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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

El Consuelo (6 page)

BOOK: El Consuelo
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—¿¿Antiguos?? —pregunta atragantándose mi madre.
—No, hombre, no... —contesta el otro, dilatándose de placer—, ¡nuevos!
Está exultante. Esta vez lo ha conseguido. Han mordido el anzuelo. Ha conseguido sembrar el caos entre los presentes.
Busco la mirada de Laurence, que me dedica una sonrisita triste. Hay cosas así de mí que todavía respeta. Vuelvo a concentrarme en mi plato.
La conversación ha vuelto a ganar cuerpo, un cuerpo hecho de sensatez y de estupidez bienintencionada. Hace algunos años se hablaba del edificio de la Ópera o de la Biblioteca François Mitterrand, y ahora, pues nada, se cogen los mismos temas más o menos y vuelta a empezar.
Claire, sentada a mi lado, se inclina para preguntarme:
—¿Y qué tal por Rusia?
—Es la hecatombe —le confieso con una sonrisa.
—No será para tanto...
—No, no, te lo digo en serio... Espero al deshielo para contar los cadáveres...
—Mierda.
—Sí,
chort
, como ellos dicen.
—¿Es un problema serio?
—Pfff... Para el estudio, no, pero para mí...
—¿Por qué para ti?
—No sé... No soy un buen Napoleón... Carezco de su... visión de las cosas, me imagino...
—O de su locura...
—¡Huy, eso ya vendrá, descuida!
—No lo dices en serio, ¿verdad? —me preguntó, preocupada.

Niet!
—la tranquilizo, metiéndome la mano entre dos botones de la camisa—. ¡Desde lo alto de este desastre, puedo decir que cuarenta siglos de arquitectura no me desprecian todavía!
—¿Cuándo está previsto que vuelvas para allá?
—El lunes...
—No me digas...
—Sí, hija, sí...
—¿Por qué tan pronto?
—Pues es que resulta que... y agárrate bien porque vienen curvas... que las grúas desaparecen... Durante la noche, fffiuuuu, levantan el vuelo.
—Imposible...
—Dices bien... Necesitan unos pocos días más para desplegar las alas... Sobre todo porque se llevan las demás máquinas consigo... Las palas mecánicas, las hormigoneras, las excavadoras... Todo.
—Estás de coña...
—En absoluto.
—Pero ¿y qué vas a hacer, entonces?
—¿Que qué voy a hacer? Pues es una buena pregunta... Para empezar me voy a encargar de que contraten a una empresa de seguridad para que vigile a nuestra propia empresa de seguridad, y cuando ésta a su vez sea corrupta, entonces...
—Entonces ¿qué?
—No lo sé... ¡Iré a buscar a los cosacos!
—Vaya berenjenal...
—Y que lo digas...
—¿Y tú gestionas ese lío?
—En absoluto. No se puede gestionar nada. Nada de nada. ¿Quieres que te diga a qué me dedico yo allí?
—¡A beber!
—No sólo. También releo
Guerra y paz
. Y treinta años después, me vuelvo a enamorar de Natacha como el primer día... A eso me dedico.
—Pues vaya un horror... ¿Y no te mandan chicas maravillosas para que te relajes un poco?
—Todavía no...
—Mentiroso...
—¿Y tú? ¿Qué novedad hay en el frente?
—Oh, yo... —suspira, cogiendo su copa—, yo había elegido este trabajo para salvar al mundo, y ahora me encuentro con que tengo que esconder la mierda de la gente debajo de unas moquetas de césped genéticamente modificado, pero aparte de eso todo bien.
Se ríe.
—¿Y esa historia en la que andabas metida, la del embalse?
—Está resuelta. Les he jodido pero bien.
—¿Lo ves...?
—Pfff...
—¿Cómo que «pfff»? Pero si está muy bien...
¡Enjoy
tú también!
—¿Charles?
—¿Mmm?
—Tendríamos que asociarnos, ¿sabes...?
—¿Para hacer qué?
—Una ciudad ideal...
—Pero bonita, si estamos ya en la ciudad ideal, lo sabes muy bien...
—Hombre, no del todo... —dice, haciendo una mueca—, todavía nos falta algún que otro supermercado Champion, ¿no?
Atento a la voz de su amo, mi cuñado nos capta al vuelo.
—Perdón, ¿he oído Champion?
—Nada, nada... Estábamos hablando de tu última oferta sobre el caviar...
—¿Cómo dices?
Claire le sonríe. Nuestro cuñado se encoge de hombros y vuelve a enfrascarse en su estribillo preferido, a saber: pero ¿dónde van todos los impuestos que pagamos?
Oh... De pronto me siento cansado... Cansado, cansado, cansado, y paso la tabla de quesos sin servirme de ninguno para ganar un poco de tiempo.
Miro a mi padre, siempre tan discreto, cortés, elegante... Miro a Laurence y a Edith, ocupadas en contarse la una a la otra historias de profesores con muy poca psicología y de asistentas torpes, a menos que sea al revés, miro la decoración de ese comedor en el que no ha cambiado nada desde hace cincuenta años, miro el...
—¿Cuándo damos los regalos?
Ya están aquí los niños. Benditos sean. No queda tanto para irse a la cama.
—Cambiad los platos por unos de postre y venid luego todos conmigo a la cocina —les ordena su abuela.
Mis hermanas se levantan para ir a buscar sus regalos. Mathilde me guiña el ojo, señalándome la bolsa que contiene nuestro bolso, y Rockefeller concluye su discurso grandilocuente limpiándose la boca:
—¡De todas maneras, nos estamos yendo derechitos al garete!
Hala. Ya lo ha dicho. Normalmente hay que esperar al café, pero esta vez se ha anticipado un poco, por problemillas de próstata, me imagino. Hala, sí. Cállate ya,
pesao
.
Perdón, pero como iba diciendo, estoy cansado.
Françoise vuelve con la cámara de fotos, apaga las luces, Laurence se peina discretamente y los niños encienden las cerillas.
—¡Todavía hay luz en el vestíbulo! —lanza una voz.
Voy corriendo a apagarla, por supuesto.
Pero mientras busco el interruptor, descubro un sobre en lo alto de mi pila de correo.
Un sobre blanco, alargado, y una letra negra que conozco aunque ahora no la reconozca. El matasellos no me dice nada. Un nombre de ciudad y un código postal que no sabría situar en un mapa, pero esa letra, esa letra...
—¡Pero, Charles! ¿Se puede saber qué estás haciendo? —se quejan desde el comedor, cuando la tarta tiembla ya en el reflejo de los cristales.
Apago la luz y vuelvo con ellos.
Pero ya no estoy ahí.

