese brillo suave: los dorados sobre el cuero, tras el cristal… Por no hablar de los tesoros que encierran: siglos de estudios, de sabiduría. De respuestas a los secretos del universo y el corazón del hombre —alzó un poco los brazos para dejarlos caer a los costados, renunciando a expresar con palabras su orgullo de propietario—. Conozco gente capaz de matar por una colección así. Corso asentía sin apartar la vista de los libros.
—Usted, por ejemplo —apuntó—. Aunque no personalmente. Se las compondría para que otros mataran en su lugar.
Sonó la risa despectiva de Varo Borja.
—Ésa es una de las ventajas del dinero: permite contratar esbirros para el trabajo sucio. Y uno se mantiene virgen.
Corso miró al librero.
—Es un punto de vista —concedió tras quedar un segundo absorto; parecía que de verdad meditara sobre ello—. Pero yo desprecio más a quienes no se manchan las manos. A los vírgenes.
—No me importa lo que usted desprecie; así que ocupémonos de cosas serias.
Dio Varo Borja unos pasos ante las vitrinas. En cada una habría un centenar de volúmenes.
—
Ars Diavoli
… —abrió la más cercana para pasar los dedos por el lomo de los libros, casi en una caricia—. Nunca les verá reunidos en otro sitio. Son los más raros, los más selectos. Me ha llevado años reunir esta colección, pero faltaba la pieza maestra.
Extrajo uno de los volúmenes, infolio encuadernado en piel negra, a la veneciana, sin título exterior pero con cinco nervios en el lomo y un pentáculo dorado sobre la tapa anterior. Corso lo tomó en sus manos, abriéndolo con mucho cuidado. La primera página impresa, la portada original, estaba en latín:
DE UMBRARUM REGNI NOVEM PORTIS
: Libro de las nueve puertas del reino de las sombras. Seguía la marca de impresor, lugar, nombre y fecha
: Venetiae, apud Aristidem Torchiam
.
M.DC.LX.VI
.
Cum superiorum privilegio veniaque
. Con privilegio y licencia de los superiores.
Varo Borja acechaba el efecto, interesado.
—Se reconoce a un bibliófilo —dijo— por la forma de tocar un libro.
—Yo no soy un bibliófilo.
—Cierto. Aunque a veces hace perdonar sus trazas de lansquenete a sueldo… Y cuando de libros se trata, ciertos gestos tranquilizan. Hay contactos de manos que son criminales.
Corso pasó más páginas. Todo el texto estaba en latín, impreso en bella tipografía sobre papel grueso, de gran calidad, que resistía bien el paso de los años. Había nueve espléndidos grabados a toda página, con escenas de apariencia medieval. Se detuvo en uno de ellos, al azar. Estaba numerado con un V latino, acompañado por una letra o numeral hebreo y otro griego. Al pie, una palabra incompleta o en clave:
FR.ST.A.
Ante una puerta cerrada, un individuo con aspecto de mercader contaba un saco de oro, ignorante del esqueleto que, a su espalda, sostenía en una mano un reloj de arena y en la otra una horca de campesino.
—¿Qué opina? —preguntó el librero.
—Dijo que es falso, pero no lo parece. ¿Lo ha estudiado bien?
—Con lupa y hasta la última coma. He tenido tiempo desde que le adquirí hace seis meses, cuando los herederos de Gualterio Terral se decidieron a vender su biblioteca.
El cazador de libros pasó más páginas. Las láminas eran bellísimas, de una elegancia sencilla y enigmática. En otra de ellas, una joven estaba a punto de ser decapitada por un verdugo vestido de armadura, espada en alto.
—Dudo que los herederos sacaran a la venta una falsificación —concluyó Corso al terminar su examen—. Tienen demasiado dinero, y los libros les dan igual. Incluso el catálogo de la biblioteca tuvo que hacerlo la misma casa de subastas Claymore… Además, yo conocí al viejo Terral. Nunca hubiera admitido un libro falso, o manipulado.
—Estoy de acuerdo —convino Varo Borja—. Además, Terral heredó
Las Nueve Puertas
de su suegro, don Lisardo Coy, impecable bibliófilo.
