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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

El Consuelo (3 page)

BOOK: El Consuelo
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—Y de hecho no es sólo conmigo —proseguí—, sé que pasa lo mismo con tu madre... Cada vez que la llamo, cuando estoy tan lejos y lo que necesitaría es... No me habla más que de eso. De tu actitud. De vuestras broncas. De esta especie de chantaje permanente... Un poco de ternura a cambio de un poco de dinero... Todo el tiempo. Todo el tiempo. Y...
La inmovilicé volviendo a agarrarla de la mano.
—Respóndeme. ¿Por qué la situación se ha vuelto así entre nosotros? ¿Qué hemos hecho? ¿Qué te hemos hecho para merecer esto? Ya lo sé... Diremos que es la adolescencia, la edad ingrata, el túnel y todas esas chorradas, pero tú... Tú, Mathilde, creía que eras más inteligente que los demás... Creía que a ti no te afectaría. Que eras demasiado lista como para entrar en esas estadísticas...
—Pues te has equivocado.
—Ya lo veo...

 

«A la que tanto me había costado ganarme...» ¿Por qué ese estúpido pluscuamperfecto, antes, sobre mi taza de café? ¿Porque se había tomado la inmensa molestia de meter un cartuchito de café en la máquina y de pulsar el botón verde?
Vaya... Yo también soy un poco cerril...
Y sin embargo, no...
Tenía... ¿cuántos, siete, ocho años quizá?, y acababa de perder la final de un concurso... Todavía la veo tirar el gorro en la zanja, bajar la cabeza y echárseme encima sin avisar. Zaca. Como un ariete. Tuve incluso que apoyarme en un poste para no caerme.
Conmovido, noqueado, jadeante y sin saber qué hacer con las manos, terminé por envolverla en los picos de mi abrigo, mientras me llenaba la camisa de lágrimas, de mocos y de caca de caballo, apretándome con todas sus fuerzas.
¿Puede llamarse a ese gesto «abrazar a alguien»? Sí, decidí, sí. Y era la primera vez.
La primera vez... y cuando digo que tenía ocho años, seguramente me equivoco. Soy un desastre para las edades. Quizá fuera un poco mayor incluso... Dios mío, pues sí que había tardado años, ¿eh?

 

Pero ahí estaba ahora, entonces sí. Cabía entera bajo el forro de mi abrigo, y yo aproveché largo rato ese momento, con los pies helados y las piernas doloridas, que bien pronto se me quedaron pegadas al suelo en esa dichosa cantera normanda, me quedé ahí escondiéndola del mundo, sonriendo como un tonto.
Más tarde, en el coche, cuando estaba acurrucada en el asiento de atrás le dije:
—¿Cómo se llamaba tu poni?
¿Pistacho?
No hubo respuesta.

