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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

El Consuelo (7 page)

BOOK: El Consuelo
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Va a sentarse en el sofá. Junto a su pareja. Ella le da un tirón de la chaqueta.
—Y tú, tú... Sé buena conmigo, tú... —le advierte—, porque estoy bastante borracho, ¿sabes?...
A ella eso no le hace ninguna gracia, más bien le sienta mal, la desconcierta. Y a él le quita la chispa por completo.
Se inclina, apoya la mano en su rodilla y la mira desde abajo.
—¿Sabes que un día tú también te morirás? ¿Lo sabes, bonita mía? ¿Sabes que tú también la palmarás?
—¡Vaya, pero va a ser verdad que has bebido demasiado! —se indigna ella, haciendo un esfuerzo por reírse, y luego, recobrándose, dice—: incorpórate, por favor, me estás haciendo daño.
Momentito violento por encima del azucarero. Mado lanza miradas interrogadoras a su benjamina, que le indica con un gesto que siga tomándose su café como si no pasara nada. Tú remueve el café, mamá, remueve el café. Ya te lo explicaré después. Kazatchok suelta una chorrada sin que nadie lo escuche, y a los presentes les empiezan a entrar ganas de marcharse.
—Bueno, pues nada —suspira Edith—, nosotros nos vamos a ir yendo... Bernard, ve a avisar a los niños, por favor...
—¡Buena idea! —añade Charles—, ¡hala, toda la patulea al 4x4! ¿Eh,
champion?
¿Qué, te has comprado un pedazo de 4x4, eh? Lo he visto al entrar... Con los cristales tintados y todo...
—Charles, basta ya, por favor, ya no tienes gracia...
—Pero... si yo nunca he tenido gracia, Edith. Lo sabes muy bien...
Se levanta, se planta al pie de la escalera y grita a pleno pulmón:
—¡Mathilde! ¡Perro, ven aquí!
Y, volviéndose hacia el jurado, que lo mira pasmado:
—Que no cunda el pánico. Es una bromita nuestra...
Silencio muy incómodo interrumpido de pronto por ladridos exagerados.
—¿Qué os decía...?
Describe un giro agarrándose a la bola de latón y se dirige a la reina de la fiesta:
—Es verdad que está dificilita tu hija últimamente, pero ¿sabes una cosa? Es lo único bonito que me has dado...
—Hala. Nos vamos —suelta Laurence, a punto de perder los nervios—, y dame las llaves. No te dejo conducir en este estado.
—¡Bien dicho!
Se abotona la chaqueta y dobla la espalda.
—Buenas noches a todos. Estoy muerto.

 

4

 

—Pero ¿de qué? —se apresura a preguntar Mado.
—No sé más... —responde Claire, que se ha quedado para ayudarles a sacudir el mantel.
Su padre acaba de entrar en la cocina llevando un montón de platos sucios.
—Pero ¿qué pasa ahora en esta casa de locos? —pregunta suspirando.
—Nuestra antigua vecina ha muerto...
—¿Cuál esta vez? ¿La vieja Verdier?
—No, Anouk.
Huy, qué pesados le parecen los platos de repente... Los deja en cualquier sitio y se sienta en la otra punta de la mesa.
—Pero... ¿cuándo?
—No lo sabemos...
—¿Ha tenido un accidente?
—¡Que te hemos dicho que no lo sabemos! —repite su mujer, irritada.
Silencio.

 

—Y sin embargo era tan joven. Era del... —Sesenta y tres años —murmura su marido. —Oh... No es posible. Ella no. Estaba... demasiado viva como para morir algún día...
—¿Un cáncer quizá? —aventura Claire.
—Sí, o...
Con los ojos su madre le señala una botella vacía.
—Mado... —la reprende su marido frunciendo el ceño.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¡Bebía, lo sabes perfectamente!
—Hace tanto tiempo que se mudó de aquí... No sabemos cómo vivió después...
—Tú siempre defendiéndola, ¿eh?
Qué malvada se mostraba de pronto Mado. Claire no tenía duda de que debía de haberse perdido algún episodio de la historia, pero no se imaginaba que todavía tendrían una conversación así...
Ella, Charles y ahora encima también su padre... Pues sí que estaban buenos...

 

Bufff... Qué lejos estaba todo eso... Pero no, en el fondo no... Charles que se desmorona y tú, papá... Tú que... Nunca te había visto tan viejo bajo la luz de la cocina como ahora... Tú que...
Anouk... Anouk y Alexis Le Men... ¿Cuándo nos dejaréis en paz? Mirad lo que habéis hecho... A vuestro paso la hierba no ha vuelto a crecer...
De pronto sintió muchas ganas de llorar. Se mordió los labios y se levantó para terminar de llenar el lavaplatos.
Vamos, fuera de aquí. Largo los dos.
No se dispara a los convalecientes.
—Pásame los vasos, mamá...
—No me lo llego a creer.
—Mamá... Vale ya. Está muerta.
—No. Ella no...
—¿Cómo que ella no?
—La gente como ella nunca muere...
—¿Cómo que no? ¡Claro que sí! Y aquí tienes la prueba... Anda, échame una mano que me tengo que ir ya mismo...
Silencio. Runrún del lavaplatos.

