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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

El fin de la eternidad (8 page)

BOOK: El fin de la eternidad
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—Como sabe, todos los Siglos conocen la existencia de la Eternidad —empezó Finge—. Saben que controlamos el comercio intertemporal. Creen que ésta es nuestra función principal, lo cual es conveniente para nosotros. También tienen una vaga idea de que estamos aquí para impedir que le ocurra ninguna catástrofe a la Humanidad. Esto es más una superstición que otra cosa, pero es más o menos exacta y también conveniente. Damos a todas las generaciones una imagen paternal y cierta sensación de seguridad. ¿Lo comprende, no es cierto?

Harlan pensó: «¿Me habrá tomado por un Aprendiz?».

Pero asintió brevemente.

Finge continuó:

—Hay algunas cosas, sin embargo, que no deben saber. La más importante, por supuesto, es la forma en que alteramos la Realidad cuando es necesario. La inseguridad que tal información crearía sería muy peligrosa. Es preciso eliminar siempre de todas las Realidades cualquier factor susceptible de hacer que se filtre tal información, y nunca hemos tenido dificultades en conseguirlo. Sin embargo, siempre aparecen otras creencias indeseables sobre la Eternidad, que nacen de tiempo en tiempo en uno u otro Siglo. Normalmente, las creencias más peligrosas son las que tienden a prevalecer entre las clases dominantes de cada época, que son las que tienen más contacto con nosotros y que, al mismo tiempo, suelen arrastrar a lo que se llama la opinión pública.

Finge hizo una pausa, como si esperase que Harlan fuese a hacer algún comentario o pregunta. Pero éste guardó silencio.

Finge continuó:

—Desde el Cambio de Realidad Cuatrocientos treinta y tres-Cuatrocientos ochenta y seis, número de serie F-Dos, que se realizó hace un año... un fisio-año, quiero decir, tenemos pruebas de que se ha incorporado a la Realidad actual una de esas creencias indeseables. He llegado a ciertas conclusiones respecto a la naturaleza de esta creencia y las he presentado al Gran Consejo Pantemporal. El Consejo no se muestra muy dispuesto a aceptarla, pues dependen de la realización de una alternativa del cálculo de programación, cuya probabilidad es extremadamente baja. Antes de poner en práctica mis recomendaciones, se me exige una confirmación por medio de una Observación directa. La misión es de naturaleza muy delicada, y por esta razón he solicitado su ayuda y el Jefe Programador Twissell ha permitido que usted colabore con nosotros. También me he ocupado de localizar a un miembro de la aristocracia actual que hallase interesante o emocionante el trabajar en la Eternidad. La he destinado a esta oficina y la he mantenido bajo estrecha vigilancia para determinar si era adecuada para nuestro propósito...

Harlan pensó: «¡Estrecha vigilancia! ¡Cómo no!».

De nuevo su irritación se dirigía más contra Finge que contra la muchacha.

Finge seguía hablando.

—Por lo visto, ella es lo que necesitamos. Ahora vamos a devolverla a su Tiempo. Usaremos su casa como base, desde donde usted podrá estudiar la vida social de su círculo de amistades. ¿Comprende ahora la razón de tener a esta muchacha aquí, y por qué quiero que usted se aloje en su casa?

Harlan dijo, con no disimulada ironía:

—Lo comprendo perfectamente, puedo asegurárselo.

—Entonces, debe aceptar esta misión.

Harlan salió hecho una fiera. No iba a tolerar que Finge le engañase. Nadie se burlaba de él impunemente.

Sin duda fue el ardor de la batalla, la determinación de derrotar a Finge, lo que le hizo experimentar aquella ansiedad, casi impaciencia, ante la idea de su próximo viaje al 482.°.

No existía otra razón para ello.

5
La Temporal

L
a residencia de Noys Lambent estaba algo aislada, aunque a corta distancia de una de las principales ciudades del Siglo. Harlan conocía muy bien aquella ciudad; la conocía mejor que cualquiera de sus habitantes. En sus Observaciones de exploración dentro de aquella Realidad, había visitado todos los distritos de la ciudad durante todas las décadas dentro de los límites de la Sección.

Conocía la ciudad a la vez en el Espacio y en el Tiempo. Podía imaginarla como una unidad, concebirla como a un organismo vivo, en pleno desarrollo, con sus catástrofes y sus reconstrucciones, sus alegrías y sus penas. Ahora estaba en una semana determinada del Tiempo en aquella ciudad, que era como un fotograma inmovilizado de su lenta vida de acero y hormigón.

Aún más importante, sus exploraciones preliminares se habían centrado de preferencia en los «periecos», los ciudadanos más importantes, que, sin embargo, vivían lejos, en relativo aislamiento.

