Read El Consuelo Online

Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

El Consuelo (10 page)

BOOK: El Consuelo
10.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
Llevaba el compás con el pie debajo de ese pequeño escritorio demasiado lleno de cosas como para aclararse y, regla en mano, le daba golpecitos en la cabeza al ritmo de la canción cuando se equivocaba en el razonamiento.
Durante unas horas se olvidó de su cansancio y de su trabajo. De sus colaboradores, de sus grúas migratorias y del retraso en los plazos de entrega. Durante unas horas las fuerzas en movimiento se ejercieron y por fin se compensaron.
Una tregua. Un K.O. por abandono. Una cura de cobre. Una transfusión de nostalgia y de «poesía negra», como decían en la carátula de uno de los discos.
Los altavoces del ordenador de Mathilde no eran muy buenos, por desgracia, pero los títulos de las piezas aparecían en la pantalla, y Charles tenía la sensación de que todos le hablaban directamente a él.
A ellos.

 

In a Sentimental Mood. My Old Flame. These Foolish things. My Foolish Heart. The Lady Is A Tramp. Vve Never Been In Love Befare. There Wtll Never Be Another You. If You Could See Me Now. I Waited For You
y...
I May Be Wrong...
[2]

 

Qué atajo más perturbador, pensaba. Y también... Y quizá... Algo así como una oración casi como Dios manda, ¿no?

 

Había que ser muy ingenuo para apropiarse así de palabras tan gastadas. Tan dichas, redichas y tan mal cortadas que podrían vestir a cualquier idiota. Pero qué se le iba a hacer, lo asumía. Le gustaba encontrarse a sí mismo en los títulos de las canciones o de las piezas musicales como en el pasado. Volver a ser ese chico alto y desgarbado que circunscribía su vida a las emociones de los demás.
Bastaba que un tío tocara la trompeta. Y hala, ya era como las trompetas de Jericó.

 

No le gustaba demasiado eso de «
tramp
», que era una palabra ambigua... Una vagabunda, más que una golfa... Sí, una desarrapada, pero lo demás le parecía bien, y a su
foolish heart
le traía sin cuidado Newton.

 

September Song
.
Charles abrió la mano. Ésa la habían oído juntos...
Hacía tanto tiempo... En el New Morning, ¿no? Y qué guapo era todavía...
Espantosamente guapo.
Pero hecho polvo. Delgado, hueco, desdentado y carcomido por el alcohol. Hacía muecas y se desplazaba con cuidado, como si acabaran de pegarle una paliza.
Después del concierto, se cabrearon precisamente por eso... Alexis no podía estarse quieto, estaba otra vez como en trance, se agitaba de delante hacia atrás y tamborileaba sobre la barra con los ojos cerrados. Él que
oía
la música, que la
veía
todavía, que era capaz de leer una partitura como otros deslizan los ojos por una página de publicidad, pero no le gustaba mucho eso de leer partituras... Charles en cambio salió del concierto deprimido. La cara de ese tío mostraba tanto sufrimiento, tanto agotamiento, que no había podido escucharlo, de asustado como estaba, ahí mirándolo en silencio.
—Es horrible... Tener tanto talento y destrozarse de esa manera...
Su amigo le saltó a la yugular. Mal estribillo. Lluvia de insultos sobre el que le había pagado la entrada.
—No puedes entenderlo... —terminó por decir Alexis con una sonrisa de mala leche.
—No...
Y Charles volvió a abrocharse la chaqueta.
—No puedo.
Era tarde. Tenía que madrugar al día siguiente. Tenía que trabajar.
—De todas maneras tú no entiendes nada...
—Claro... —se desembarazó de todas sus monedas—, ya lo sé... Y cada vez menos... Pero a tu edad él ya había hecho cosas maravillosas...
Pronunció esas palabras tan bajito que el otro podría no haberlas oído. De hecho, ya estaba de espaldas. Pero las oyó. Tenía el oído fino, el muy cabrón... Pero poco importaba, ya le tendía su copa al camarero por encima de la barra...