 

—Estaba loca...
—Me voy a la cama —anuncia su padre.
—¡Sí, Henri! ¡Estaba loca!
Henri se da la vuelta, muy cansado.
—Sólo he dicho que me iba a la cama, Mado...
—¡Oh, como si no supiera yo lo que estás pensando!
Mado calló un momento y luego volvió a hablar con voz impersonal, mirando a lo lejos, por la ventana, una sombra que ya no existía y, sin preocuparse ya de que la oyeran o no, dijo:
—Recuerdo un día... Era al principio... Apenas la conocía... le regalé una planta... o unas flores en una maceta, ya no me acuerdo-Para darle las gracias por haber invitado a Charles a su casa, me imagino... ¡Oh!, nada del otro mundo, ¿eh? Una planta sin más que supongo que habría comprado en el mercado... Y unos días más tarde, cuando ya ni me acordaba, llamó a la puerta. Estaba fuera de sí y me devolvió el regalo plantándomelo a la fuerza entre las manos.
“—Pero ¿qué ocurre? ¿Hay algún problema? —le pregunté preocupada.
“—Es que... no... no puedo quedármela —balbució ella—. Se... se va a morir...
»Estaba pálida como una sábana.
“—Pero... ¿por qué dice usted eso? ¡Pero si esta planta está perfectamente!
“—No, mire... Algunas hojas se han puesto amarillas, aquí, mire... —Temblaba.
“—Bueno —contesté—, pero ¡eso es normal! ¡No tiene más que arrancar esas hojas y ya está! —Y entonces, me acuerdo como si fuera ayer, se echó a llorar y me empujó para dejar la planta a mis pies.
»No había manera de calmarla.
“—Perdone, perdone. Pero no puedo —hipaba—. No puedo, ¿entiende?... No tengo fuerzas... Ya no tengo fuerzas... Para la gente, sí, para los muy pequeñitos, vale, de acuerdo... Y a veces tampoco sirve de nada, porque... se van de todas maneras, ¿sabe?... Pero esto, cuando veo esta planta que también se está muriendo, es que... —Lloraba como una magdalena, no había manera de calmarla—. No puedo... Y no puede hacerme esto... porque... es menos importante, ¿entiende? ¿Eh? Es menos importante, ¿no?
»Me daba miedo. Ni siquiera se me pasó por la cabeza ofrecerle un café o que se sentara un momento. La miraba sonarse en la manga con esos ojos exorbitados y me decía: esta mujer está loca. Está loca de remate...
—¿Y luego qué pasó? —preguntó Claire, inquieta.
—Nada. ¿Qué querías que hiciera? ¡Cogí la planta, la puse con las demás en el salón, y seguro que me duró años!
Claire se peleaba con la bolsa de la basura.
—¿Y tú qué habrías hecho en mi lugar?
—No lo sé... —murmuró.
La carta... Vaciló medio segundo y luego echó a la basura los restos de comida de los platos, los rebordes de tocino y los posos de café encima de lo que le quedaba de Alexis. La tinta se corrió. Cerró la bolsa con todas sus fuerzas. La cinta de plástico se rompió. «Mierda», gimió, tirando la bolsa en la cocina. «Mierda.»
—Pero... ¿Te acuerdas de ella, no? —insistía su madre.
—Pues claro... Anda, quita de ahí, que tengo que pasar la bayeta...
—¿Y nunca pensaste que estaba loca? —le preguntó, poniendo su mano sobre la suya para obligarla a quedarse quieta un segundo.
Claire se levantó, sopló hacia un lado para apartarse un mechón de pelo que se le metía en los ojos y le picaba, y le sostuvo la mirada. La mirada de esa mujer que tantas veces le había dado lecciones con sus principios, su moral y su buena educación:
—No.
Y, concentrándose de nuevo en los surcos de la madera:
—Pues no, mira por dónde nunca lo he pensado...
—¿Ah, no? —pregunta su madre, un poco decepcionada.
—Yo siempre he pensado que...
—¿Qué?
—Que era muy guapa.
Arrugas de contrariedad.
—Pues claro que era mona, pero no te estoy hablando de eso, hombre, te estaba hablando de ella, de su comportamiento...
No, si ya te había entendido, pensó Claire.
Enjuagó la bayeta, se secó las manos y se sintió vieja de repente. O niña de pronto otra vez, la pequeña de la casa.
Lo que venía a ser lo mismo.
Besó esa frente desconcertada y partió en busca de su abrigo. Desde la puerta de la calle lanzó un Buenas noches, papá. Se había quedado a tiro de voz, Claire lo sabía, y cerró la puerta.
Una vez en el coche, encendió el móvil, ningún mensaje, por supuesto, se calmó un poco, echó una ojeada al retrovisor para sacar el coche y vio que su labio inferior estaba el doble de grueso y que sangraba.
Pobre tonta, se maltrató, sin parar de morderse ahí donde le calmaba tanto hacerse daño. Pobre letrada, capaz de contener millones de metros cúbicos de agua arrimándote a un embalse monstruoso, pero del todo incapaz de frenar tres lágrimas, enseguida arrastrada, ahogada bajo una pena ridícula.
Vete a la cama.

