Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
—En los últimos tiempos están ocurriendo demasiadas cosas extrañas que podrían parecer coincidencias. Pero no creo que lo sean. Por ejemplo, no puede ser casualidad que te encontráramos en la aldea de los Ghanim, precisamente a ti, que conoces la magia de esas cúpulas.
Orfeo hizo un gesto con las cejas y las comisuras de las bocas tan expresivo que Derguín casi creyó ver cómo encogía unos hombros inexistentes.
—Ignoro de dónde extraes esa conclusión.
—Tampoco puede ser casualidad que tu rostro sea exactamente igual que el de los tres Pinakles que, en el templo de Tarimán, me revelaron dónde estaba la Espada de Fuego.
—Una interesante cuestión la de los parecidos.
—Sí que lo es —dijo Derguín, mirando hacia arriba. Desde abajo tan sólo veía la barbilla y la punta de la nariz de la estatua, y desde luego no se reconocía a sí mismo. Volvió a mirar a Orfeo—. Creo que eres un servidor de Tarimán.
—Al menos, lo fui mientras tuve manos y piernas para servirle.
—En ese caso, ha llegado el momento de que tu señor nos diga qué debemos hacer a continuación. Según él, estamos más cerca de nuestro destino. Pero ¿cuál es? El tiempo apremia.
Orfeo le aguantó la mirada sin parpadear un buen rato. Por fin, contestó:
—¿Has observado que en el pedestal hay una inscripción?
—Sí, pero está borrada.
—Es una lástima. ¿No se reconoce ninguna letra?
—Me temo que no.
—Déjame que la vea yo.
Derguín agarró la cabeza por la base y la acercó al pedestal. Orfeo entrecerró los ojos y no dijo nada durante un rato. Mientras la cabeza examinaba la inscripción, Derguín sintió una tenue vibración que se transmitía a la punta de los dedos. ¿Estaría notando el sonido de los pensamientos de Orfeo?
—Creo que ya he reconstruido la leyenda. «Zenort el Libertador, héroe inmortal que», y etcétera, etcétera. Pero lo importante no está en lo que dice, sino en la clave que esconde.
—¿Una clave?
—Sí. Vas a necesitar las manos libres, así que puedes dejarme en el suelo mientras te doy instrucciones.
Derguín limpió de polvo una losa y colocó en ella la cabeza.
—Gracias por tu delicadeza —dijo Orfeo—. Ahora, pon el dedo sobre el trazo transversal que está en línea recta debajo de la punta del pie derecho. No, ahí no, más a la izquierda... Aprieta. Bien. Ahora...
El procedimiento fue complicado y tedioso. Había que pulsar ciertas letras en un orden determinado; pero la inscripción que tan clara parecía a los ojos de Orfeo no era más que un amasijo indescifrable de líneas para Derguín, que tuvo que empezar de nuevo varias veces.
—La impresión de sagacidad que me habías causado antes empieza a deteriorarse —dijo Orfeo—. Observo que eres incapaz de cumplir con una sencilla tarea mecánica.
Derguín, al que le dolían las rodillas de estar agachado, contestó:
—Si tan fácil es, ¿por qué no lo haces tú? ¡Ah, claro! ¡Porque no tienes dedos!
—Ése es un comentario muy ofensivo —dijo El Mazo, para sorpresa de Derguín.
Por fin, logró apretar las letras en la secuencia correcta, que al parecer era
Z
EMAL
. Algo sonó dentro del pedestal, como si algún mecanismo se hubiese disparado.
—Ahora pon la palma de la mano encima y empuja —dijo Orfeo—. Creo que ésa sí que es una instrucción sencilla.
Derguín hizo lo que se le pedía. El mecanismo en cuestión debía estar atorado, porque no consiguió nada, ni siquiera apretando con ambas manos.
—Déjame a mí —sugirió El Mazo. El gigante Ainari plantó la manaza en el pedestal y empujó. Con un chirrido de piedra sobre arena, parte de la losa se deslizó hacia dentro.
—A ver... Sigue cediendo... —Se oyó un golpe—. ¡Ah! Se ha caído. Esto está hueco por dentro.
—Si palpas en el fondo deberías encontrar algo —dijo Orfeo.
El Mazo metió el brazo hasta el codo y tanteó durante unos segundos. Sus ojos se iluminaron.
—¡Aquí está! Creo que es una caja de metal.
Cuando la sacó, comprobaron que se trataba de un pequeño cofre plateado. La tapa tenía un botón negro. Al pulsarlo, se abrió. Dentro había un libro.
—Si lo lees —dijo Orfeo—, encontrarás información muy valiosa sobre el pasado y quién sabe si sobre el futuro.
Derguín sacó el libro de la caja y acarició las tapas de cuero negro, dudando. Después lo abrió. Las hojas eran de pergamino muy fino y raspado, seguramente vitela. Habían amarilleado con el tiempo, pero seguían siendo legibles. En la primera página, escrito en caracteres Arcanos, rezaba:
Diario de Zenort de Tártara,
fundador y rey de Zenorta,
también llamado el Libertador.
De cómo llegó a sus manos Zemal,
la Espada de Fuego,
y de otros acontecimientos
en los que participó.
