Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Dichas hibridaciones producían a veces resultados interesantes, como materiales de propiedades exóticas o préstamos de energía que no había que devolver. Así había forjado Tarimán la Espada de Fuego, templando la hoja forjada con acero de este universo en energía estelar procedente de otro.
Tal vez en otras circunstancias no habría sucedido nada. El problema era que el portal del Prates ya había sido etiquetado como peligroso por las syfrõnes, que se quedaron acechando en coordenadas cercanas. Cuando Tarimán entró por segunda vez y captaron al otro lado la presencia de Tubilok, el mismo sujeto levantisco que había causado dificultades en el pasado, decidieron intervenir.
Lo primero que hicieron antes de atravesar el portal fue sonsacar información a Tarimán. La mente de éste, asaltada por aquellas criaturas extradimensionales, estuvo a punto de quebrantarse, pero resistió. Incluso fue más allá y se atrevió a negociar con las syfrõnes. Éstas habían decidido sugerir a las Moiras que destruyeran el universo Alef. Desde su punto de vista, era preferible aniquilar una Brana que poner en peligro la estabilidad del Onkos. Si en el universo Alef había más de doscientos mil millones de galaxias, el número de universos que formaban el Onkos superaba esa cifra en muchísimos ceros. Una Brana individual no suponía más que un grano de arena para las Moiras y sus servidoras.
Sin embargo, para Tarimán el universo que habitaba lo era todo. Por eso porfió con aquellas entidades con las que apenas compartía lógica y las convenció para que siete syfrõnes entraran en su universo. Así podrían comprobar desde dentro si realmente los experimentos de Tubilok y los demás dioses representaban un peligro tan grave para el conjunto de la realidad.
Cuando las syfrõnes cruzaron el portal, lo hicieron como nubes de energía. Para materializarse habrían necesitado establecer enlaces atómicos al menos en seis dimensiones, algo imposible en el universo Alef. Pero como formas de energía también eran inestables. Si querían mantenerse en esta Brana, debían encontrar una especie de ancla material.
Y esa ancla era un ser humano.
Los elegidos fueron siete hombres que moraban en las cercanías del Prates, no muy lejos de una Torre de Sangre que habían ayudado a construir con sus propias manos. Uno de ellos, precisamente el que albergó la syfrõn que ahora pertenecía/poseía a Mikhon Tiq, era escultor y había tallado parte de los horripilantes relieves que adornaban sus paredes. Se llamaba Puharmas. No obstante, su nombre carecía de importancia, pues Puharmas era una presencia muy débil y caótica en los recuerdos de Mikhon Tiq.
De la simbiosis entre las syfrõnes y sus huéspedes humanos nacieron los primeros Kalagorinôr. Fue un experimento fallido. Gracias a las syfrõnes, aquellos hombres poseían facultades tan superiores a las de cualquier mortal que la gente los consideró poderosos magos. Sin embargo, compartir su existencia con entidades multidimensionales de otros universos los llevó a la locura, y sus mentes se disgregaron tanto que las syfrõnes empezaron a perder el anclaje que las unía a ellas.
Apenas habían pasado doscientos años, un soplo fugaz para entidades que medían el tiempo en eones, cuando las syfrõnes tuvieron que abandonar a sus anfitriones y encontrar otros nuevos. Aquéllos fueron los segundos Kalagorinôr: Koemyos, Fariyas, Kepha, Jorim, Kalitres, Linar y Yatom.
Para evitar que a los nuevos Kalagorinôr les ocurriera lo mismo que a sus antecesores, las syfrõnes les ocultaron su verdadera naturaleza y aletargaron muchos recuerdos, aguardando el momento en que fueran necesarios. Su geometría, incomprensible para cualquier humano que no fuese Tubilok, se convirtió en paisajes interiores, en mundos privados que podían adoptar la forma de un castillo, un bosque, un laberinto de jardines o un galeón gigantesco. En esos paisajes, las syfrõnes permanecían agazapadas, sin revelar del todo su verdadera esencia a los humanos con/en los que vivían.