¿Caramelo?
Silencio.
—¡Ah, ya está, ya me acuerdo!
¡Buñuelo!
—¿Eh? ¿Qué podías esperar de un poni feo y tonto, y encima llamado
Buñuelo...?
. ¿Eh? No, en serio... ¡Era la primera y última vez que el torporro de ese poni llegaba a una final, eso te lo puedo asegurar!
Lo estaba haciendo mal. Exageraba y ni siquiera estaba seguro del nombre del poni. Ahora que lo pienso, creo que era
Cacahuete...
Bueno, de todas maneras se dio la vuelta.
Volví a poner el retrovisor en su sitio apretando los dientes.
Nos habíamos levantado al alba. Estaba agotado, tenía frío, un montón de curro urgente y esa misma noche tenía que volver al estudio a pasar otra noche en blanco más. Y siempre me habían dado miedo los caballos. Incluso los pequeños. Sobre todo los pequeños... Ay, ay, ay... todo eso me pesaba como una losa en los atascos. Como una losa... Y mientras estaba ahí, rumiando mi mal humor, nervioso, tenso, a punto de estallar, de repente estas palabras:
—A veces me gustaría que fueras tú mi padre...
No contesté nada por miedo a estropearlo todo. No soy tu padre, o soy como tu padre, o soy mejor que tu padre, o no, quiero decir, soy... Prff... Mi silencio, pensé, sabrá expresar todo eso mejor que yo.
Pero hoy... Hoy que la vida se había vuelto tan... tan ¿qué? Tan laboriosa, tan
inflamable
en nuestro piso de ciento diez metros cuadrados. Hoy que apenas hacíamos ya el amor, Laurence y yo, hoy que perdía una ilusión al día, y un año de vida por cada día que pasaba en la obra, que hablaba con Snoopy en el vacío y tenía que utilizar la tarjeta de crédito a cambio de un poco de amor, me arrepentía de no haber puesto el intermitente...
Lo tendría que haber puesto, estaba claro.
Me tendría que haber pegado al arcén como tan bien recomiendan, tendría que haber salido del coche, haber abierto la puerta, haberla sacado arrastrándola por los pies y haberla abrazado hasta ahogarla, como había hecho ella antes.
¿Qué me habría costado? Nada.
Nada, puesto que no habría tenido que pronunciar ni una sola palabra más... En fin... Así es como me imagino esa escena fallida: eficaz y muda. Porque las palabras, maldita sea, las palabras... Nunca he sabido apañarme con las palabras. Ése es un don que nunca he tenido...
Nunca.
Y ahora que me vuelvo hacia ella, ahí, delante de las verjas de la Escuela de Medicina, y que veo su rostro, duro, contraído, casi feo, por culpa de una única preguntita de nada, yo que nunca hago preguntas, me digo que más me hubiera valido cerrar la boca una vez más.
Caminaba delante de mí, a grandes zancadas, con la cabeza gacha.
—¿Yvosotrosoaeisejor? —la oigo mascullar.
—¿Cómo?
Se da la vuelta.
—¿Y vosotros? ¿Crees que lo vuestro es mejor?
Estaba rabiosa.
—¿Crees que vosotros lo hacéis mejor? ¿Eh? ¿Crees que lo hacéis mejor? ¿Acaso te piensas que vosotros no sois previsibles?
—¿A quién te refieres?
—Cómo que a quién me refiero, cómo que a quién me refiero... ¡Pues a vosotros! ¡A vosotros! ¡A mamá y a ti! ¿Acaso me da a mí por preguntarte a qué estadística habéis ido a parar vosotros dos? A la de las parejas birriosas, que...
Silencio.
—¿Que qué? —me aventuré como un idiota.
—Lo sabes muy bien... —murmuró.
Sí, claro que lo sabía. Y por esa misma razón nos quedamos callados el resto del camino.
Le envidiaba los auriculares, yo que sólo tenía mi propio tumulto que tragarme.
Mi ruido de fondo y mi impermeable cutre.
Una vez en la calle Sévres, delante de Le Bon Marché, ese gran almacén desdeñoso que nada más verlo ya me había dejado el ánimo por los suelos, me dirigí a un bar.
—¿Te importa? Necesito un café antes de la batalla...
Me siguió con una mueca.
Me quemé los labios mientras ella seguía toqueteando su mp3.
—¿Charles?
—Sí.
—¿Te importa traducirme lo que dice...? Es que entiendo algunas cosas sueltas, pero no todo...
—No hay problema.
Y volvimos a compartir los auriculares. Para ella el
dolby
y para mí el estéreo. Una oreja cada uno.
Pero la máquina de café ahogó enseguida las primeras notas del piano.
—Espera...
Me arrastró al otro extremo del mostrador.
—¿Estás listo?
Asentí con la cabeza.
Otra voz de hombre. Más cálida.
Y empecé mi traducción simultánea.

Si fueras la carretera, iría...
Espera... Porque puede ser la carretera o el camino, depende del contexto... ¿Quieres poesía o una traducción literal?
—Agghgghh... —gimió, quitando el sonido—, joder, siempre lo estropeas todo... ¡No quiero una clase de inglés, sólo quiero que me cuentes lo que dice!
—Bueno —me impacienté—, pues déjame que la escuche yo solo primero una vez y luego ya te diré.
Le cogí los cascos, me los planté y me tapé las orejas con las manos mientras Mathilde me miraba de reojo, ansiosa.

 

Estaba noqueado. Más de lo que me hubiera imaginado. Más de lo que hubiera deseado. Estaba... Estaba noqueado.
Vaya mierda las canciones de amor... Siempre tan insidiosas... Al final uno acaba hecho polvo en menos de cuatro minutos.
Vaya mierda las banderillas que nos clavan en nuestros corazones, carne de estadísticas.
Le devolví el casco con un gran suspiro.
—Está bien, ¿eh?
—¿De quién es?
—De Neil Hannon. Un cantante irlandés... Bueno, qué, ¿empezamos?
—Empezamos.
—Pero no te pares, ¿eh?

Dornt worry, sweetie, it's gonna be alright
—solté, con acento de
cow-boy
.
Mathilde había vuelto a sonreír. Bien hecho, Charly, bien hecho...
Y reanudé el camino ahí donde lo había dejado, pues se trataba de un camino, y no de una carretera, no había duda.

