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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

El Consuelo (5 page)

BOOK: El Consuelo
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Una noche por fin, con el pretexto vago de no sé qué historia de que el parqué era demasiado oscuro, o demasiado claro, ya no sabía bien, exigió que fuera a verla enseguida.
De modo que fuimos los primeros en inaugurar ese magnífico dormitorio... Sobre una lona de pintor, espaciosa e íntima, en medio de las colillas y de los botes de disolvente White-Spirit...
Pero, tras vestirse en silencio, dio unos pasos, abrió una puerta, la cerró enseguida, volvió hacia mí alisándose la falda y anunció sin más:
—No pienso vivir aquí jamás.
Esta vez lo dijo sin arrogancia, sin amargura y sin agresividad. No pensaba vivir ahí jamás...
Apagamos las luces y bajamos la escalera a oscuras.
«Tengo una niña pequeña, ¿sabe?», me confió en el rellano, entre dos pisos, y, mientras yo llamaba a la ventana de la portera para devolverle las llaves, añadió bajito, hablándose a sí misma:
«Una niña pequeña que merece algo mejor, creo...»
¡Ah! ¡El plano de distribución de los comensales! Siempre es el mejor momento de la velada...
—A ver... Laurence... a mi derecha —declara mi anciano padre—, luego usted, Guy —(pobrecita... le espera la sección de refrigerados, el robo con tirón y los líos de personal)—, tú, Mado, aquí, luego Claire, luego...
—¡Que no, hombre, que no! —se irrita mi madre, arrancándole de las manos la hoja de papel—, habíamos quedado en que ahí iba Charles, y luego Françoise aquí... Anda, no, pero así no está bien... Ahora nos falta aquí un hombre...
¿Qué sería de nosotros sin los planos de distribución de los comensales?
Claire me miraba. Claro que sabía que faltaba un hombre... Le sonreí, y ella se encogió de hombros con aire suficiente, para sacudirse de encima esa ternura mía que no le gustaba.
Nuestras miradas valían más que él, digo yo...
Sin esperar más, apartó la silla que tenía delante, desdobló su servilleta y llamó a nuestro tendero preferido:
—¡Hala, ven por aquí, Guy mío! Ven a sentarte a mi lado, así podrás volver a contarme a qué me dan derecho tres puntos de fidelidad.
Mi madre suspiró y se rindió:
—Bueno... pues sentaos como queráis...
Qué talento, pensé.
Qué talento...
Pero la inteligencia de esa chica maravillosa, capaz de sabotear un plan de distribución de comensales en dos segundos, de hacer soportable una reunión de familia, de sacudir un poco a unos chavales apáticos sin humillarlos, de granjearse el cariño de una mujer como Laurence (huelga precisar que la mayonesa no cuajó con las otras dos, de lo que siempre me he alegrado, por otro lado...) y el respeto de sus colegas de trabajo, esta chica a la que llaman la pequeña Vauban, en honor al ingeniero militar de los tiempos de Luis XIV, en los despachos enmoquetados de algunos elegidos («Caso asediado por Balanda, caso tomado, caso defendido por Balanda, caso inexpugnable», leí un día en una revista de urbanismo muy pero que muy seria), todo eso, esa inteligencia tan fina, esa sensatez, se quedaban en nada cuando se trataba de cuestiones de amor.
El hombre que faltaba esa noche, y desde hacía años ya, existía, claro que existía. Pero él también debía de estar en alguna velada familiar. Junto a su mujer («en casa de mamá», como decía ella con una sonrisa demasiado grande para ser sincera), y ante su servilletero.
Heroico.
Pero muy digno él...

 