¿Q
uién es ese hombre más alto que los demás que tiene un parche en el ojo? —preguntó Tubilok.
Voy a ser tres veces traidor
, pensó Mikhon Tiq. Ya había consumado dos traiciones y estaba a punto de completar la tercera.
Tres veces traidor
, se repitió. Pero hasta la acción más innoble se decía, tiene sus motivos. Y, sobre todo, sus fines.
El desastre se produciría si los suyos fracasaban.
La primera de las traiciones había ocurrido unos días antes, cuando Anfiún y Shirta volatilizaron la ciudad de Koras. En plena pelea entre Mikhon Tiq y el dios de la guerra, Tubilok había irrumpido en la sala.
—¡Basta! —rugió—. ¿Qué está pasando aquí?
De pronto, Anfiún y Shirta se habían vuelto mansos como perritos falderos. Los hologramas que representaban Tramórea y el Cinturón de Zenort habían desaparecido; sólo quedaban ellos tres y Tubilok flotando en el eje de la sala.
—Mi señor, nos dijiste que nos uniéramos a tu proyecto, y que debíamos aniquilar a los humanos, y que para trascender hay que matar al padre —dijo Anfiún.
—¡Cállate!
—Pero, mi señor...
—Si cien chimpancés juntaran palabras al azar, de sus grotescos labios hablando al unísono brotarían frases más coherentes que las tuyas.
El dios de la guerra agachó la cabeza y rechinó los dientes con un chirrido audible, pero no contestó.
—Lo de «matar al padre» déjamelo a mí —continuó Tubilok—. Alguien afirmó que no hay nada más tóxico que una mala metáfora, pero yo digo ahora que sí lo hay: una metáfora mal entendida por el cerebro de un ignorante. Yo no dije que debíamos aniquilar a los humanos como fin, sino que era inevitable que eso ocurriera como efecto secundario de nuestra sagrada misión.
—Perdona mi atrevimiento, mi señor —intervino Shirta, que delante de Tubilok se cuidaba mucho de exhibir su lengua bífida—. ¿Qué tiene de malo que nos divirtamos un poco a costa de los humanos si de todos modos han de morir? Recuerdo haberte oído decir que no hay mayor belleza que la de la destrucción. Antes de que Tramórea desaparezca engullido por el Prates, queríamos crear un espectáculo hermoso, unos últimos fuegos artificiales para celebrar el final del planeta.
Mientras Shirta hablaba, Tubilok se acercó a ella. La muerte flotaba en el aire, pero la diosa de la luna verde no parecía asustada. Mikhon Tiq pensó que no era por valentía, sino por pura insensibilidad e inconsciencia.
Tubilok acarició su rostro con las garras metálicas.
—Mi dulce Shirta. En el cerco de tus pestañas brillan tus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro. Tus ojos son transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano.
—Gracias, mi señor.
A un gesto de Shirta, una imagen tridimensional de Koras flotó en el aire destellando en mil colores, como si la ciudad entera fuese una corona de oro con mil joyas engastadas. Después el meteorito cayó sobre ella, una onda circular barrió el suelo y una bola de fuego cegadora subió a las alturas.
—¿Acaso no te complace contemplar algo así, mi señor?
—Es justo reconocer que la destrucción posee su propia y terrible estética —respondió Tubilok—. Me alegra que con el tiempo hayáis aprendido a tener alma de poetas, pues la poesía levanta el velo de la belleza escondida del mundo.
—Entonces, ¿no estás enfadado conmigo, mi señor? —dijo Shirta empastando su voz con armónicos de ronroneo felino.
—Tu señor es lento en ira y rico en clemencia —contestó Tubilok.
De pronto, a través del yelmo brillaron tres luces rojas. Shirta flotó hacia atrás, pero Tubilok hizo un gesto con la mano y la diosa voló de vuelta. Era uno de los poderes vedados a los demás Yúgaroi.
—¿O era rico en ira y lento en clemencia? A veces me confundo —dijo Tubilok. La voz chirriante había ahogado a la dulce y modulada, y los ojos de los Tíndalos giraban en todas direcciones.
Es sólo un truco
, se dijo Mikhon Tiq. Tubilok estaba mostrando una imagen del pasado, pero no había recuperado los ojos ni podía leer las mentes.
Al menos, eso esperaba.
—Ay, ojos de mi dulce Shirta, ¿por qué, si me miráis, miráis airados?
—¡Jamás haría eso, mi señor!
La mano de Tubilok se movió como una cobra. Shirta dio un grito de dolor y volvió a apartarse. Esta vez Tubilok no intentó atraerla de nuevo.
En las puntas de sus garras tenía ensartados los ojos de la diosa, dos globos blancos rodeados de colgajos sanguinolentos. Shirta se revolvió en el aire como una peonza, apretándose las cuencas vacías con las manos y gritando de ira y dolor.
—Hermosa Shirta —dijo Tubilok—, espero que me perdones si me guardo para mí estas joyas de belleza inmarcesible y disfruto de la visión de tus ojos verdes para siempre.
