Sus ojos seguían fijos en la luz declinante y en la creciente oscuridad. Esa negrura preternatural que parece decir a la más luminosa y sublime obra de Dios: «Déjame el sitio; acaba ya de brillar».
—¿Le gusta leer novela gótica?
—Me gusta leer —había inclinado un poco la cabeza y la luz dibujaba en es corzo su cuello desnudo—. Tocar los libros. Siempre viajo con varios en la mochila.
—¿Viaja mucho?
—Mucho. Desde hace siglos.
Torció la boca Corso al oír la respuesta. Ella la había formulado muy seria, frunciendo un poco el ceño con aire de una chiquilla que se refiere a asuntos graves.
—Creí que era estudiante.
—A veces.
Corso dejó el
Melmoth
sobre la mesa.
—Es usted una joven misteriosa. ¿Qué edad tiene? ¿Dieciocho, diecinueve?… A veces cambia de expresión, como si tuviera mucha más edad.
—Quizá la tenga. Cada uno posee los gestos de lo que ha vivido y lo que ha leído. Fíjese si no en usted.
—¿Qué pasa conmigo?
—¿Nunca se ha visto sonreír? Parece un soldado viejo.
Se movió un poco en el asiento, incómodo.
—No sé cómo sonríe un soldado viejo.
—Pero yo sí lo sé —los ojos de la chica se volvieron opacos; vagaban adentro, en su propia memoria—. Una vez conocí a diez mil hombres que buscaban el mar.
Corso alzó una ceja con exagerado interés.
—No me diga… ¿Eso pertenece a lo leído o a lo vivido?
—Adivínelo —se lo quedó mirando con fijeza antes de añadir—: Usted parece un tipo listo, señor Corso.
Ahora estaba en pie, recogía el libro de la mesa y las zapatillas blancas del suelo. Sus ojos parecieron cobrar vida, y el cazador de libros vio agitarse en ellos reflejos familiares. Había algo de conocido, de entrevisto ya en aquella mirada.
—Puede que nos veamos —dijo ella antes de irse—. Por ahí.
A Corso no le cupo la menor duda de que iba a ser así. Y no estaba muy seguro de si lo deseaba o no. De una u otra forma, su reflexión duró escasos segundos: al salir, la chica se cruzó en la puerta con Amílcar Pinto.
El recién llegado era bajo y grasiento. Tenía una piel oscura, reluciente como recién barnizada, amén de un bigote fuerte y espeso recortado a tijeretazos. Habría sido un policía honrado, incluso un buen policía, de no verse en la necesidad de alimentar a cinco hijos, una mujer y un padre jubilado que se le fumaba el tabaco a escondidas. A la mujer, una mulata que veinte años atrás fue muy bella, se la trajo de Mozambique con la independencia, cuando Maputo se llamaba Lourenço Marques y él era un sargento de paracaidistas condecorado, menudo y valiente. Corso la había entrevisto en el curso de las combinaciones que de vez en cuando efectuaba con su marido: ojos cercados de fatiga, pechos grandes y fláccidos, zapatillas viejas y el pelo recogido en un pañuelo rojo, en el vestíbulo de la casa que olía a críos sucios y verdura hervida.
El policía entró directamente en el saloncito, miró de soslayo a la chica al cruzarse con ella, y vino a dejarse caer en un sillón frente al cazador de libros. Resoplaba igual que si hubiera viajado a pie desde Lisboa.
—¿Quién es ella?
—Nadie que importe —respondió Corso—. Una jovencita española. Turista.
Asintió Pinto, tranquilizado, secándose las palmas húmedas en las perneras del pantalón. Era un gesto que repetía con frecuencia. Sudaba mucho, y el cuello de sus camisas siempre tenía un delgado cerco oscuro allí donde estaba en contacto con la piel.
—Tengo un problema—dijo Corso.