El 482.° era uno de tantos Siglos en que la riqueza estaba desigualmente distribuida. Los Sociólogos tenían una fórmula para aquel fenómeno (que Harlan había estudiado en los libros, pero que solo comprendía vagamente). La fórmula se reducía a tres ecuaciones, aplicables a cualquier Siglo dado. Para el 482.°, las tres ecuaciones indicaban un desequilibrio casi intolerable. Los Sociólogos meneaban tristemente la cabeza sobre ello y Harlan había oído cómo uno de ellos dijo que cualquier empeoramiento de la situación debido a nuevos Cambios de Realidad, requería la «más estrecha observación».

Sin embargo, una cosa justificaba aquella desfavorable distribución de la riqueza. Llevaba consigo la existencia de una clase social desocupada y brillante, y el desarrollo de un estilo de vida atractivo, protector de la cultura y las artes. Mientras el otro extremo de la escala no estuviese demasiado desfavorecido, mientras las clases desocupadas no olvidasen completamente las responsabilidades inherentes a sus privilegios, mientras su cultura no llevase a extremos perniciosos, la Eternidad prefería tolerar una distribución injusta de la riqueza para dedicarse a corregir otros males menos llamativos.

Contra su voluntad, Harlan empezaba a comprender ese punto de vista. Normalmente sus estancias nocturnas en el Tiempo normal le llevaban a hoteles en los distritos más pobres, donde uno pudiera pasar desapercibido, donde nadie hacía caso de los forasteros, donde una presencia más o menos no significaba nada y, por lo tanto, apenas estremecía la trama de la Realidad. Cuando aun eso era peligroso, cuando existía la posibilidad de que la intrusión sobrepasase el punto crítico e hiciese derrumbarse una parte importante del castillo de naipes de la Realidad, lo corriente era dormir debajo de un seto en el campo.

Y normalmente, primero era preciso explorar más de un seto, para comprobar cuál de ellos no sería visitado durante la noche por granjeros, vagabundos o inclusive perros callejeros.

Pero esta vez, Harlan contemplaba las cosas desde el otro extremo de la escala social. Dormía en una cama, sobre colchón de materia energizada, una rara mezcla de materia y energía que solo estaba al alcance de las clases más ricas de la sociedad. En todos los Tiempos, dicho material era menos corriente que la materia pura, pero más que la energía pura. En todo caso se amoldaba perfectamente al cuerpo de Harlan, firme cuando permanecía quieto y blando cuando rebullía en su sueño.

Harlan hubo de admitir que tales comodidades resultaban atractivas, y comprendió la sabiduría de la Eternidad al disponer que todas las Secciones se adaptaran al término medio de su Siglo, en vez de disfrutar de las máximas comodidades. De este modo, uno podía mantenerse en contacto con todos los problemas del Siglo, sin identificarse demasiado estrechamente con ninguno de sus extremos sociales.

Resultaba fácil, pensó Harlan aquella primera noche, vivir como un aristócrata.

Y antes de quedarse dormido, pensó en Noys.

Soñó que se encontraba en el Gran Consejo Pantemporal, con las manos entrelazadas en gesto severo. Veía a un diminuto, muy diminuto Finge, que escuchaba con horror la sentencia que lo desterraba de la Eternidad, condenado a perpetua Observación en un Siglo arcano del más alejado hipertiempo. Las fatales palabras de la sentencia surgían lentamente de la boca de Harlan, y sentada a su lado estaba Noys Lambent.

Al principio Harlan no se había dado cuenta de ello, pero luego miró de repente hacia ella, y sus palabras se hicieron entrecortadas.

¿Es que los demás no podían verla? Los otros miembros del Gran Consejo miraban fijamente hacia delante, excepto Twissell. Éste se inclinó y le sonrió a Harlan, mirando a través de la muchacha, como si ésta no se encontrase allí.

Harlan quiso ordenarle que se marchase, pero las palabras no brotaban de sus labios. Trató de golpear a la muchacha, pero su brazo se movió despacio, muy despacio y ella no se movió. Seguía inmóvil a su lado. Tenía la piel helada.

Finge ahora se reía, reía, reía...

De súbito se dio cuenta de que estaba despierto y que era Noys la que reía.

Harlan abrió los ojos a la brillante luz del sol y contempló a la muchacha por un momento, antes de darse cuenta de dónde estaban y quién era ella.

—Estaba quejándose y golpeando la almohada —dijo ella—. ¿Acaso tenía una pesadilla?

Harlan no contestó.

—Su baño está preparado. También sus nuevas ropas. He enviado las invitaciones para la fiesta de esta noche. Me parece extraño volver a mi vida pasada, después de haber permanecido tanto tiempo en la Eternidad.

A Harlan le molestó aquella voluble charla.

—Supongo que no les habrá dicho quién soy —dijo.

—Por supuesto que no.

¡Por supuesto! Finge habría cuidado de aquel pequeño detalle hipnotizándola ligeramente, si fuera necesario.

Aunque era posible que no lo considerase necesario. Al fin y al cabo, la había tenido bajo «su estrecha vigilancia».

Aquella idea le molestó.

—Preferiría que me dejaran a solas siempre que fuese posible —dijo.

Ella lo miró un momento, indecisa, y luego se alejó sin pronunciar palabra.