Y es que a punto había estado incluso de enemistarnos a mi hermana y a mí, ese pedazo de cabrón... «No, Charles, no puedes decir eso, no es ningún pedazo de nada porque ni siquiera es gordo...» Ése era el tipo de respuesta estúpida con el que me venía ella en los tiempos en que yo aún me las daba de don Quijote e intentaba enfrentarme contra ese molino de palabras. Pero luego ya renuncié, renuncié. Un hombre, por muy delgado que sea, capaz de decir tranquilamente, sin reírse, a una mujer como ella: «Ten paciencia, me iré de casa cuando mis hijas sean mayores», no vale siquiera la avena del viejo
Rocinante
.
Que se pudra.
«Pero ¿por qué sigues con él?», le habré repetido yo una y mil veces, con todos los tonos de voz.
«No lo sé. Porque no me quiere, me imagino...»
Y es todo lo que se le ocurre decir en su defensa. Sí, a ella... A nuestra querida baliza, al terror del Palacio de Justicia...
Es desesperante.
Pero he renunciado... Por cansancio y por honradez, yo que soy incapaz de arreglar mi propia vida.
Tengo el brazo demasiado corto para ser un buen procurador.
Y ahí debajo hay todo un submundo de dimisiones, zonas de sombras y terrenos demasiado resbaladizos, incluso para el alma gemela de un hermano como yo. De modo que ya no hablamos del tema. Y ella apaga su móvil. Y se encoge de hombros. Y así es la vida. Y se ríe. Y aguanta al tendero del Champion para pensar en otra cosa.
Lo que sigue no se cuenta. Demasiado visto, demasiado conocido.
El pequeño banquete. La cena de sábado noche en casa de gente como es debido, donde todo el mundo interpreta su papel con valentía. La cubertería regalo de boda, los horrorosos portacuchillos en forma de perrito basset, el vaso que se cae, el kilo de sal que se echa sobre el mantel, los debates sobre los debates de la televisión, las treinta y cinco horas semanales, el declive de Francia, los impuestos que pagamos y el radar que no vimos venir, el cabroncete que dice que los moros tienen demasiados hijos y la buenaza que replica que no hay que generalizar, la señora de la casa que asegura que está demasiado hecha la carne sólo por el gusto de que se la contradiga y el patriarca que se inquieta por la temperatura del vino.
Venga... Os lo ahorro... Los conocéis de sobra esos cálidos paréntesis siempre un poco deprimentes a los que se llama la familia y que os recuerdan de vez en cuando lo corto que es el camino recorrido...
Lo único salvable son las risas de los niños en el piso de arriba, y la que más fuerte se ríe es Mathilde, precisamente. Y sus carcajadas nos llevan de vuelta ante la portería del bulevar Beauséjour, junto a las confidencias de la maravillosa esposa de mi cliente, justo cuando acababa de envolverme el corazón y los sentidos en una lona de pintor destartalada.
Nunca sabré de lo que se libró esa niña pequeña ni lo que se merecía exactamente, pero sé cuánto me facilitó las cosas... Después de esa última «reunión para evaluar el estado de las obras», no tuve más noticias suyas. Ya no quedaba conmigo, se había vuelto ilocalizable, o peor aún, improbable, y nadie escuchó mis últimas sugerencias.
Pero no me la podía quitar de la cabeza. No me la podía quitar de la cabeza. Y como era demasiado guapa para mí, tuve que ser astuto.
También era de madera mi caballo de Troya. Y trabajé en él durante semanas.
Era el proyecto de fin de carrera que nunca había tenido las ganas de terminar. Mi obra maestra de compañero, mis ensoñaciones perdidas, mi piedrita que se tira al fondo de un pozo...
Cuanta menos esperanza tenía de volverla a ver, más lo pulía. Desafiaba a los artesanos del
faubourg
Saint-Antoine, visitaba todas las tiendas de modelismo, aproveché incluso un viaje a Londres para perderme entre los gatos de una viejita sorprendente,
Mrs Lily Lilliput
, capaz de meter el palacio de Buckingham entero en un dedal, y que me hizo gastar una fortuna. Y ahora que me acuerdo, me encasquetó incluso toda una batería de moldes para bizcocho de cobre que apenas era del tamaño de una mariquita.
An essential in the kitchen, indeed
, aseguraba, haciéndome una factura...
oversized
. Y un día, tuve que aceptar lo evidente: no había nada que añadir y tenía que volver a verla.
Sabía que trabajaba en Chanel y, armándome de valor y entrelazando la C de Conquista y la de Concupiscencia, no, vaya fanfarrón estoy hecho, más bien de Canguelo y de Cupido, entré en la tienda de la calle Caubon. Con un afeitado muy apurado, demasiado incluso, tanto que me había cortado varias veces, pero con el cuello de la camisa limpio y unos cordones de zapatos nuevos.
La llamaron, se hizo la sorprendida, jugueteó con las perlas de su largo collar, se mostró encantadora, desenvuelta y... oh, qué crueldad la suya... Pero yo no tiré la toalla y la invité a pasar por mi estudio el sábado siguiente.
Y cuando su niña descubrió mi regalo, es decir el suyo, y le enseñé cómo iluminar la casita de muñecas más bonita del mundo, supe que la cosa iba por buen camino.
Pero tras las exclamaciones esperadas, se quedó de rodillas un poco más de la cuenta...
Maravillada primero, y turbada y silenciosa después, se preguntaba ya cuál sería el precio que tendría que pagar por tantas horas de minuciosa esperanza. Había llegado el momento de gastar mi último cartucho: «Mire —dije, inclinándome encima de su nuca—, hasta tiene mármol, ahí...»
Entonces sonrió y me dejó amarla.

 

«Entonces sonrió y me amó» habría sonado mejor, ¿verdad? Habría sido más contundente, más novelesco. Pero no me he atrevido a decirlo... Porque creo que nunca he sabido si... Y cuando la observo ahora, sentada al otro lado de la mesa, alegre, afable, tan indulgente, tan magnánima con los míos, y siempre tan seductora, siempre tan... No, de verdad, nunca he sabido... Tras la moqueta del restaurante donde la conocí y los artificios del alcohol, quizá Mathilde fuera el tercer quid pro quo de nuestra relación...