—Que a su vez —Corso dejó el libro sobre la mesa y extrajo su bloc de notas de un bolsillo del gabán— se lo compró al italiano Domenico Chiara, cuya familia, según el catálogo Weiss, lo poseía desde 1817…
El librero asintió, complacido.
—Veo que se ha ocupado del tema a fondo.
—Claro que me he ocupado —Corso lo miró como si acabara de oír una estupidez—. Es mi trabajo.
Varo Borja hizo un gesto conciliador.
—Yo no dudo de la buena fe de Terral y sus herederos —aclaró—. Tampoco he afirmado que ese ejemplar no sea antiguo.
—Dijo que es falso.
—Tal vez falso no sea la palabra adecuada.
—Pues ya me contará. Todo corresponde a la época —Corso sostuvo de nuevo el libro, sujetó el corte de sus páginas con el pulgar y las hizo correr aguzando el oído, atento al sonido que producían—. Hasta el papel suena como debe.
—Hay algo en él que no suena como debe; y no me refiero al papel.
—Quizá las xilografías.
—¿Qué pasa con ellas?
—Desentonan. Uno esperaría grabados en cobre. En 1666 nadie utilizaba ya el grabado en madera.
—No olvide que se trata de una edición singular. Las láminas reproducen otras más antiguas, supuestamente descubiertas o vistas por el impresor.
—El
Delomelanicon
… ¿De veras cree eso?
—A usted no le importa lo que yo crea. Pero las nueve láminas originales del libro no se atribuyen a la mano de un cualquiera… Según la leyenda, Lucifer, tras su derrota y expulsión del cielo, compuso un formulario mágico para uso de sus adeptos: el recetario magistral de las sombras. El terrible libro guardado en secreto, quemado varias veces, vendido a precio de oro por los escasos privilegiados que le poseyeron… Esas ilustraciones son en realidad jeroglíficos infernales. Interpretadas con ayuda del texto y los conocimientos adecuados, permitirían convocar al príncipe de las tinieblas.
Corso asintió con exagerada gravedad.
—Conozco mejores formas de vender el alma.
—No se lo tome a broma, porque es más serio de lo que parece… ¿Sabe lo que significa
Delomelanicon
?
—Supongo que sí. Procede del griego:
Delo
, convocar. Y
Melas
: negro, oscuro.
Varo Borja emitió una risita chirriante, de humorística aprobación.
—Olvidaba que es un mercenario culto. Y tiene razón: convocar las tinieblas, o iluminarlas… El profeta Daniel, Hipócrates, Flavio Josefo, Alberto Magno y León III aludieron a ese libro maravilloso. Aunque los hombres sólo escriben desde hace seis mil años, al Delomelanicon se le atribuye tres veces esa antigüedad… La primera mención directa consta en el papiro de Turis, escrito hace treinta y tres siglos. Después, entre el I antes de Cristo y el II de nuestra era, aparece citado varias veces en el
Corpus Hermeticum
. Según el
Asclemandres
, ese libro permite
mirar la Luz cara a cara
… Y en un inventario parcial de la biblioteca de Alejandría, antes de su tercera y definitiva destrucción en el año 646, figura con referencia expresa a los nueve enigmas mágicos que encierra… Se ignora si hubo un ejemplar o varios, y si alguno sobrevivió al incendio de la biblioteca… Desde entonces su pista aparece y desaparece en la Historia, entre incendios, guerras y catástrofes.
Corso adelantó los incisivos en una mueca incrédula.
—Como siempre. Todos los libros maravillosos tienen la misma leyenda: desde Thot a Nicolás Flamel… Una vez, un cliente aficionado a la química hermética me encargó la bibliografía citada por Fulcanelli y sus adeptos. No hubo forma de convencerlo de que la mitad de esos títulos no se habían escrito nunca.
—Éste sí se escribió. Y algo de cierto tendría su existencia cuando el Santo Oficio le incluyó en el índice… ¿Qué opina?