 

5

 

Se reúne con él en el cuarto de baño.
—Air France ha dejado un mensaje. Tienen tu maleta...
Charles masculla tres palabras mientras se enjuaga la boca. Ella añade:
—¿Lo sabías?
—¿El qué?
—¿Que te la habías dejado en el aeropuerto?
Él asiente con la cabeza, y el reflejo de los dos en el espejo la desanima. Se da la vuelta para desabrocharse la blusa.
Prosigue:
—¿Se puede saber por qué?
—Pesaba demasiado...
Silencio.
—Y entonces... ¿la dejaste allí?
—Ese sujetador es nuevo, ¿no?
—¿Se puede saber lo que está pasando aquí?
La escena se estaba desarrollando en el espejo. Dos bustos. Un guiñol de tres al cuarto. Se observan así, desde muy cerca, pero sin mirarse ni una vez, durante un momento muy largo.
—¿Se puede saber lo que está pasando aquí? —repite.
—Estoy cansado.
—¿Y porque estás cansado has tenido que humillarme delante de todo el mundo?
—...
—¿Por qué has dicho eso, Charles?
—...
—Lo de Mathilde...
—¿De qué es? ¿De seda?
Laurence está a punto de... pero al final no. Se marcha del baño apagando la luz.

 

Se levantó cuando él se apoyó en la butaca para descalzarse, y fue un alivio. Si hubiera sido capaz de dormirse sin desmaquillarse habría sido una señal de que la situación era verdaderamente grave. Pero no, Laurence todavía no había llegado a ese punto.
Ni llegaría nunca. Podía venir el diluvio, pero después del contorno de ojos. La tierra tiembla pero hay que hidratarse.
Hay que hidratarse.

 

Se sentó en el borde de la cama y se sintió gordo.
Más bien pesado. Pesado.
Anouk... Se tumbó suspirando. Anouk...
¿Qué habría pensado ella de él, hoy? ¿Qué habría reconocido de él? Y ese distrito postal... ¿Cuál era? ¿Qué hacía Alexis tan lejos? ¿Y por qué no le había enviado una notificación como es debido de la muerte de su madre? Con un sobre con ribete gris. Una fecha más precisa. Un lugar. Nombres de personas. ¿Por qué? ¿Qué era eso? ¿Un castigo? ¿Crueldad? Una simple información, mi madre ha muerto, o un último escupitajo, y nunca te habrías enterado de nada si yo no hubiese tenido la inmensa bondad de gastarme unos céntimos de euro para hacértelo saber...

 

¿Quién era él hoy? ¿Y desde cuándo había muerto ella? No se le había ocurrido mirar la fecha del matasellos. ¿Cuánto tiempo hacía que esa carta lo esperaba en casa de sus padres? ¿En qué fase estaban ya los gusanos? ¿Qué quedaba de ella? ¿Había donado sus órganos como tantas veces le había hecho prometer a él?
Júralo, le decía, júralo por mi corazón.
Y él lo juraba.
Anouk... perdóname. Yo... ¿Al final quién ha podido contigo? ¿Y por qué no me has esperado? ¿Por qué no he vuelto nunca? Sí. Sí que sé por qué. Anouk, tú... Los suspiros de Laurence cortaron por lo sano su delirio. Adiós para siempre.

 

—¿Qué dices?
—Nada, perdona, yo...
Tendió el brazo hacia ella, encontró su cadera y se apoyó en ella. Laurence ya no respiraba.
—Perdóname.
—Sois demasiado duros conmigo —murmuró ella.
—...
—Mathilde y tú... sois... Tengo la sensación de vivir con dos adolescentes... Me cansáis. Me desgastáis, Charles... ¿En qué me he convertido para vosotros? ¿En la que abre el monedero? ¿En la que abre su vida? ¿Sus sábanas? ¿O qué? Ya no puedo más... Ya no... ¿Lo entiendes?
—...
—¿Oyes lo que te estoy diciendo?
—¿Estás dormido?
—No. Te pido perdón... Había bebido demasiado y...
—¿Y qué?
¿Qué podía decirle? ¿Qué comprendería de todo eso? ¿Por qué no le había hablado nunca de ello? Y, de hecho, ¿qué tenía que contar? ¿Qué quedaba de todos esos años? Nada. Una carta.
Una carta anónima y rota en el fondo de la basura en casa de sus padres...
—Acababa de enterarme de la muerte de una persona.
—¿De quién?
—De la madre de uno de mis amigos de infancia...
—¿De Pierre?
—No. De otro. Uno que tú no conoces. Ya... ya no somos amigos...
BOOK: El Consuelo
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