 

Es nuevo este vértigo, por llamarlo de alguna manera... Esta introspección, estas preguntas vanas sobre nosotros, y no va nada conmigo. ¿Demasiados viajes tal vez? ¿Demasiados desfases horarios, demasiados techos de hotel y demasiadas noches sin descanso? O demasiadas mentiras... O demasiados suspiros... Demasiado móvil que se apaga de pronto cuando aparezco sin hacer ruido, demasiadas poses y demasiados cambios de humor, o... Demasiada nada, a decir verdad.

 

No era la primera vez que Laurence me engañaba y, hasta entonces, nunca me había hecho demasiado daño. No es que me hiciera feliz pero, como ya he dicho, me había metido en la boca del lobo acariciando de paso al animal. Pronto me di cuenta de que la historia me venía demasiado grande. Ella nunca había querido casarse conmigo, no había querido tener más hijos, no... Y además... yo también trabajaba tanto y estaba tan a menudo fuera de casa... Entonces fingía que no me importaba y me tragaba el amor propio.
Y de hecho me salía bastante bien. Creo incluso que sus... aventuras fueron a menudo un buen combustible para lo que había entre nosotros y que hacía las veces de relación de pareja. Nuestras almohadas en todo caso estaban encantadas.
Laurence seducía, las abrazaba, se cansaba y volvía a mí.
Volvía a mí y me hablaba en la oscuridad. Apartaba las sábanas, se incorporaba un poco, me acariciaba la espalda, los hombros, la cara, mucho rato, largamente, con ternura, y siempre terminaba por murmurar frases como: «Tú eres el mejor, ¿sabes?» o «No hay dos como tú...». Yo no decía nada, permanecía inmóvil, nunca intentaba contrariar los meandros de su mano.
Pues aunque se tratara de mi piel, a menudo me pareció, en esas noches de intimidad, que eran sus propias cicatrices lo que ella trataba así de circunscribir y de apaciguar, acariciándolas tan suavemente.
Pero ya hemos superado esos momentos... Hoy en día sus problemas de sueño se los confía a la homeopatía y ya ni siquiera en la oscuridad me deja ver lo que palpita y se disloca bajo su hermosa coraza...
¿De quién es la culpa? ¿De Mathilde que ha crecido demasiado y que, como la Alicia de la historia, ha reventado su casita? Que ya no necesita que le sujete los estribos y que pronto hablará inglés mejor que yo...
¿Será culpa de las negligencias de su padre que parecían antaño tan criminales y que con los años ya son casi divertidas? La ironía ha ocupado el lugar de la amargura, y más vale así, pero ya no salgo tan bien parado de las comparaciones. Aunque yo no me equivoque nunca con las fechas de las vacaciones escolares...
¿Será culpa del tiempo que hace mal las cosas? Pues yo era joven entonces, era un poco más joven que ella, era incluso «su jovencito». Y la alcancé. Y creo que la superé.
Me siento tan viejo algunos días.
Tan viejo...
¿Será culpa de esta profesión de salvajes en la que siempre hay que luchar, convencer y luchar otra vez? En la que nunca se tiene nada ganado, en la que, a punto de cumplir los cincuenta, tengo la impresión de seguir siendo ese estudiante con cara de cansado, atiborrado de cafeína, que repite sin cesar a quien quiere escucharlo «estoy a tope de curro, estoy a tope de curro» y tropieza sobre sus cálculos presentando un enésimo proyecto ante un enésimo jurado, con la única diferencia de que, con los años, la espada de Damocles se ha vuelto aún más afilada.
Pues sí... Ya no se trata de notas ni de pasar o no al curso siguiente, sino de dinero. De mucho, mucho dinero. De dinero, de poder y también de megalomanía.
Por no hablar del politiqueo. No, por no hablar del politiqueo.
¿O será culpa del amor, quizá? De su...
—¿Y tú, Charles? ¿Qué opinas tú?
—¿Qué, perdona, qué dices?
—¿Qué opinas del museo de las artes primitivas?
—Huy... Hace un montón que no voy... Visité las obras varias veces, pero...
—Bueno, en todo caso —prosigue mi hermana Françoise—, para ir al cuarto de baño, no os cuento el horror... ¡No sé cuánto nos habrá costado ese sitio, pero desde luego han ahorrado en paneles indicadores!
No pude evitar imaginarme la cara de Nouvel y de su equipo, los arquitectos del museo, si hubiesen estado aquí esta noche...
—Bah... pero si está hecho aposta —le contesta el gracioso de su marido—, a ver si te crees tú que los primitivos se andaban con rodeos a la hora de bajarse el taparrabos... ¡En cuanto veían un arbusto, hala!
Bueno, no. Mejor que no estuvieran aquí.
—Doscientos treinta y cinco millones —suelta el otro, el que no tiene nada de gracioso, agarrándose a su servilleta.
Y como los presentes no reaccionan con la rapidez suficiente, añade:
—Hablo en euros, claro. El sitio ése, como tú dices, mi querida Françoise, le habrá costado a los contribuyentes franceses la nadería de... —se saca las gafas y el móvil, pulsa unos botones y cierra los ojos— mil quinientos cuarenta millones de francos.
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