El encargado pasó junto a la puerta agitando una campanilla. Media hora para el cierre del vagón restaurante. Corso cerró el libro, se puso la chaqueta y, tras colgarse del hombro la bolsa de lona, salió del compartimento. Al extremo del pasillo, tras la puerta de vaivén, una fría corriente de aire corría entre el pasaje de fuelle que iba del coche-cama al contiguo. Cruzó, oyendo sonar los topes bajo sus pies, para encontrarse en la zona de los asientos de primera clase. Al esquivar a un par de pasajeros en el pasillo se fijó en el interior del departamento más próximo, ocupado sólo a medias. La chica estaba allí, junto a la puerta, vestida con jersey y tejanos, los pies descalzos sobre el asiento de enfrente. Mientras Corso pasaba levantó los ojos del libro que leía, y sus ojos se encontraron. No hubo en los de la joven señal alguna de reconocimiento, así que él interrumpió, apenas iniciado, el breve gesto de saludo que estaba a punto de dirigirle de manera instintiva. Ella tuvo que intuir el ademán, pues lo miró con curiosidad; mas el cazador de libros ya seguía camino, pasillo adelante.
Cenó mecido por el traqueteo del vagón, y hubo tiempo para beber un café y una copa de ginebra antes de que cerraran el servicio. La luna despuntaba con tonos de seda cruda al extremo de la noche, y los postes telefónicos se movían en ella, fugaces, enmarcando fotogramas en contraluz de un proyector mal ajustado sobre la llanura en sombras.
Regresaba a su vagón cuando dio con la chica en el pasillo de primera clase. Había hecho girar la manivela de la ventanilla y se apoyaba en el marco, recibiendo en la cara el aire frío del exterior. Al llegar a su altura, Corso giró de costado para eludirla en el estrecho corredor. Entonces se volvió hacia él.
—Lo conozco —dijo.
Vistos de cerca, sus ojos eran todavía más verdes y claros, como cristal líquido. El efecto resultaba luminoso por contraste con la piel tostada por el sol; a finales de marzo y con aquel pelo con raya a la izquierda como un muchacho, le daba un aspecto singular, deportivo, agradablemente equívoco. Era alta, delgada y flexible. Y muy joven.
—Es cierto —confirmó Corso, deteniéndose un momento—. Hace un par de días. En el café.
Ella sonrió. Nuevo contraste en su rostro, dientes blancos sobre piel atezada. La boca era grande, bien dibujada. Guapa chica, habría dicho Flavio La Ponte acariciándose los rizos de la barba.
—Usted era el que preguntaba por d’Artagnan.
El aire frío de la ventanilla abierta agitaba su pelo corto. Seguía descalza; sus zapatillas de tenis blancas estaban en el suelo junto al asiento vacío. Le echó un vistazo instintivo al título del libro allí abandonado
: Aventuras de Sherlock Holmes
. Una edición barata, observó. En rústica. La mejicana de Editorial Porrúa.
—Va a coger un resfriado —dijo él.
La joven negó con la cabeza, sonriendo aún, pero hizo girar la manivela y subió el cristal. Corso, que se disponía a seguir su camino, se demoró para sacar un cigarrillo. Lo hizo igual que siempre, directamente del bolsillo a los labios, y vio que ella observaba su gesto.
—¿Usted fuma? —preguntó indeciso, deteniendo la mano a mitad de camino.
—A veces.
Se puso el pitillo en la boca y sacó otro. Era negro, sin filtro, tan arrugado co mo todos los paquetes que solía llevar encima. La joven lo tomó entre los dedos, observando la marca antes de inclinarse para que Corso lo encendiera, después que el suyo, con el último fósforo de la caja.
—Es fuerte —dijo ella expulsando la primera bocanada de humo, aunque no hizo ninguno de los aspavientos que Corso esperaba. Sostenía el cigarrillo de modo insólito: entre el pulgar y el índice, con la brasa hacia afuera—. ¿Viaja en este vagón?
—No. En el contiguo.
—Tiene suerte de ir en coche cama —se palpó el bolsillo trasero de los tejanos, indicando una billetera inexistente—. Ojalá pudiese yo. Menos mal que el compartimento va medio vacío.
—¿Es estudiante?
—Algo así.
El tren vibró con estruendo al entrar en un túnel. La chica se volvió entonces cual si la tiniebla exterior atrajese su atención. Se inclinaba sobre el cristal contra su propio reflejo, tensa y alerta; y parecía acechar algo en el estrépito de aire comprimido entre los muros del angosto pasadizo. Después, cuando el vagón salió a terreno abierto y pequeñas luces volvieron a puntear la noche a modo de trazos breves al paso del convoy, sonrió de nuevo, absorta.
—Me gustan los trenes —dijo.
—A mí también.
La joven seguía vuelta hacia la ventanilla. Una de sus manos tocaba el cristal con la punta de los dedos.
—¿Se imagina?… —comentó. Su sonrisa se había vuelto evocadora; parecía que la suscitaran íntimos recuerdos—. Dejar París de noche para despertarse frente a la laguna de Venecia, camino de Estambul…
Corso hizo una mueca. ¿Qué edad tenía? Quizá dieciocho, veinte como mucho.