 

Se inclinó para recoger del suelo la goma de Mathilde y, al subir a la superficie, supo que lo llamaría.
Chet Baker se tiró por la ventana de un hotel unos cuantos años después de ese concierto. Unos transeúntes saltaron por encima de su cuerpo pensando que era un borracho dormido, y pasó la noche así, desmadejado sobre una acera de Amsterdam.
¿Y ella?
Quería saber. Quería comprender, por una vez.
Comprender.

 

—¿Charles?
—¿Oiga? ¿Oiga? Torre de control a Charlie Bravo, ¿me recibe?
—Perdona. Bueno... ¿entonces? ¿Qué es lo opuesto al peso del móvil, a ver?
—Oye...
—¿Qué?
—Ya no soporto tu música...
Charles quitó el sonido con una sonrisa. Había conseguido lo que quería.
Fin de la improvisación.
Había decidido llamarlo.

 

* * *
Cuando Laurence volvió del baño turco con su amiga Maud, Charles se las llevó a las tres a la pizzería de la esquina, y volvieron a celebrar su cumpleaños al son de
Come Prima
.
Plantaron una vela en su ración de tiramisú, y ella acercó su silla a la suya.
Para hacerse la foto.
Para que Mathilde estuviera contenta.
Para sonreír juntos en la minúscula pantalla de su móvil.
Como tenía que coger un avión al día siguiente a las siete de la mañana puso el despertador a las cinco, frotándose las mejillas con las manos.
Durmió poco y mal.
Nunca se había llegado a saber de verdad si se había tirado de esa ventana o
si
se había caído.
Claro, quedaban restos de heroína en la mesa, pero... cuando dieron la vuelta a su cuerpo ligero como el aire, vieron que todavía tenía el picaporte de la ventana en la mano...
Apagó el despertador a las cuatro y media, se afeitó, cerró suavemente la puerta al irse y no dejó ninguna notita sobre la mesa de la cocina.
¿De qué había muerto Anouk? ¿Se habría ensañado ella también con una falleba para ahorrarles a todos el mal trago?
Anouk había visto morir a tanta gente... Poco importaba ya una ventana o una contrariedad más... Sobre todo en aquella época... La gran época del New Morning, al principio de la década de 1980, cuando el sida mataba a diestro y siniestro a gente joven y sana.
Cenaron juntos en esas aguas oscuras y, por primera vez, Charles la vio dudar:
—Lo más duro es que no tenemos más remedio que decírselo...
Se ahogaba en sollozos.
—... por los riesgos de contagio, ¿entiendes? No tenemos más remedio que decirles que se van a morir como perros y que no podemos hacer nada por ellos. De hecho es lo primero que les decimos... Para que no le peguen un tiro a nadie según salen del hospital... Pues sí, la vas a palmar, pero, oye, no pierdas el tiempo... Ve corriendo a decírselo a toda la gente a la que has querido. Para que se enteren enseguida de que ellos también la van a diñar... ¡Venga! ¡Corre! Y nos vemos otra vez el mes que viene, ¿eh?
»Y esto, ¿sabes?, es la primera vez que nos pasa... La primera vez... Y en esto estamos todos en el mismo barco... Los peces gordos como los pequeños... Todos a la mierda... Sin piedad. La muy cabrona nos machaca bien a todos... Una guerra sin cuartel. Somos todos unos incapaces. ¿Sabes...? Anda que no habré cerrado párpados, pero hasta ahora, bueno, así era mi vida... Sí, claro, si tú me conoces... Y aunque siempre he apretado los dientes, llamaba a la A.T.S. cuando habían bajado el cuerpo a la cámara y preparábamos la habitación para otro. Sí, poníamos sábanas limpias para el siguiente y lo esperábamos, a ese siguiente, y cuando llegaba, nos ocupábamos de él. Le sonreíamos y cuidábamos de él.
Cuidábamos
de él, ¿me oyes? Y por eso mismo lo habíamos elegido, este trabajo de locos...
»Pero ¿aquí? ¿Hoy? ¿Qué se supone que tenemos que hacer?
Me robó un cigarro.
—Es la primera vez en mi vida que me hago la artista, Charles... La primera vez que la veo, a la Muerte, que le pongo una mayúscula. Sí, hombre, esa cosa que salía en vuestros deberes de Lengua, que les encantaba a los profesores, ¿cómo se llamaba?
—Una personificación.
—No, sonaba como más elegante...
—¿Una alegoría?