La sonrisa del portugués se hizo más ancha. No hay problema insoluble, insinuaba aquel gesto. No mientras tú y yo sigamos llevándonos bien.
—Estoy seguro —respondió— de que podemos solucionarlo juntos.
Ahora le tocó sonreír a Corso. Hacía cuatro años que conocía a Amílcar Pinto, a causa de un feo asunto de libros robados que aparecieron en los tenderetes de la Feira da Ladra. Corso estuvo en Lisboa para identificarlos, Pinto realizó un par de detenciones, y en el camino de vuelta al propietario algunos ejemplares valiosos desaparecieron para siempre jamás. A fin de celebrar el inicio de aquella fructífera amistad, se habían emborrachado juntos en las tascas de fados del Barrio Alto mientras el ex sargento paracaidista rumiaba nostalgias coloniales, contándole a Corso el modo en que estuvieron a punto de volarle los huevos en la batalla de Gorongosa. Terminaron cantando
Grándola vila morena
a grito pelado en el mirador de Santa Luzía, con el barrio de Alfama iluminado por la luna, a sus pies, y el Tajo más allá, ancho y reluciente como una sábana de plata sobre la que se deslizaban, muy despacio, las siluetas oscuras de los barcos rumbo a la torre de Belem y el Atlántico.
El camarero le trajo a Pinto el café que había pedido. Corso esperó a que se alejase para continuar:
—Hay un libro.
El policía se inclinaba sobre la mesita baja, poniendo azúcar en el café.
—Siempre hay un libro —asintió, circunspecto.
—Éste es especial.
—¿Cuál no lo es?
Sonrió de nuevo Corso. Una sonrisa metálica, afilada.
—El dueño no quiere vender.
—Mala cosa —Pinto se llevó la taza a los labios, saboreando con placer el café—. El comercio es bueno. Los objetos van y vienen, se mueven. Generan riqueza, hacen ganar dinero a los intermediarios… —dejó la taza para secarse las manos en el pantalón—. Los productos deben circular. Son las leyes del mercado; las leyes de la vida. No vender tendría que estar prohibido: es casi un crimen.
—Estoy de acuerdo —precisó Corso—. Deberías hacer algo al respecto.
Pinto se echó atrás en el sillón y miró a su interlocutor, seguro y reposado, a la espera. Una vez, durante una emboscada en el
mato
mozambiqueño, había cargado a hombros con un teniente moribundo, huyendo toda la noche con él a través de diez kilómetros de selva. Al amanecer sintió morir al teniente, pero no quiso dejarlo en el suelo y continuó a cuestas con el cadáver hasta alcanzar la base. El teniente era muy joven, y Pinto pensó que a su madre le gustaría enterrarlo en Portugal. Le dieron una medalla por eso. Ahora los hijos de Pinto jugaban por la casa con sus viejas medallas oxidadas.
—Quizá conozcas al individuo: Victor Fargas.
El policía hizo un gesto afirmativo.
—La familia Fargas es muy ilustre —precisó—. Muy antigua. En otro tiempo tuvo influencia, pero ya no la tiene.
Corso le alargó un sobre cerrado.
—Aquí tienes todos los datos que necesitas: propietario, libro y lugar.
—Conozco la quinta —Pinto se pasaba la punta de la lengua por el labio superior, humedeciéndose el bigote—. Muy imprudente, guardar libros valiosos allí. Cualquier desaprensivo puede entrar —miró a Corso contrito, como si de verdad se sintiera apenado por la imprevisión de Victor Fargas—. Se me ocurre uno, por ejemplo: un ratero del Chiado que me debe favores.
Se sacudió Corso una invisible mota de polvo de la ropa. No era asunto suyo. No, al menos, en la fase operativa.
—Quiero estar lejos cuando ocurra.
—Descuida. Tendrás el libro, y al señor Fargas se le molestará lo imprescindible. Un cristal roto, como mucho: trabajo limpio. En cuanto a los honorarios…
Indicó Corso el sobre, que el otro tenía en las manos, sin abrir.