Jugar al poker —sugirió—… entre Calais y Brindisi.
La chica lo estudió con más atención.
—No está mal —meditaba un momento—. ¿Qué le parece desayunar con champaña entre Viena y Niza?
—Interesante. Como espiar a Basil Zaharoff.
—O emborracharse con Nijinsky.
—Robar las perlas de Coco Chanel.
—Flirtear con Paul Morand… O con mister Barnabooth.
Se echaron a reír los dos. Entre dientes Corso, divertido. De un modo abierto ella, apoyando la frente en el cristal frío de la ventanilla. Tenía una risa sonora y franca, de muchacho, a juego con el corte de pelo y los luminosos ojos verdes.
—Ya no hay trenes así —dijo él.
—Lo sé.
Las luces de un poste de señales pasaron como relámpagos. Después fue un andén mal iluminado, desierto, con un rótulo ilegible por la velocidad. La luna ascendía recortando brutal, a intervalos, confusas siluetas de árboles y tejados. Parecía volar paralela al tren, empeñada con él en una carrera alocada y sin objeto.
—¿Cómo se llama?
—Corso. ¿Y usted?
—Irene Adler.
La estudió de arriba abajo y ella sostuvo el examen, impasible.
—Ése no es un nombre.
—Tampoco Corso lo es.
—Se equivoca. Soy Corso. El hombre que corre.
—No parece un hombre que corra. Más bien parece tranquilo.
Inclinó un poco la cabeza, sin responder, observando los pies desnudos de la chica sobre la moqueta del pasillo. Adivinaba la mirada fija en él, estudiando su apariencia, y —hecho singular, tratándose de Corso— eso le hizo sentir alguna turbación. Demasiado joven, se dijo. Demasiado atractiva. Maquinalmente se ajustó las gafas torcidas mientras se disponía a seguir camino.
—Que tenga buen viaje.
—Gracias.
Dio unos pasos, sabiendo que ella lo miraba alejarse.
—Tal vez nos veamos por ahí —la oyó decir a su espalda.
—Tal vez.
Imposible. Era otro Corso de vuelta a casa, incómodo, con la
Grande Armée
a punto de fundirse en la nieve; el incendio de Moscú crepitaba en la huella de sus botas. No iba a largarse de aquel modo, así que se detuvo y giró sobre los talones. Al hacerlo sonreía igual que un lobo flaco.
—Irene Adler —repitió, fingiendo hacer memoria—…
¿Estudio en escarlata?
—No —respondió ella, con calma—
Un escándalo en Bohemia
… —ahora sonreía también, y su mirada era un trazo esmeralda en la penumbra del pasillo—.
La Mujer
, querido Watson.
Corso hizo ademán de darse una palmada en la frente, como si acabara de caer en ello.
—Elemental —dijo. Y tuvo la certeza de que se encontrarían de nuevo.
Corso estuvo en Lisboa menos de cincuenta minutos; el tiempo justo para ir de la estación de Santa Apolonia a la del Rossío. Hora y media más tarde pisaba el andén de Sintra bajo un cielo de nubes bajas que difuminaban, monte arriba, las melancólicas torres grises del castillo Da Pena. No había taxis a la vista, y subió andando hasta el pequeño hotel situado frente a las dos grandes chimeneas del Palacio Nacional. Eran las diez de la mañana de un miércoles y la explanada estaba libre de turistas y autocares; no hubo problemas en conseguir una habitación con vistas al paisaje quebrado, espeso y verde, donde despuntaban tejados y torres de las viejas quintas, entre jardines centenarios cubiertos de hiedra.
Después de la ducha y un café preguntó por la Quinta da Soledade, y la encargada del hotel le indicó el camino, carretera arriba. Tampoco había taxis en la explanada, aunque sí un par de coches de caballos; Corso ajustó el precio y minutos después pasaba bajo los encajes de piedra neomanuelinos de la Torre da Regaleira. Los cascos del caballo resonaron en las oquedades de los muros umbríos, en los canalillos y fuentes por donde corría el agua; entre la hiedra espesa cubriendo paredes, rejas, troncos de árbol, escaleras de piedra tapizadas de musgo y antiguos azulejos de las quintas abandonadas.
La Quinta da Soledade era un edificio rectangular del siglo XVIII, con cuatro chimeneas y una fachada cuyo revoque ocre estaba descolorido en regueros y manchas. Corso bajó del coche y estuvo un momento observando el lugar antes de abrir la verja de hierro. A uno y otro lado, rematando el muro sobre columnas de granito, había dos estatuas de piedra verdegris, enmohecida. Una representaba un busto de mujer; la otra parecía idéntica, pero de facciones ocultas bajo la hiedra que trepaba hasta ella, inquietante parásito que se hubiera adueñado del rostro, fundiéndose con los rasgos modelados debajo.