—¡Eso es! La alegorizo. La veo rondar por ahí con su calavera y su puta guadaña. La veo. La siento. Cuando me incorporo a mi turno en el hospital, noto su olor en los pasillos y a menudo incluso me doy la vuelta, sobresaltada, porque la oigo caminar detrás de mí y...
Le brillaban los ojos.
—¿Crees que me estoy volviendo loca? ¿Tú también crees que me vuelvo majara?
—No.
—Y lo más horrible es que, además de todo esto, encima hay otra cosa más... La vergüenza. La enfermedad vergonzosa. Por follar o por chutarse. La soledad, pues. La muerte y la soledad. La familia que no viene de visita, las palabras complicadas para liar a esos padres estúpidos que siguen olisqueando las sábanas de sus hijos... Sí, señora, es una infección pulmonar, no, señora, no tiene cura. Ah, sí, tiene razón, señor, parece que afecta también a otros órganos... Muy perspicaz por su parte, ya veo... ¿Cuántas veces he querido gritar y agarrarlos por las solapas para sacudirlos hasta que sus prejuicios de mierda cayeran por fin aplastados al pie de...? ¿De qué? De lo que les quedaba de hijo... De... Ni siquiera tiene nombre lo que... De esas camas que ya ni siquiera tienen fuerzas para cerrar los ojos para no soportar todo eso...
Bajó la cabeza.
—De qué sirve tener críos si no tienen derecho a hablarte de sus amores cuando son mayores, ¿eh?
Apartó el plato.
—¿Eh? ¿Y qué nos queda entonces? ¿Qué nos queda si no hablamos de amor o de placer? ¿De qué hablamos ya, de lo que ganamos al mes? ¿Del tiempo?
Se iba poniendo cada vez más nerviosa.
—¡Los niños son la vida, joder! Y si están aquí es porque nosotros también hemos follado, ¿no? ¿Y qué coño nos importan las tendencias sexuales de los demás? Dos chicos, dos chicas, tres chicos, una puta, un vibrador, una muñeca, dos látigos, tres esposas, mil fantasías. ¿Dónde está el problema? ¿Dónde cono está? Eso es por la noche, ¿no? ¡Y de noche está oscuro! ¡La noche es sagrada! Y aunque sea de día, es... Está bien también...
Trataba de sonreír y se servía otra copa entre cada señal de interrogación.
—¿Sabes?, por primera vez en toda mi carrera, no... no sirvo para nada...
Le toqué el codo. Tenía ganas de abrazarla, me...
—No digas eso. Yo si tuviera que morir en un hospital, me gustaría que fuera junto a...
Me interrumpió a tiempo. Antes de que lo estropeara todo una vez más.
—Calla. No hablamos de lo mismo. Tú ves a un joven alto y pálido con el brazo tendido hacia una puta alegoría, mientras que yo te hablo de pota, de herpes y de necrosis. Y cuando antes te decía que como un perro, me había quedado muy corta. A los perros, cuando sufren demasiado, se les pone una inyección...
Nuestros vecinos de mesa la miraban raro. Yo ya estaba acostumbrado. Ya hacía veinte años que pasaba eso. Anouk hablaba siempre demasiado fuerte. O se reía demasiado rápido. O cantaba demasiado alto. O bailaba demasiado pronto, o... Anouk iba siempre demasiado lejos, y la gente la miraba murmurando chorradas. Dejémoslo estar. En otro momento, los habría interpelado blandiendo su copa. «¡Por el amor!», y le habría guiñado el ojo a ese buen padre de familia o «¡por seguir follando!», o algo peor aún, dependía de las copas que hubiera blandido antes, pero esa noche no. Esa noche el hospital había ganado la partida. Los sanos ya no la interesaban. Ya no la salvaban.
Yo no sabía qué decir. Pensaba en Alexis, a quien Anouk llevaba meses sin ver. En sus caídas en picado y sus pupilas siempre dilatadas. En ese hijo que le reprochaba haber nacido blanco y que quería vivir como Miles Davies, Parker y todos los demás.
Ese hijo que se demacraba. Que no paraba quieto. Que se buscaba por todas partes sin levantarse de la cama en todo el día.
Y que guiñaba los ojos a la luz del día...
¿Acaso me había leído el pensamiento?
—Para los drogadictos es distinto... O no tienen a nadie, o los padres están tan hechos polvo que habría que ingresarlos también a ellos. Y los que todavía están ahí, los que
siempre
han estado ahí, ¿sabes lo que nos dicen?
Yo negué con la cabeza.
—«La culpa es nuestra.»