—Es un adelanto por la cuarta parte del total. El resto, a la entrega.
—Ningún problema. ¿Cuándo te vas?
—Mañana a primera hora. Estaré en contacto contigo desde París —Pinto empezaba a levantarse, pero Corso lo detuvo con un gesto—. Otra cosa. Quiero identificar a un fulano alto, metro ochenta más o menos, con bigote y una cicatriz en la cara. Pelo negro, ojos oscuros. Delgado. No es español ni portugués. Y esta noche ronda por aquí.
—¿Peligroso?
—No lo sé. Me sigue desde Madrid.
El policía tomaba notas en el reverso del sobre.
—¿Alguna relación con nuestro negocio?
—Supongo. Pero no hay más datos.
—Haré lo que pueda. Tengo amigos aquí, en la comisaría de Sintra. Y echaré un vistazo a nuestros archivos de la central, en Lisboa.
Se había puesto en pie, guardando el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta. Corso tuvo la fugaz visión de una culata de revólver en la sobaquera, bajo la axila izquierda.
—¿No te quedas a echar un trago?
Suspiró Pinto, negando con la cabeza.
—Me gustaría; pero tengo a tres de mis morenitos con sarampión. Se lo contagian unos a otros, los cabroncetes.
Lo dijo sonriendo con aire cansado. En el mundo de Corso, todos los héroes estaban cansados.
Salieron juntos a la puerta del hotel, donde Pinto tenía aparcado un viejo Citröen 2 CV. Al estrecharse la mano, Corso volvió al tema de Victor Fargas.
—Insisto en que las molestias se reduzcan al mínimo… Se trata de un simple robo.
El policía puso el motor en marcha y encendió las luces, dirigiéndole una mirada de reproche a través de la ventanilla abierta. Parecía ofendido.
—Por favor. Esos comentarios sobran. Entre profesionales.
Después de irse Pinto, el cazador de libros subió a la habitación para ordenar sus notas, y estuvo trabajando hasta muy tarde con la cama llena de papeles y
Las Nueve Puertas
abierto sobre la almohada. Sentía una gran fatiga, y pensó que una ducha caliente lo ayudaría a descansar. Iba hacia el cuarto de baño cuando oyó el teléfono. Era Varo Borja, interesándose por el asunto Fargas. Lo puso al tanto en líneas generales, incluidas las diferencias que había encontrado entre cinco de las nueve láminas:
—Por cierto —añadió—. Nuestro amigo no vende.
Hubo un silencio al otro lado de la línea telefónica; el librero parecía reflexionar, aunque resultaba difícil saber si sobre el asunto de las láminas o la negativa de Fargas. Cuando habló de nuevo, su tono era extremadamente cauto:
—«Entraba en lo probable —dijo, y tampoco esta vez pudo Corso precisar a qué se refería—… ¿Hay algún medio de soslayar la dificultad?»
—Puede haberlo.
El auricular quedó de nuevo en silencio. Cinco segundos, contó Corso en la esfera del reloj.
—«Lo dejo en sus manos.»
Después ya no se contaron gran cosa. Corso omitió la conversación con Pinto, y el otro no mostró curiosidad por la forma en que pensaba arreglárselas el cazador de libros en el eufemismo de soslayar la dificultad. Varo Borja se limitó a inquirir si hacía falta más dinero, y la respuesta fue no. Quedaron en hablarse desde París.
Marcó después Corso el número de La Ponte y tampoco ahora obtuvo respuesta. Las hojas azules del manuscrito Dumas seguían en su carpeta cuando recogió las notas y el volumen de piel negra con el pentáculo en la tapa. Lo devolvió todo a la bolsa de lona y puso ésta bajo la cama, anudando la correa a una de las patas. Así, por muy profundamente que durmiera, nadie que entrara en la habitación podría sacarla de allí sin despertarlo. Incómodo equipaje, se dijo mientras iba hasta el cuarto de baño para abrir el grifo del agua caliente. Y por alguna razón que desconocía, peligroso.