Malhumorado, Harlan consumó el rito matinal de lavarse y vestirse. No le entusiasmaba la idea de una reunión nocturna. Procuraría no hablar ni moverse; era preciso convertirse en un accesorio de las paredes. Su verdadera función era la de ser todo ojos y oídos. Para ligar estos sentidos con el informe final estaba su mente, que no debía proponerse otro objetivo.

Como Observador, normalmente no le molestaba desconocer cuál era el propósito final de sus investigaciones. Cuando era Discípulo le habían enseñado que un Observador no debía tener ideas preconcebidas sobre la información pedida o las conclusiones que se esperaban de él. Se les decía que cualquier información previa solo serviría para deformar sus impresiones, por mucho que tratase de ser imparcial.

Pero bajo las circunstancias en que se encontraba ahora, aquella ignorancia era irritante. Harlan sospechaba que en realidad no pasaba nada anormal, sino que le habían convertido en peón del juego de Finge. Y además Noys...

Contempló con ira su propia imagen tridimensional, proyectada por el Reflector. Los ajustados vestidos del 482.°, de brillantes colores y desprovistos de costuras, le daban un aspecto ridículo, pensó.

Noys Lambent llegó a su lado cuando terminaba el solitario desayuno que le fue servido por un Mekkano.

—Estamos en junio, Ejecutor Harlan —dijo Noys sin aliento.

—No mencione mi título aquí —dijo Harlan con severidad—. ¿Qué pasa si estamos en junio?

—Pero, ¿no lo comprende? Fue en febrero cuando ingresé en la Eternidad, y de eso no hace sino un mes —dijo ella en tono de sorpresa.

Harlan arrugó la frente.

—¿En qué año estamos?

—¡Ah! El año es el mismo.

—¿Está segura?

—Completamente. ¿Acaso ha ocurrido algún error?

Noys tenía la costumbre desconcertante de ponerse muy cerca de él para hablarle, y su ligero ceceo (una costumbre de aquel Siglo, no exclusiva de ella) hacía que su voz pareciera la de una niña. Pero a él no le engañaba. Se apartó con rápido gesto.

—No hay ningún error. Nos han situado en este Tiempo porque es el más adecuado. En la Realidad, usted ha estado aquí durante todo ese tiempo.

—¿Cómo es posible? —pareció asustarse—. No recuerdo nada de eso. ¿Cómo pueden existir dos personas idénticas al mismo tiempo?

Harlan se sintió más irritado de lo que justificaba la pregunta. No era fácil explicar los microcambios causados por cada una de las interferencias con el Tiempo, los cuales podían alterar la vida de algunas personas sin efectos apreciables en el conjunto del Siglo. Hasta los Eternos olvidaban a veces la diferencia que existía entre los microcambios (con «c» minúscula) y los Cambios (con «C» mayúscula) que alteraban completamente la Realidad.

—La Eternidad sabe lo que hace —dijo Harlan—. No pregunte demasiado.

Lo dijo con orgullo, como si él fuese un Jefe Programador y hubiera decidido personalmente que aquel mes de junio era el momento adecuado, y que el microcambio producido por el lapso de aquellos tres meses no podía convertirse en un Cambio de Realidad.

—Entonces, he perdido tres meses de mi vida —dijo ella.

Harlan suspiró.

—Sus desplazamientos a través del Tiempo no tienen nada que ver con su edad fisiológica.

—Bien, ¿es verdad o no?

—Verdad o no, ¿el qué?

—Que se han perdido tres meses.

—¡Por Cronos!, señorita, ya se lo he explicado. No ha perdido ninguna parte de su vida. Nunca podrá perderla.

Ella dio un paso atrás ante sus gritos, y de repente, se echó a reír.

—Tiene un acento muy gracioso, especialmente cuando está enfadado.

Harlan frunció el ceño. ¿Qué significaba aquello? Su conocimiento del idioma del Siglo 482 era tan bueno como el de cualquiera en la Sección. Probablemente mejor.

¡Qué muchacha más estúpida! Menos mal que ya se había marchado.

Se volvió de nuevo hacia el Reflector, contemplando su propia imagen. Observó que tenía una profunda arruga vertical entre los ojos.

Pasó la mano para alisarla y pensó: «Mi rostro no es nada atractivo. Los ojos demasiado pequeños, las orejas salientes y la barbilla es demasiado grande».

Nunca le había preocupado aquello, pero ahora se le ocurrió, de repente, que resultaría muy agradable tener un rostro hermoso.

A última hora de la noche, después de la fiesta, Harlan empezó a preparar sus notas sobre las conversaciones que había oído, mientras todo ello aún estaba fresco en su mente.

Como de costumbre en casos semejantes, usaba una grabadora molecular fabricada en el Siglo 55. Era un cilindro delgado, de unos diez centímetros de largo por dos de diámetro, y de color castaño oscuro. Cabía fácilmente en cualquier bolsillo o en el forro del vestido, según el estilo del traje, o bien podía usarse suspendido del cinturón, de un botón o de la muñeca.

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