 

No veo el rostro de Laurence iluminado por las velas. No entono el Cumpleaños feliz. Ni siquiera trato de aplaudir. Me... me siento como aquel tipo, cuando mordió la magdalena, sólo que a mí me pasa al contrario que a él. Ya me estoy blindando. No quiero que vuelvan en tropel los recuerdos. Siento que un pedazo de mundo olvidado se está abriendo bajo mis pies, siento el vacío, ahí, junto a los flecos del borde de la alfombra, y me quedo rígido como una estatua, buscando instintivamente el quicio de la puerta o el respaldo de una silla, algo a lo que agarrarme. Porque, sí, conozco esa letra y algo no marcha bien. Algo en mí le opone resistencia. Algo la teme ya. Busco qué puede ser. Mi cerebro pone todos sus engranajes en marcha, y ese ruido metálico cubre el jaleo del exterior. No oigo sus gritos, no oigo que me piden que vuelva a encender la luz.
—¡Charles...! —insisten.
Perdón.

 

Laurence mira distraídamente sus regalos, y Claire me tiende la espátula para servir la tarta.
—¡Eh, reacciona! ¿O es que piensas comer de pie?
Me siento, me sirvo tarta, hundo en ella la cucharita de post... me vuelvo a levantar.

 

Porque me impresiona abro con cuidado esa carta ayudándome con una llave para no romper el sobre. La hoja de papel está doblada en tres. Levanto el primer pliegue de papel, oigo cómo me late el corazón, luego el segundo, mi corazón ya no late.
Tres palabras.
Sin firma. Sin nada.
Tres palabras.
Zaca.

 

Ya podéis subir la guillotina.

 

Al levantar la cabeza, me cruzo con mi reflejo en el espejo sobre la consola. Siento ganas de sacudir a ese tío, de decirle: pero ¿qué tontería era esa de evocar a Proust, qué buscabas con eso, eh...? Cuando lo sabías perfectamente...
¿Verdad que lo sabías?
No sabe qué responder.
Me mira, y como yo no reacciono, termina por murmurar algo. No oigo nada, pero veo temblar sus labios. Debe de decir algo así como: Tú quédate. Quédate aquí con ella. Yo me voy. No tengo más remedio, entiéndelo, pero tú, quédate. Yo me ocupo de esto.

 