Aquellos Kalagorinôr vivieron largos siglos, hasta que Jorim pereció, el primero de los siete, y fue reemplazado por Lwetor. El siguiente en morir fue Yatom. Ahora comprendía Mikhon Tiq que el misterioso mal que lo había consumido era pura fatiga de convivir durante larguísimo tiempo con un poder tan vasto e impenetrable en su interior. Yatom le había traspasado su syfrõn, pero al principio la criatura había dormitado dentro de él sin apenas nexo, esperando el momento de su despertar.
Antes de despertar —antes de que Linar matara su cuerpo mortal para que resucitara en simbiosis con la syfrõn—, Mikhon Tiq había conocido a Koemyos, Kepha, Lwetor y Fariyas en la reunión de Trápedsa, la mesa que reunía a los Kalagorinôr muy de tarde en tarde. En aquella ocasión, que ahora le parecía lejanísima, se dio cuenta de que los cuatro magos mostraban síntomas de demencia. Tal vez por eso fueron presa fácil para el nigromante Ulma Tor, de quien Mikhon Tiq sospechaba que tampoco era una criatura del universo Alef.
Los cuatro Kalagorinôr les declararon la guerra a él y a Linar. El terrible duelo de poderes se había librado en los pantanos de Purk. Linar y Mikhon Tiq sobrevivieron, sus enemigos no. Sobre el destino que habían corrido sus syfrõnes tras colapsar de forma catastrófica, Mikha no estaba seguro.
Por aquel entonces, Mikhon Tiq ya había tenido una primera vislumbre de la verdadera realidad de su propia syfrõn. Demasiado joven tal vez, o demasiado imprudente, se había asomado a los sótanos más profundos de su castillo. El poder que desató sin saber controlarlo provocó tales convulsiones de energía que alteró el comportamiento de una bestia colosal que moraba bajo el suelo. Ahora que los recuerdos y conocimientos aletargados revivían, sabía que se trataba de un Arcaonte, una criatura moralmente neutra que podía destruir o construir.
Cuando Ulma Tor lo separó de su cuerpo y fue prisionero de su propio castillo, Mikhon Tiq decidió que había llegado el momento de la verdad, bajó a los sótanos, se arrojó al pozo y se enfrentó a su syfrõn.
Y cuando la vio tal como era, en lugar de enloquecer la aceptó. Y se aceptó a sí mismo.
—¿Eres, pues, un siervo de las Moiras? —le preguntó Tubilok.
—Las syfrõnes son seres más complejos que los humanos. No todas son iguales. A la mía no le gusta la servidumbre.
La lanza de Prentadurt no había dejado de señalar en ningún momento a Mikhon Tiq. Durante su relato, el joven temió que Tubilok, comprendiendo el peligro en que se hallaba, utilizara el rayo de la muerte. Pero, al parecer, el dios era demasiado curioso como para matarlo antes de haber averiguado todo sobre él.
—¿Qué insinúas al decir que no le gusta la servidumbre?
—Que mi syfrõn está de acuerdo conmigo en que es tiempo de cambiar.
—No me hables como dos entidades separadas. Háblame como uno solo, seas lo que seas. ¿Qué es lo que te mueve a ti, Mikhon Tiq? ¿Qué buscas?
Derguín le había preguntado lo mismo en una taberna de Dogar, en la frontera de Áinar, poco después de que Linar les contara el Mito de las Edades y les sugiriera la existencia de un pasado mucho más profundo y oscuro del que conocían. Ahora, Mikhon Tiq contestó con idéntica respuesta.
—La verdad. El conocimiento.
¿Y el poder? ¿Me vas a negar que anhelas el poder, Mikha?
, le había preguntado Derguín.
Tragó saliva y aguantó la mirada que se traslucía detrás del yelmo.
—También el poder —añadió.
