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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

El fin de la eternidad (11 page)

BOOK: El fin de la eternidad
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—Gracias —murmuró él.

—Tienes la ducha preparada y la ropa dispuesta.

¿Qué podía decir?

—Gracias —volvió a murmurar.

Evitó su mirada durante el desayuno. Ella se sentó delante de él, sin comer, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, su negro cabello peinado hacia un lado, sus largas pestañas enmarcando sus bellos ojos.

Ella contempló todos los gestos de él, mientras Harlan bajaba los ojos y trataba de encontrar la amarga vergüenza que a su modo de ver debía atormentarle.

—¿Adonde tienes que ir a la una? —preguntó al fin.

—Al partido de aeropelota —murmuró él.

—Conque vas al partido. Yo me he perdido toda la temporada gracias a esos tres meses que hemos saltado, ya sabes. ¿Quién ganará el partido, Andrew?

Él sintió un extraño desmayo ante el sonido de su propio nombre. Negó con la cabeza.

—Pero, sin duda sabes el resultado. Habrás estudiado todo este período, ¿no es cierto?

Ahora su obligación era dar una respuesta terminante y fría, pero en vez de ello, explicó débilmente:

—Había mucho Espacio y Tiempo para estudiar. No puedo enterarme de detalles tan insignificantes como los resultados de los partidos.

—¡Bah! Ya veo que no quieres decírmelo.

Harlan no contestó. Clavó el tenedor en el pequeño y jugoso fruto y lo llevó a sus labios.

Al cabo de un rato Noys insistió:

—¿Has podido ver lo que sucedía en esta casa antes de que tú llegases?

—No conozco los detalles, N... Noys. —Le costó pronunciar su nombre por primera vez.

La muchacha dijo suavemente:

—¿No nos has visto? ¿No supiste siempre que...?

Harlan tartamudeó.

—No, no. No puedo verme a mí mismo. Yo no estoy en la Rea... No estoy aquí hasta que llegué. No puedo explicártelo.

Se sentía confuso. En primer lugar, no debía hablar de aquellos asuntos. Después, había estado a punto de pronunciar «Realidad»: entre todas las palabras, la más prohibida en las conversaciones con los Temporales.

Ella enarcó las cejas y sus ojos se agrandaron, sorprendidos.

—¿Estás avergonzado?

—Lo que hemos hecho no está bien.

—¿Por qué no?

Y en el 482.° su pregunta era perfectamente inocente.

—¿Es que los Eternos no debéis hacerlo?

Lo dijo en tono de broma, como si preguntase si no se les permitía comer a los Eternos.

—No uses esta palabra —dijo Harlan—. En cierto sentido nos está prohibido.

—Pues no se lo cuentes a nadie. Yo no lo haré.

Ella se levantó, dio la vuelta a la mesa y se sentó en sus rodillas, apartando la mesita de un caderazo.

Harlan se puso rígido y esbozó un gesto como si quisiera echarla. No llegó a hacerlo.

Ella le besó, y nada le pareció ya vergonzoso. Nada que se refiriese a Noys y a él.

No estaba seguro de cuándo fue la primera vez que hizo algo improcedente para un Observador. Es decir, cuándo empezó a pensar en la naturaleza del problema relativo a la Realidad actual y al Cambio de Realidad que se preparaba.

No era la moral del Siglo, ni la ectogénesis, ni el matriarcado, lo que perturbaba a la Eternidad. Todo aquello estaba en la anterior Realidad y el Gran Consejo lo toleró con ecuanimidad entonces. Finge había dicho que era algo muy sutil y diferente.

El Cambio debía ser, pues, muy sutil, y se refería al grupo social que estaba observando. Esto parecía obvio.

Comprendería a la aristocracia, a los ricos, a las clases superiores, a los que se beneficiaban con aquel sistema.

Lo que le preocupaba es que ciertamente comprendería a Noys.

Durante los tres días fijados en su programa sufrió un estado de creciente aprensión que incluso le amargaba los ratos pasados en compañía de Noys.

—¿Qué te sucede? —preguntó ella un día—. Pareces diferente de como eras en la Eter... en aquel lugar. Pareces preocupado. ¿Es porque piensas en el momento de regresar allí?

—En parte —contestó Harlan.

—¿No tienes otra alternativa?

—Tengo que volver —dijo Harlan.

—De todas maneras, ¿quién se va a fijar si te retrasas un poco?

Harlan casi sonrió ante aquella pregunta.

—No les gustaría que me retrasara —contestó. Sin embargo, se acordó del margen de dos días que le permitía su programa.

Noys ajustó los mandos de un instrumento musical que emitía los acordes suaves pero complicados de la música creada en su interior al compás de intrincadas fórmulas matemáticas. Las notas y los acordes se formaban y combinaban al azar, pero mediante factores ponderados que favorecían solo las combinaciones agradables al oído. Esta música aleatoria no se repetía jamás; como los copos de nieve, no había dos figuras iguales aunque todas fuesen bellas.