Vuelve pues a su tarta. Oye sonidos, voces, risas, toma la copa de champán que alguien le tiende y la choca contra otras, sonriendo. La mujer con la que comparte su vida desde hace años rodea la mesa repartiendo besos a todo el mundo. Lo besa también a él. Le dice: es muy bonito, gracias. Él se protege de ese impulso de ternura diciéndole que lo ha elegido Mathilde, y oye a ésta contradecirlo con vehemencia, como si la hubiera traicionado. Pero él ha olido su perfume y ha buscado su mano, sólo que ella ya está lejos, ya está lejos y está besando a otra persona. Él vuelve a tender su copa. La botella está vacía. Se levanta y va a buscar otra. La descorcha demasiado rápido. Geiser de espuma. Se sirve, apura su copa, repite los mismos gestos.
—¿Estás bien? —le pregunta su vecina de mesa.
—¿Qué te pasa? Te has puesto muy pálido. Parece que acabaras de ver a un fantasma...
Charles bebe.
—Charles... —murmura Claire.
—Nada. Estoy agotado...
Bebe otra vez.
Se le abre una grieta por dentro. Una fisura. Cada vez más grande. No quiere.
El barniz se agrieta, las bisagras ceden y saltan las tuercas.
No quiere. Se resiste. Y bebe.
Su hermana mayor lo mira mal. Él le dedica un brindis. Ella insiste con sus miraditas. Él le declara sonriendo, articulando muy bien cada sílaba:
—Françoise... por una vez, por una puta vez en tu vida... déjame en paz...
Françoise busca con la mirada al idiota de su marido, a su caballero andante, para que la defienda, pero éste no entiende su mímica de dama ultrajada. Françoise se descompone. Por suerte, tachan... ¡Aquí está la otra!
Edith lo regaña medio en broma medio en serio, moviendo su cabecita con diadema.
—Pero, Charles...
Él le dedica un brindis a ella también y busca unas palabras que decirle, pero entonces una mano se posa sobre su muñeca. Charles se vuelve hacia la dueña de esa mano, firme sobre la suya. Entonces se calma.
Vuelve a oírse el jaleo de voces. La mano sigue ahí. Charles la mira.
Y pregunta:
—¿Tienes un cigarro?
—Pero... te recuerdo que dejaste de fumar hace cinco años...
—¿Tienes?
Su voz le da miedo. Recupera su mano.

 

* * *
Están los dos con los codos apoyados en la barandilla de la terraza, de espaldas a la luz y al mundo.
Frente a ellos, el jardín de su infancia. El mismo columpio, los mismos arriates de flores impecablemente cuidadas, el mismo incinerador de hojas secas, la misma vista, la misma falta de horizonte.
Claire se saca la cajetilla del bolsillo y la desliza sobre la piedra. Charles tiende la mano, pero su hermana no suelta la cajetilla.
—¿Recuerdas cuánto te costó los primeros meses? ¿Recuerdas cuánto sufriste para dejarlo?
Charles le aprieta la mano. Tanto que le hace daño de verdad, y le dice:
—Anouk ha muerto.

 

3

 

¿Cuánto tiempo dura un cigarrillo?
¿Cinco minutos?
Entonces estuvieron cinco minutos sin hablar.
La primera en no aguantar más es ella, y las palabras que pronuncia la abruman. Porque él las temía, porque...
—Entonces ¿has tenido noticias de Alexis?
—Sabía que me ibas a preguntar eso —suelta él con una voz muy cansada—, habría puesto la mano en el fuego y no te puedes imaginar cómo me...
—Cómo te ¿qué?
—Cómo me afecta... Cómo me contraría... Cuánto me molesta que me lo preguntes, creo... Pensaba que ibas a ser un poco más generosa... Pensaba que me ibas a preguntar «Pero ¿de qué?» o «¿Y cuánto hace de eso?» o... qué sé yo. Pero no que me fueras a preguntar por él, joder... No, por él no... No así de repente... No se lo merece.
Nuevo silencio.
—¿De qué ha muerto?
Se saca la carta del bolsillo interior.
—Toma... Y no me digas «es su letra» o te mato.
Claire la desdobla a su vez, la vuelve a doblar y murmura:
—Pues sí. Sí que es su letra...
Charles se vuelve hacia ella.
Querría decirle un montón de cosas. Cosas tiernas, cosas horribles, palabras cortantes, palabras muy dulces, palabras tontas, palabras de compañero de fatigas o palabras de alma caritativa. O sacudirla, o maltratarla, o abrirla en canal, pero todo lo que puede gemir es su nombre.
—Claire...
Y ella, ella le sonríe, la muy mentirosilla. Pero la conoce bien, así que se limita a poner las cartas sobre la mesa y la coge del codo para llevarla hacia la orilla.
Claire se tuerce los tobillos en el camino de grava, y él, él habla solo. Habla en la oscuridad.
Le habla a ella, se habla a sí mismo, o al incinerador o a las estrellas.
—Y nada... Todo ha terminado.

 

Rompe la carta y la tira a la basura de la cocina. Cuando aparta el pie del pedal, y la tapa del cubo se cierra,
clac
, tiene la impresión de haber cerrado, a tiempo, una especie de caja de Pandora. Y ya que está delante del fregadero, se echa agua en la cara, gimiendo.
Vuelve hacia los demás, hacia la vida. Ya se siente mejor. Todo ha terminado.

 

* * *
¿Y cuánto dura la impresión de frescura de un poco de agua fría en un rostro agotado?
¿Veinte segundos?
Ya se han pasado. Busca su copa con la mirada, se la bebe de un trago y la vuelve a llenar.
BOOK: El Consuelo
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