—Me entregaste la lanza como súbdito fingiendo ser un simple mortal.
Tubilok le acercó la contera a la cara. Mikha captó en su interior el inmenso poder de la cuerda cósmica contenida por los campos negativos de energía exótica.
—Di la verdad ahora. ¿Por qué lo hiciste?
—No quiero ser tu súbdito, Tubilok.
Mikhon Tiq hizo una pausa y pensó:
Y ahora es cuando él me destruye
.
—Quiero ser tu aliado.
Aquello sorprendió al dios. Durante un rato no dijo nada. Su yelmo se oscureció, convirtiéndose en una campana negra erizada de pinchos.
Por fin habló.
—¿Comprendes las consecuencias de lo que estás diciendo? Dijo un sabio que sólo quien espera lo inesperado encontrará la verdad. ¿Entiendes el verdadero peligro para ti y para todo lo que conoces?
—Permíteme que ahora hable como dos seres, Tubilok.
Nosotros
entendemos.
—¿Me acompañaréis en el viaje que voy a emprender? ¿Nos guiará tu syfrõn?
—Sí.
—¿Lucharéis contra las Moiras conmigo?
—Lo haremos.
—¿Aunque el premio más probable sea la destrucción y el olvido?
—Aun así.
Tubilok soltó la lanza, que quedó flotando junto a él. Después se llevó las manos al cuello, y por primera vez en siglos se quitó el yelmo.
En aquel momento, en el rostro de Tubilok no había ninguna locura. El dios sonrió y sus ojos brillaron como el mar que baña un atolón bajo el sol.
—Seamos aliados. Tubilok el Pionero y Mikhon Tiq el Kalagorinor.
El metal que formaba el guantelete de Tubilok fluyó como mercurio hacia su muñeca, liberando su mano. Era muy grande, la mano de un dios de tres metros de altura, pero los dedos eran finos como los de un músico.
Mikhon Tiq le estrechó la mano. Los dedos de Tubilok le llegaban hasta el antebrazo, y al rozarlo le transmitieron una suave corriente eléctrica.
Fue así como se convirtieron en amantes. Y también como Mikhon Tiq consumó la primera de sus traiciones; ontológicamente, la más grave, pues atentaba contra las supremas Moiras.
La segunda traición de Mikhon Tiq había implicado a la diosa Taniar. Pero en este caso ni siquiera él conocía toda la verdad de lo ocurrido.
Tras su viaje por Tramórea, Taniar había regresado a su mansión del Bardaliut. En el centro del palacio se alzaba una torre dorada de trescientos metros de altura, coronada por una cúpula que por dentro era transparente y por el exterior verde jade. Bajo ella, Taniar se relajaba en una gran bañera de morfocarbono que se ajustaba a sus formas automáticamente cada vez que se movía.
Hay placeres que provienen de no tener ninguna necesidad, y otros que nacen de sentir una necesidad y satisfacerla. Agotada de recorrer Tramórea buscando en vano al mortal que empuñaba la Espada de Fuego, Taniar podría haber puesto a trabajar a sus nanos para eliminar al instante la fatiga y usar los mecanismos subcutáneos que eliminaban la suciedad y los olores. Pero resultaba mucho más agradable estirar las piernas bajo el agua espumosa y sentir cómo chorros casi sólidos le masajeaban con fuerza los muslos, las pantorrillas y las plantas de los pies. ¡Qué exquisita sensación la de concentrarse en dolores minúsculos y hacerlos desaparecer poco a poco!
Un arqueoptérix de vivos colores pasó aleteando al otro lado de la cúpula. Más allá, el Sol se reflejaba en uno de los enormes espejos situados fuera de Isla Tres y su luz se colaba por el ventanal de poniente.
—¿Está todo a tu gusto, mi señora? ¿Necesitas algo más?
—Sí a lo primero, no a lo segundo —contestó Taniar.