Al caminar hacia la casa escuchó el sonido de sus pasos sobre las hojas muertas. Era un sendero flanqueado por estatuas de mármol, casi todas caídas y rotas junto a los pedestales vacíos. El jardín estaba en completo abandono, invadido por la vegetación que subía por los bancos y miradores, cuyos forjados oxidaban la piedra cubierta de musgo. A la izquierda, junto a un estanque lleno de plantas acuáticas, una fuente de azulejos rotos cobijaba a un angelote mofletudo, de ojos vacíos y manos mutiladas que dormía con la cabeza sobre un libro y de cuya boca entreabierta manaba un hilillo de agua. Todo llevaba impresa una infinita tristeza, a la que Corso no pudo sustraerse. Quinta de la Soledad, repitió. El nombre era adecuado.
Ascendió por una escalera de piedra hasta la puerta, levantando la vista. Entre su cabeza y el cielo gris, un antiguo reloj de sol no marcaba hora alguna en sus cifras romanas. Lo presidía una leyenda:
Ommes vulnerant, postuma necat
.
Todas hieren, leyó. La última mata.
—Llega usted a tiempo —dijo Fargas—. Para la ceremonia.
Corso estrechó su mano, un poco desconcertado. Victor Fargas era alto y flaco como un gentilhombre de El Greco; tanto que parecía moverse, dentro del holgado jersey de lana gruesa, igual que una tortuga en su concha. Lucía un bigote recortado con pulcritud geométrica, los pantalones se le abolsaban en las rodillas, y los zapatos eran relucientes, de un modelo antiguo gastado por el uso. Eso fue cuanto Corso abarcó al primer vistazo, antes de que su atención se desplazase a la enorme casa vacía, las paredes desnudas, las pinturas de los techos desmenuzadas en lagunas mohosas, roídas por el yeso y la humedad.
Fargas miró al recién llegado de arriba abajo.
—Supongo que aceptará un coñac, —dijo por fin, a modo de conclusión tras íntimo razonamiento, y echó a andar por el pasillo cojeando ligeramente, sin preocuparse en comprobar si Corso lo seguía o no. Pasaron junto a otras habitaciones también vacías, o con restos de muebles inservibles tirados en un rincón. De los techos, al extremo de cables eléctricos, colgaban casquillos desnudos o bombillas polvorientas.
Las únicas estancias con aspecto de estar en uso eran dos salones comunicados por una puerta corredera, con escudos de armas esmerilados en el vidrio, cuyas hojas abiertas mostraban un panorama de paredes vacías y huellas de objetos que antaño las adornaron impresas en su viejo empapelado: marcas rectangulares de cuadros desaparecidos, contornos de muebles, clavos oxidados, puntos de luz para lámparas inexistentes. Sobre aquel triste paisaje gravitaba un techo pintado imitando bóveda de nubes con la figuración, en el centro, del sacrificio de Abraham: un viejo patriarca de cuarteados colores cuya mano, armada de puñal y a punto de abatirse sobre un rubio jovencito, era detenida por un ángel con alas enormes. Bajo la falsa bóveda se abría una puerta-ventana, sucia y con algunos vidrios sustituidos por recortes de cartón, que daba a la terraza y a la parte trasera del jardín.
—Dulce hogar —dijo Fargas.
Era una ironía formulada sin excesiva convicción. Parecía que el dueño de la casa la hubiese utilizado demasiadas veces y ni él mismo confiara ya en su efecto. Hablaba castellano con denso y distinguido acento portugués, y se movía siempre muy despacio, tal vez a causa de su pierna inválida, a la manera de esa gente que posee una eternidad ante sí.
—Coñac —repitió, ensimismado, cual si no recordase bien qué los había llevado hasta allí.
Corso hizo un vago gesto afirmativo que Fargas no vio. El vasto salón se cerraba al otro lado en una enorme chimenea con una pequeña pila de troncos sin encender. Había un par de sillones desparejos, una mesa y un aparador, un quinqué de petróleo, dos candelabros con velas, un violín en su estuche y poco más. Pero en el suelo, sobre antiguas alfombras deshilachadas o tapices deslucidos por el tiempo, lo más lejos posible de las ventanas y de la luz plomiza que éstas dejaban entrar, se alineaban en orden perfecto muchos libros; quinientos o más, calculó Corso. Tal vez casi un millar. Entre ellos, numerosos códices e incunables. Buenos y viejos libros en piel o pergamino, antiguos volúmenes con clavos en las tapas, infolios, elzevires, encuadernaciones con gofrados, bullones, florones, cierres, lomos y cantos con letras doradas o caligrafiados en los scriptorios de monasterios medievales. Observó también por los rincones una docena de ratoneras oxidadas. La mayor parte, sin queso.
Fargas, que hurgaba en el aparador, se volvió con una copa y una botella de Remy Martin, observándola al trasluz para comprobar su contenido.
—Dorada sangre de Dios —dijo, triunfal—. O del diablo. Sonreía sólo con la boca, torcido el bigote a la manera de los viejos galanes de cine; mas sus ojos continuaban fijos e inexpresivos, cercados de bolsas como por un insomnio que empezase a durar demasiado. Corso observó sus manos finas, de buena crianza, al tomar de ellas la copa de coñac, cuyo cristal ligero vibraba suavemente al llevárselo a los labios.