La diosa dejó de girar y gritar, y sonrió hacia la dirección de donde le llegaba la voz de Tubilok. A Mikhon Tiq le asombró su reacción. Después recordó que los dioses podían liberar en su cuerpo drogas que suprimían el dolor, y que los ojos de Shirta tardarían como mucho un día en regenerarse.
—Mi señor, tu sentido del humor es insuperable.
—Y mi memoria también, dulce Shirta. ¿Sabes?, he cambiado de opinión. Ya no los quiero. —El dios cerró la mano. Un líquido viscoso y blancuzco chorreó por el metal del guantelete—. Ahora, ¡marchaos a jugar a otra parte!
Los dioses salieron por la misma escotilla por la que había entrado Mikhon Tiq. Éste pensó que, para estar ciega, Shirta parecía orientarse perfectamente. Su cuerpo o sus ropas, o ambos, debían de tener dispositivos que sustituían a la visión que acababa de perder.
El Kalagorinor no le dedicó más de un segundo a aquel pensamiento, porque Tubilok había vuelto su atención hacia él. Y también su lanza, algo aún más preocupante.
—Era costumbre entre cierto pueblo —dijo el dios— regalarse muñecas que se abrían por la mitad y tenían dentro otra muñeca que a su vez escondía en su interior una tercera. ¿Cuántas muñecas encierras tú dentro, mi joven amigo?
Mikhon Tiq se quedó mirando la punta de la lanza. La simbiosis que había entre su alma humana y su syfron era tan íntima que Ulma Tor no había conseguido separarlas cuando las arrancó de su cuerpo. ¿Podría hacerlo la lanza de Prentadurt?
—Mi señor, quizá haya cosas que no te he contado y que debería revelarte ahora.
—El hombre que confiesa sus pecados descansa su espíritu. Empieza, mortal Mikhon Tiq, pero hazlo rápido, porque cada segundo que hablo contigo son dos billones de cálculos que pierdo.
Allí mismo, en la sala de control, Mikhon Tiq le contó la verdad a Tubilok. O al menos, una gran parte de la verdad.
Mil años antes, o mil dos para ser más exactos, Tarimán había entrado en el Prates dos veces. La primera para forjar la Espada de Fuego, la segunda porque Tubilok lo desterró.
Cuando el primer Zemalnit abrió la puerta del Prates para rescatar al herrero, siete entidades del Onkos entraron con él en el universo que los dioses, en su etnocentrismo, llamaban Alef.
Esas entidades eran syfrõnes.
Al igual que los Tíndalos, las syfrõnes eran seres que podían desplazarse por diez dimensiones. Eso las colocaba un peldaño por debajo del poder absoluto monopolizado por la trinidad de las Moiras, únicos seres que dominaban las once dimensiones del Onkos.
Pese a ese punto en común, entre Tíndalos y syfrõnes existían muchas diferencias. Los primeros eran criaturas solitarias, depredadores que se agazapaban en las intersecciones entre dimensiones y hacían incursiones en otros universos para robar a sus habitantes conscientes su energía y su información, que era tanto como decir que les absorbían la vida.
Las syfrõnes eran más gregarias, si cabía utilizar tal término para criaturas del Onkos. En lugar de vampirizar la energía de otros seres vivos, la obtenían directamente a partir de fuentes no sentientes, estructuras equivalentes a las estrellas y las nubes estelares del universo Alef. Como las syfrõnes eran más propensas a colaborar y menos agresivas que los Tíndalos, las Moiras recurrían a ellas en funciones de policía de la infinita realidad que gobernaban.
Que no fueran agresivas no significaba que no fuesen severas. Miles o tal vez millones de universos habían sido aniquilados por las Moiras tras recibir los consejos e informaciones de las syfrõnes. Los Tíndalos las despreciaban y las consideraban lacayos y perros de presa de las Moiras, aunque ellos mismos obraban a menudo como esbirros para tareas menores. Los syfrõnes, en cambio, se veían a sí mismas como guardianas del destino y centinelas del tiempo.
Fue en misión de vigilancia como penetraron en el universo Alef. Éste ya había despertado antes la atención de las Moiras. No se debió al experimento que abrió un desgarro en el espaciotiempo y permitió la creación de un pasadizo entre las Branas, pues existían incontables portales similares al Prates que conectaban universos. Lo que atrajo la implacable mirada de las Moiras fue la intrusión de Tubilok en el Onkos y su intento de combinar las leyes físicas de distintos universos a una escala que consideraron abusiva.
En aquel entonces, las Moiras lanzaron apenas un zarpazo sobre Tubilok, el equivalente a la palmada que se da para espantar una mosca. Cuando el dios loco volvió a atravesar el Prates y se refugió en su Brana, se olvidaron de él. Aunque, obviamente, Tubilok no se olvidó de ellas.
Fue Tarimán, sin pretenderlo, quien volvió a llamar la atención sobre el universo Alef. En las interfases entre Branas siempre se producían mezclas, hibridaciones entre partículas y fuerzas que obedecían a distintas leyes físicas. Si no ponían en peligro la estabilidad a gran escala, ni las Moiras ni sus centinelas las syfrõnes se molestaban en pensar en ellas.