Mecido por la armonía del sonido, Harlan contempló a Noys y sus pensamientos se fijaron en ella. ¿En qué se convertiría, en la nueva Realidad? ¿En una pescadera o en una obrera de fábrica, o quizás en la madre de seis hijos, fea, gorda y enferma? Como quiera que fuese, ella nunca recordaría a Harlan. En la nueva Realidad él ya no formaría parte de su vida. Y en cualquier caso, ya no sería la misma Noys.

No estaba simplemente enamorado de una muchacha. (Cosa extraña, Harlan usó por primera vez en sus pensamientos la palabra «enamorado», sin detenerse a reflexionar siquiera sobre su significado.) Estaba enamorado de un conjunto de factores; su modo de vestir, de andar, de hablar, sus frases y sus gestos. Un cuarto de siglo de vida y de experiencia en la Realidad actual habían sido necesarios para llegar a formar todo aquello. Ella no fue la Noys que él amaba en la anterior Realidad de un fisio-año antes. Y tampoco sería la Noys que él amaba, una vez inducida la próxima Realidad.

La nueva Noys posiblemente fuera mejor en algún sentido, pero Harlan estaba seguro de una cosa. Él quería a aquella Noys, la que podía ver en aquel momento, la que vivía en
esta
Realidad. Si tenía defectos, también amaba esos defectos.

¿Qué podía hacer? ¿Qué camino tomar?

Se le ocurrieron varias ideas, todas ilegales. La primera, conocer la naturaleza del Cambio y luego enterarse cómo afectaría individualmente a Noys. Al fin y al cabo, nunca se podía estar seguro de que...

Un silencio ominoso arrancó a Harlan de sus reflexiones. Estaba en el despacho del Analista. El Sociólogo Voy le miraba de soslayo. Feruque volvía hacia él su rostro de calavera.

El silencio era penetrante.

Le costó unos momentos darse cuenta de lo que significaba; solo unos momentos. La calculadora había cesado en su tableteo.

Harlan habló:

—Supongo que ya tiene la solución, Analista.

—Sí, desde luego. Aunque pasa algo raro. Feruque contemplaba las láminas que tenía en la mano.

—¿Puedo verlo?

Harlan alargó una mano que temblaba visiblemente.

—No se puede ver nada. Eso es lo raro.

—¿Qué quiere decir... nada?

Mientras miraba a Feruque, los ojos de Harlan se nublaron hasta no ver sino una mancha alargada en el lugar donde permanecía su interlocutor.

La serena voz del Analista resonó como una sentencia.

—Esta mujer no existe en la nueva Realidad proyectada. No hay cambio de personalidad. Simplemente desaparece, eso es todo. He estudiado todas las alternativas hasta una probabilidad de una diezmilésima. No aparece en ninguna de ellas. En realidad —Feruque alargó sus largos y huesudos dedos para frotarse la barbilla—, con la combinación de factores que me ha dado, no acabo de comprender cómo puede existir en la Realidad actual.

Harlan a duras penas pudo murmurar:

—Pero... si el Cambio proyectado es casi insignificante...

—Ya lo sé. Es una rara combinación de factores. ¿Quiere quedarse con los cálculos?

La mano de Harlan tomó las láminas casi sin darse cuenta de ello. ¿Noys desaparecida? ¿Noys ya no existiría? ¿Cómo era posible?

Sintió que una mano se apoyaba en su hombro, y la voz de Voy retumbó en sus oídos.

—¿Se siente enfermo, Ejecutor?

La mano se apartó como si su propietario se arrepintiera de haber tocado a un Ejecutor.

Harlan se pasó la lengua por los resecos labios e hizo un esfuerzo por recobrar la serenidad.

—Estoy bien. ¿Quiere acompañarme hasta la cabina?

No debía demostrar sus sentimientos. Era preciso fingir que todo aquello no era más que una simple investigación rutinaria. Debía ocultar el hecho de que la no existencia de Noys en la proyectada Realidad le llenaba de alegría, de una exaltación casi insoportable.

7
El preludio del crimen

H
arlan entró en la cabina en el Siglo 2456 y miró a sus espaldas para asegurarse de que la barrera que separaba el Tubo y la Eternidad era perfectamente impenetrable, de que el Sociólogo Voy no podía espiarle. Durante las últimas semanas aquello se había convertido en un hábito, en un gesto automático; siempre la mirada furtiva a sus espaldas, por encima del hombro, para convencerse de que no le había seguido nadie hasta el Tubo.

Y luego, aunque ya se encontraba en el 2456.°, Harlan ajustó los mandos para seguir aún más allá, hacia el lejano hipertiempo. Contempló los números en el indicador de Siglos. Aunque las cifras se sucedían con vertiginosa rapidez, le sobraba tiempo para pensar en lo que iba a hacer.

¡En qué extraña forma las palabras del Analista habían cambiado la situación! ¡Cómo había cambiado la misma naturaleza de su crimen!

Y todo dependía de Finge. La frase se grabó en su mente y empezó a resonar en un enloquecido ritmo de su cerebro: Todo dependía de Finge... de Finge...