 

* * *
Cuando aquella cena... sería el 85 o el 86, calculo... Alexis todavía no se drogaba mucho. Creo que sobre todo fumaba... Ya no me acuerdo, pero todavía no debía de estar en el punto de pincharse en los hombros y de llevar manga larga, si no ahora recordaría mi respuesta. Ella me hablaba de los padres de los demás, y yo asentía tranquilamente. De los demás...
Lo que sí recuerdo es que había conseguido cambiar de tema y hablábamos de cosas mucho más ligeras, de mis estudios, del sabor de nuestros postres respectivos y de la película que había visto yo el fin de semana anterior, cuando de pronto se le heló la sonrisa.
—Yo el domingo estaba de guardia —dijo—, y... y había un chaval... un poco mayor que tú, pero poco... Un bailarín... Me había enseñado unas fotos... Un bailarín, Charles... Un cuerpo
magnífico
y...
Inclinó el rostro hacia el techo para tragárselo todo, la saliva, los mocos y lo que le nublaba la vista, y luego volvió la cabeza y me miró fijamente.
—...y entonces este domingo, al pasarle agua alcanforada por el cuerpo, es decir, al no hacer nada de nada, burlándome abiertamente de él, lo ayudé a inclinarse para refrescarle la espalda, ¿y sabes lo que ocurrió bajo mi mano?
Me la enseñaba.
—Bajo esta mano de aquí... ¿Esta mano de enfermera diplomada que ha vendado a miles de enfermos desde hace veinte años?
Yo no reaccionaba.
—Sobre...
Se interrumpió para apurar su copa. Le palpitaban las aletas de la nariz.
—Sobre su espina dorsal, la piel se le...
Le tendí mi servilleta.
—... resquebrajó...

 

* * *
Acababa de recuperar su maleta y guardaba cola nervioso ante los mostradores de embarque. A su alrededor todo el mundo hablaba ruso, y tres chicas reían, comparando el volumen de sus respectivas compras.
BOOK: El Consuelo
10.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Girl in the Mirror by Mary Alice Monroe
The Sea Hawk by Adcock, Brenda
Marooned in Miami by Sandra Bunino
Must Love Scotland by Grace Burrowes
Avenue of Eternal Peace by Nicholas Jose
Means of Ascent by Robert A. Caro
The Wise Book of Whys by Daven Hiskey, Today I Found Out.com
In Satan's Shadow by Miller, John Anthony
The Servant’s Tale by Margaret Frazer