Después de cepillarse los dientes se desnudó para meterse en la ducha. Casi empañado por el vapor, el espejo reflejaba su imagen, flaco y duro cual un lobo descarnado, cuando dejó caer la ropa a los pies. Otra vez la punzada de angustia vino de muy lejos, del pasado, para rondar su conciencia en una ola remota, dolorosa; igual que una cuerda que vibrase dentro de la carne y la memoria. Nikon. Continuaba recordándola cada vez que se desceñía el cinturón, que ella siempre se obstinaba en soltar con sus propias manos como si de un extraño ritual se tratara. Cerró los ojos y la vio de nuevo ante él, sentada en el borde de la cama, deslizándose por las caderas el pantalón y luego el slip despacio, muy despacio, saboreando el momento con una sonrisa cómplice y tierna. Relájate, Lucas Corso. Una vez lo había fotografiado a hurtadillas, dormido boca abajo con una arruga vertical en el ceño y la mejilla oscurecida por la barba, que le enflaquecía el rostro acentuando el rictus amargo y tenso en las comisuras de su boca entreabierta. Parecía un lobo exhausto, receloso y atormentado en la desierta llanura de nieve de la almohada blanca, y a él no le gustó esa foto al descubrirla por casualidad en la cubeta de fijador del cuarto de baño que Nikon utilizaba como laboratorio. La había roto en trozos pequeños, con el negativo, y ella nunca dijo nada.
El agua caliente abrasó la piel de Corso cuando se puso bajo la ducha, dejándola correr por su rostro, quemándose los párpados mientras aguantaba el dolor con las mandíbulas tensas y los músculos crispados, reprimiendo el ansia de gritar, entre el calor húmedo que lo asfixiaba, el aullido de su soledad. Durante cuatro años, un mes y doce días, cada vez después de hacer el amor, Nikon se metía tras él en la ducha para enjabonarle la espalda lenta, interminablemente. Y a menudo terminaba abrazada a su torso, igual que una niña perdida, bajo la lluvia. Un día me iré sin haberte conocido nunca. Recordarás entonces mis ojos grandes, oscuros. Mis silenciosos reproches. Mis gemidos de angustia al dormir. Mis pesadillas que eres incapaz de conjurar. Recordarás todo eso cuando me haya ido.
Apoyó la cabeza en los azulejos blancos, goteante de vapor en aquel húmedo desierto que tanto le recordaba una forma del infierno. Nadie le había enjabonado la espalda antes ni después de Nikon. Nunca. Nadie. Jamás.
Salió de la ducha y fue a meterse en la cama con el
Memorial de Santa Helena
, pero apenas llegó a leer un par de líneas:
Volviendo a la guerra, el Emperador prosiguió: «Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor»…
Hizo una mueca al hilo del elogio napoleónico, viejo de dos siglos. Recordaba unas palabras oídas cuando niño; quizás a uno de sus abuelos, o a su padre: «Sólo hay algo que los españoles hacemos como nadie: salir en los cuadros de Goya»… Hombres de honor, había dicho Bonaparte. Corso pensó en Varo Borja y su talonario de cheques, en Flavio La Ponte y las bibliotecas de viuda expoliadas por cuatro cuartos. En el fantasma de Nikon vagando en la soledad de un desierto blanco. En él mismo, lebrel de caza al mejor postor. Eran otros tiempos.
Aún sonreía, desesperado y amargo, cuando se quedó dormido.
Al despertar, lo primero que vio fue la luz gris del amanecer en la ventana. Demasiado temprano. Se movía, confuso, tanteando en busca del reloj sobre la mesilla de noche, cuando comprendió que sonaba el teléfono. El auricular cayó dos veces al suelo antes de que lograra encajarlo entre su oreja y la almohada.