Harlan había evitado cualquier contacto personal con Finge desde su regreso a la Eternidad, después de los días pasados con Noys en el 482.°. A medida que los hábitos y costumbres de la Eternidad recobraban su imperio, volvieron con redoblada fuerza los remordimientos. El incumplimiento del deber que había parecido no importar en el 482.°, ahora en la Eternidad parecía gravísimo.

Envió su informe por el correo neumático en vez de presentarlo personalmente, y se retiró a sus habitaciones privadas. Necesitaba pensar, ganar tiempo para considerar y acostumbrarse a la nueva orientación de su vida.

Finge no le dio tiempo para ello. Se puso en comunicación con Harlan cuando aún no había transcurrido una hora desde que éste enviara su informe.

La imagen del Programador le contemplaba desde la pantalla.

—Esperaba encontrarle en su oficina —dijo.

—Ya he presentado mi informe, señor —dijo Harlan—. El lugar donde espere una nueva misión carece de importancia.

—¿Usted cree?

Finge miró el rollo de láminas metálicas que tenía en su mano, revisando los grupos de perforaciones.

—No creo que esté completo —continuó—. ¿Puedo ir a sus habitaciones?

Harlan vaciló un momento. El Programador era su jefe, y el negarle la entrada en sus habitaciones privadas tendría un tufillo a insubordinación. Le pareció que sería como una confesión de culpabilidad, y no se atrevió.

—Será bien recibido, Programador —contestó Harlan.

La suave elegancia de Finge contrastaba con el severo aspecto del aposento de Harlan. Su siglo 95 natal tendía a lo espartano en el decorado de las viviendas, y Harlan nunca pudo acostumbrarse a otro estilo. Las sillas de tubo metálico estaban revestidas de un material mate al que se había intentado dar aspecto de madera (aunque con poco éxito). En un rincón de la habitación había un pequeño mueble aún más desacorde con las costumbres del Siglo donde se encontraba ahora.

Finge reparó en él al instante.

El Programador tocó el mueble con su dedo rechoncho, como si quisiera probar su consistencia.

—¿Qué material es ése?

—Madera, señor —dijo Harlan.

—¿Es posible? ¿Madera natural? ¡Sorprendente! Supongo que usan la madera en su Siglo natal.

—Ciertamente.

—Comprendo. El reglamento no lo prohibe, Ejecutor.

Finge se limpió el dedo con los pantalones, para quitarse el polvo del objeto que había tocado.

—Aunque no creo aconsejable el dejarse influir por la cultura del Siglo natal de uno. El verdadero Eterno adopta cualquier cultura en donde se encuentre. Por ejemplo, dudo de que yo haya comido con cubierto de energía pura más de dos veces en los últimos cinco años —suspiró Finge—. Y sin embargo, siempre me ha parecido poco limpio permitir que los alimentos entren en contacto con objetos materiales. Pero no me rindo. No me rindo.

Sus ojos se dirigieron de nuevo hacia el objeto de madera, pero ahora mantuvo sus dos manos en su espalda y continuó:

—¿Qué es eso? ¿Para qué sirve?

—Es una librería —dijo Harlan.

Contuvo el impulso de preguntarle a Finge cómo se sentía ahora que sus manos estaban colocadas en el trasero de sus pantalones. ¿No le parecería más limpio que sus vestidos y su mismo cuerpo estuviesen hechos de pura e impoluta energía?

Finge enarcó las cejas.

—Una librería. Por tanto, esos objetos colocados en los estantes deben ser libros, ¿no es así?

—Sí, señor.

—¿Ejemplares auténticos?

—Completamente, Programador. Los he obtenido en el Siglo Veinticuatro. Los pocos que tengo aquí datan del Siglo Veinte. Si... si quiere examinarlos, le ruego que tenga cuidado. Las páginas han sido restauradas e impregnadas, pero no son de metal. Requieren un trato cuidadoso.

—No voy a tocarlas. No tengo ningún deseo de examinarlos. Supongo que aún conservarán el polvo original del Siglo Veinte. Libros auténticos. Las páginas serán de celulosa, ¿no es cierto? Es lo natural —rió Finge.

Harlan asintió.

—Son de celulosa modificada por el tratamiento de impregnación a fin de darles mayor duración. Desde luego.

Respiró hondo, tratando de conservar la calma. Era ridículo identificarse tanto con aquellos libros, sentir que un desprecio hacia ellos era también un desprecio hacia él mismo.

—Me atrevería a decir —continuó Finge, insistiendo en el tema— que todo el contenido de estos libros podría ser microfilmado en dos metros de película y guardado en un dedal. ¿Qué contienen estos libros?

—Son tomos encuadernados de una revista del Siglo Veinte —dijo Harlan.

—¿Usted lee esas cosas?

Harlan contestó con orgullo:

—Éstos son solo algunos volúmenes de la colección completa que poseo. No existe otra colección como ésta en todas las bibliotecas de la Eternidad.

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