—Lo que yo opine da igual. Hay abogados que no creen en la inocencia de sus defendidos y consiguen que los absuelvan.
—De eso se trata. Porque yo no alquilo su fe, sino su eficacia.
Corso pasó más páginas del libro. Otro de los grabados, el número I, tenía una ciudad amurallada en lo alto de una colina. Hacia ella cabalgaba un extraño caballero sin armas, el dedo sobre los labios reclamando complicidad o silencio. La leyenda que acompañaba el grabado era:
NEM. PERV.T QUI N.N LEG. CERT.RIT
.
—Está en clave abreviada, pero descifrable —aclaró Varo Borja, atento a sus gestos—:
Nemo pervenit qui non legitime certaverit
…
—¿Nadie que no haya combatido según las reglas lo consigue…?
—Más o menos. De momento es la única de las nueve leyendas que podemos establecer con certeza. Figura casi idéntica en las obras de Roger Bacon, especialista en demonología, criptografía y magia… Bacon afirmaba poseer un
Delomelanicon
que habría pertenecido al rey Salomón, con la clave de terribles misterios. Ese libro, compuesto de rollos de pergamino con ilustraciones, fue quemado en 1350 por orden personal del papa Inocencio VI que declaró:
«Contiene un método para invocar a los demonios»
… Tres siglos después, Aristide Torchia decidió imprimirlo en Venecia con las ilustraciones originales.
—Demasiado perfectas —objetó Corso—. No pueden ser las originales: el estilo sería más arcaico.
—Estamos de acuerdo. Sin duda Torchia actualizó el asunto.
En otra lámina, numerada III, un puente guarnecido por puertas fortificadas cruzaba un río. Al levantar la mirada, Corso observó que Varo Borja sonreía enigmático, igual que un alquimista seguro de lo que su atanor cuece.
—Todavía una última conexión —dijo el librero—: Giordano Bruno, mártir del racionalismo, matemático y paladín de la rotación de la Tierra alrededor del Sol… — hizo un gesto desdeñoso con la mano, como si todo aquello fuese secundario—. Pero ésa sólo es una parte de su obra, compuesta de sesenta y un libros en los que la magia ocupa un lugar importante. Y fíjese: Bruno hace una referencia expresa al
Delomelanicon
utilizando, incluso, las palabras griegas
Delo
y
Melas
, y añade:
«En el camino de los hombres que quieren saber, hay nueve puertas secretas»
, antes de referirse a los métodos para hacer que de nuevo luzca la Luz…
«Sic Luceat Lux»
escribe; casualmente el mismo lema —le mostró a Corso la marca de impresor del libro: un árbol desgajado por el rayo, una serpiente y una divisa— que utiliza Aristide Torchia en el frontispicio de
Las Nueve Puertas
… ¿Qué le parece?
—Me parece bien. Pero eso y nada viene a ser lo mismo. Resulta fácil hacerle decir cualquier cosa a un texto, sobre todo si es antiguo y está escrito con ambigüedad.
—O con ciertas precauciones. Aunque Giordano Bruno olvidó la regla de oro de la supervivencia:
Scire, tacere
. Saber y callar. Por lo visto supo como es debido, pero habló más de la cuenta. Y seguimos con las coincidencias: a Giordano Bruno le apresan en Venecia, le declaran hereje contumaz y le queman vivo en Roma, Campo dei Fiori, en febrero de 1600. El mismo itinerario, los mismos lugares y las mismas fechas que, sesenta y siete años después, jalonarán la ejecución del impresor Aristide Torchia: apresado en Venecia, torturado en Roma, quemado en Campo dei Fiori en febrero de 1667. Para entonces ya se quemaba a poca gente, y fíjese: a éste lo quemaron.
—Estoy impresionado —dijo Corso, que no lo estaba en absoluto.
Varo Borja emitió un chasquido de reprobación.
—A veces me pregunto si es usted capaz de creer en algo.
Corso puso cara de reflexionar un momento antes de encogerse de hombros.
—Hace tiempo creía en cosas… Pero entonces era joven y cruel. Ahora tengo cuarenta y cinco años: soy viejo y cruel.