La voz de la IA que gobernaba su casa era masculina, grave y severa. Por capricho, había utilizado la de Togul Barok. Resultaba divertido usar como mayordomo a un emperador.
Es un hombre interesante
, pensó. Las dos palabras tenían valor para ella. Hombre y no dios, interesante y no aburrido como sus hermanos de raza. En cuanto a esto último, Taniar no se hacía ilusiones ni se consideraba especial. Sabía que ella también debía resultarles tediosa a los demás dioses. A menudo, de quien más hastiada se sentía era de sí misma.
Sin embargo, ahora que se estaba observando como si fuera otra persona, la reacción que despertaba en sí no era aburrimiento, sino curiosidad e incluso cierto asombro. Había descubierto el fragmento perdido de la lanza de Prentadurt y, en lugar de matar al hombre que lo guardaba en su poder, se había acostado con él y le había confesado secretos de los dioses que los mortales no deberían saber.
¿Por qué lo había hecho? Ni ella misma lo sabía. Su primera intención había sido quedarse con la lanza para su propio beneficio, pero no lo había hecho.
Si lo miraba en cierta forma, seguía actuando en su propio beneficio. No se refería con ello al revolcón con Togul Barok; aunque no podía negar que hacer el amor con alguien que no tenía el cuerpo sembrado de artilugios productores de todo tipo de ondas placenteras había resultado distinto, excitante, algo salvaje y animal.
Considerándolo bien, si hubiera regresado con la lanza al Bardaliut, a Taniar sólo se le habrían ofrecido dos alternativas: entregársela a Tubilok o usarla contra él. A lo primero se negaba. Lo segundo era muy peligroso. Nunca había tenido miedo a combatir, pero le parecía una estupidez meterse en una pelea estando en inferioridad clara. Tubilok dominaba poderes de los que ella carecía, y mucho se temía Taniar que además tenía programada la lanza de modo que no pudiera volverse contra él.
De momento, mientras el arma siguiera en poder de Togul Barok, a Taniar le quedaban más opciones. Aunque ahora que el semidiós ya estaba cerca de Tártara, se aproximaba el momento de tomar una decisión. ¿Qué debía hacer? ¿Arrebatarle la lanza? ¿Utilizarlo como cebo para atraer a Tubilok a una trampa en el Prates?
Empezaba a decantarse por esta última posibilidad. Para ello la espada forjada por Tarimán le habría venido pintiparada. Mientras Togul Barok atraía a Tubilok con el reclamo de la lanza, ella podría atacarlo por la espalda. O de frente, puesto que el dios loco era incapaz de percibir lo que había en las inmediaciones de aquella arma.
Por desgracia, Taniar no había conseguido encontrarla. Su dueño, Derguín Gorión, debía de ser muy prudente utilizándola o simplemente no la usaba. Los sensores del Bardaliut o incluso los de la lanzadera en la que había descendido al planeta habrían captado un escape de energía inusual en un mundo tan atrasado, cuya única emisión detectable era el metano producido por las ventosidades de los rumiantes.
—Mi señora.
—No es necesario que me preguntes cada medio minuto si está todo a mi gusto.
—Hay un intruso en la casa.
Taniar se enderezó. El morfocarbono proyectó un respaldo para acomodarse a su espalda.
—Como sea otra vez ese bastardo de Anfiún, le arrancaré los testículos, haré que se los coma y cuando le crezcan se los volveré a arrancar.
Taniar se refería a un incidente ocurrido doce siglos antes, pero que guardaba tan fresco en su memoria como si hubiera pasado la víspera. Había mantenido relaciones sexuales con todas las divinidades que moraban en el Bardaliut, salvo con Anfiún, al que aborrecía y detestaba. Él, interpretando que las negativas de Taniar significaban que en realidad fantaseaba con la idea de ser violada y maltratada, había irrumpido en su casa. La pelea entre ambos fue épica y se convirtió en comidilla de los dioses durante mucho tiempo, pero no había tenido ni un ápice de erotismo.