Si fueras el camino, te seguiría hasta el final... Si fueras la noche, dormiría todo el día... Si fueras el día, lloraría toda la noche...
—Se pegaba a mí para no perderse una palabra—.
Porque eres el camino, la verdad y la luz
.
Si fueras un árbol, te podría rodear con los brazos... y... no... no podrías quejarte. Si fueras un árbol... podría grabar mis iniciales en tu costado y no podrías gemir porque los árboles no gimen...
(ahí me estaba tomando ciertas libertades, «'Cos trees don't cry», bueno, Neil, con tu permiso, ¿eh?, tengo una adolescente agobiada al otro extremo del casco).
Si fueras un hombre, te... te querría de todas maneras... Si fueras una bebida, te bebería hasta hartarme... Si te atacaran, mataría por ti... Si te llamaras Jack, yo me pondría Jill por ti... Si fueras un caballo, limpiaría la mierda de tu cuadra sin quejarme jamás... Si fueras un caballo, podría cabalgarte por los campos al alba y... durante todo el día hasta que el día se fuera
(esto... no hay tiempo de hilar muy fino)...
podría cantarte en mis canciones
(esto también se podría mejorar)... (A Mathilde le traía sin cuidado y sentía su pelo contra mi mejilla.) (Y su perfume también, su valiosa loción antiacné de joven adolescente con las mangas rotas a la altura de los codos.)
Si fueras mi niña pequeña, me costaría dejarte marchar... Si fueras mi hermana, me...
esto... «find it doubly»... bueno, venga, a boleo,
me sentiría doble. Si... si fueras mi perro, te alimentaría de restos directamente de sobre la mesa
(sorry)
aunque se enfadara mi mujer... Si fueras mi perro
(y aquí empezaba a cantar en crescendo),
estoy seguro de que lo preferirías y entonces serías mi leal amigo de cuatro patas y ya
(casi gritaba)
nunca necesitarías pensar, y...
(ahora ya sí que gritaba pero con una voz muy triste)
y estaríamos juntos hasta el final
. (Hasta el finaaaaaaaaaaaaaaaaaal, decía, pero se notaba que él tampoco tenía las cosas fáciles... No tenía las cosas fáciles en absoluto...)

 

Le devolví su bien en silencio y me pedí otro café que no me apetecía nada pero para darle a ella un poco de tiempo. El tiempo de volver a poner los pies en la tierra y estirarse un poco.
—Me encanta esta canción... —suspiró.
—¿Por qué?
—No sé. Porque... porque los árboles no gimen.
—¿Estás enamorada? —pregunté, articulando con suma precaución.
Muequita por su parte.
—No —reconoció—, no. Cuando estás enamorado me imagino que no necesitas escuchar este tipo de letras...
Al cabo de unos minutos durante los cuales me dediqué a escarbar concienzudamente los restos de azúcar depositados en el fondo de mi taza, dije:
—Para volver a lo de antes...
Levantó la mirada hacia la pregunta que le había hecho un rato antes.
Yo no dije ni pío.
—El túnel y todo eso... Pues... Creo que... deberíamos dejarlo ahí... Me refiero a... no ser tan exigentes los unos con los otros, ¿lo pillas?
—Pues... no del todo, no...
—Pues... tú puedes contar conmigo para que te ayude a encontrarle un regalo a mamá, y yo puedo contar contigo para que me traduzcas las canciones que me gustan... y... y ya está.
—¿Nada más? —me rebelé sin acritud—, ¿eso es todo cuanto tienes que proponerme?
Se había vuelto a poner la capucha.
—Sí. Por ahora, sí... pero, eh... es mucho en realidad. Es... sí... es mucho.
La miré fijamente.
—¿Por qué sonríes como un idiota?
—Porque —contesté, sujetándole la puerta— porque si fueras mi perro, podría pasarte los restos y serías por fin mi leal
friend
.
—¡Jajá! Muy gracioso.
Y mientras esperábamos a que dejaran de pasar coches, inmóviles en el bordillo de la acera, levantó la pierna e hizo como que se hacía pis en mis pantalones.
Había sido sincera conmigo, y en las escaleras mecánicas decidí serlo yo también con ella.
—¿Sabes, Mathilde...?
—¿Qué? — (con un tono de «¿Y ahora qué tripa se te ha roto?»).
—Todos somos canjeables por dinero...
—Ya lo sé —contestó enseguida.
La certeza con la que acababa de ponerme en mi sitio me dejó pensativo. Me parecía que éramos más generosos en los tiempos de
Suzanne...
¿O menos listos tal vez?
Se alejó un escalón.
—Bueno, y ahora ya está bien de conversaciones trascendentales, ¿eh? ¿Vale?
—Vale.
—Bueno, ¿y qué le compramos entonces a mamá?
—Lo que tú quieras —contesté.
Pasó una sombra sobre su rostro.
—Yo ya tengo regalo para ella —dijo, apretando los dientes—, hemos venido a comprar el tuyo...
—Claro, claro —pugné por sonreír—, a ver, déjame que piense un momento...

 

¿Era eso entonces, tener catorce años hoy en día? Era ser lo bastante lúcido para saber que todo se canjeaba por dinero, todo se negociaba en este mundo ruin y a la vez lo bastante ingenua y tierna para seguir queriendo coger de la mano a dos adultos a la vez, y quedarse entre los dos, bien entre los dos, sin dar saltitos pero apretándolos fuerte, sujetándolos fuerte, para mantenerlos juntos pese a todo.

 

Era mucho, ¿no?
Incluso con canciones bonitas, la carga debía de ser muy pesada...
¿Cómo era yo a su edad? Completamente inmaduro, me imagino...
Tropecé al llegar al piso de arriba. Bah... No tenía importancia. No tenía interés. Ninguno.
BOOK: El Consuelo
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