Hizo una pausa y luego agregó, casi en son de excusa:
—No te importa que te lo cuente así, ¿verdad? Como si yo no figurara en el asunto siquiera... Es así como lo veo ahora al mirar hacia atrás y recordar a esos dos muchachos. Casi me olvido de que uno de ellos era... Enrique Rayburn.
—Cuéntalo como mejor te parezca —le contesté.
Y él prosiguió:
—Fuimos a Kimberley... la mar de orgullosos con nuestro hallazgo. Llevábamos una magnífica colección de diamantes para someter a los expertos. Y entonces, en el hotel de Kimberley, la conocimos... —Se detuvo como si reflexionara.
Sentí que mis músculos se tornaban rígidos, y la mano que apoyaba en la jamba de la puerta, se me crispó involuntariamente.
—Anita Grünberg..., ése era su nombre. Y era actriz. Muy joven y muy hermosa. Nacida en África del Sur, de madre húngara, si no me equivoco. La rodeaba cierta aureola de misterio y eso, naturalmente, aumentó sus atractivos para dos muchachos que acababan de regresar de la selva. Debió de encontrar muy fácil su tarea. Los dos nos enamoramos de ella en seguida. Y a los dos nos dio la cosa muy fuerte. Era la primera sombra que jamás se había interpuesto entre nosotros, no obstante lo cual, nuestra amistad no se debilitó. Estoy convencido de que cada uno de nosotros estaba dispuesto a echarse a un lado y dejar que triunfara el otro. Pero no era eso lo que ella quería. Algún tiempo después me pregunté por qué había sido, ya que el hijo único de sir Lorenzo Eardsley resultaba un magnífico partido. La verdad era, sin embargo, que ella estaba casada ya, con una especie de clasificador de piedras, empleado en De Beers..., aunque nadie tenía el menor conocimiento de ello. Fingió interesarse enormemente por nuestro descubrimiento y nosotros se lo contamos todo, y hasta le enseñamos los diamantes. Dalila..., ¡ése debía de haber sido su nombre! Y supo desempeñar muy bien su papel.
»Fue descubierto el robo cometido en De Beers, y la policía cayó sobre nosotros como un alud. Se apoderaron de nuestros diamantes. Al principio nos reímos... ¡era tan absurdo aquello! Luego los diamantes fueron presentados ante el tribunal. Y no cabía la menor duda de que se trataba de las piedras robadas en De Beers... Anita Grünberg había desaparecido. Había logrado hacer la sustitución con mucha habilidad, y cuando dijimos que aquéllas no eran las piedras que nosotros habíamos tenido, se burlaron.
»Sir Lorenzo Eardsley tenía una influencia enorme. Consiguió que se retirara la acusación. Pero no consiguió con ello que se borrara la mancha que había caído sobre el nombre de los dos jóvenes y por poco se le partió el corazón. Tuvo una entrevista con su hijo, en la que le colmó de increíbles reproches. Había hecho todo lo posible por salvar el nombre de la familia; pero desde aquel día, su hijo había dejado de serlo. Renegaba de él por completo. Y el joven, orgulloso, de un amor propio exagerado, guardó silencio, negándose a protestar de su inocencia en vista de la incredulidad del padre. Salió furioso de la entrevista. Su amigo le estaba aguardando. Una semana más tarde
se
declaró la guerra. Los dos amigos se alistaron juntos. Ya sabes lo que sucedió. El mejor amigo que haya tenido jamás hombre alguno halló la muerte, en parte, por su temeraria locura. Se empeñó en correr riesgos innecesarios. Murió con el nombre deshonrado...
»Te juro, Anita, que si le guardé rencor a la mujer fue principalmente por mi amigo. A él le había afectado mucho más profundamente que a mí. Yo había estado locamente enamorado de ella durante un momento..., hasta creo que yo la asustaba a veces. En el caso de él, sin embargo, el sentimiento era menos vehemente aunque más profundo. Había sido para él el mismo centro del Universo... el eje alrededor del cual giraban todos sus anhelos. Su traición le arrancó las mismísimas raíces de la existencia. El golpe le aturdió, le dejó paralizado.
Enrique hizo una pausa. Después de un par de minutos, prosiguió:
—Como sabes, se me dio por «desaparecido, presuntamente muerto». Jamás me molesté en corregir el error. Tomé el nombre de Parker y me vine a esta isla, que conocía de antiguo. Al principiar la guerra había tenido la esperanza y la ambición de demostrar mi inocencia; pero luego, mi espíritu pareció haber muerto. Me decía: «¿De qué sirve?» Mi amigo había muerto. Ni él ni yo teníamos pariente alguno vivo a quien pudiera importarle. A mí se me creía muerto también. Que siguieran creyéndolo. Llevé una existencia apacible aquí, ni feliz ni desgraciada. Tenía entumecida la facultad de sentir. Ahora comprendo, aunque no me di cuenta de ello por entonces, que tal sensación era, en parte, el resultado lamentable producido por la guerra.
»Un día, sin embargo, sucedió algo que me despertó de nuevo. Había accedido a llevar a un grupo de gente en mi canoa automóvil río arriba y estaba de pie en el embarcadero ayudándolos a subir a bordo, cuando uno de los hombres soltó una exclamación de sobresalto. Me fijé en él. Era un hombrecillo pequeño, delgado, con barba, y que me estaba mirando con la misma expresión que si viera a un fantasma. Tan profunda era su emoción, que despertó mi curiosidad, hice averiguaciones en el hotel y descubrí que se llamaba Carton, que era oriundo de Kimberley y que trabajaba de clasificador de diamantes en las minas de De Beers. Entonces renació en mí la antigua sensación de agravio. Abandoné inmediatamente la isla y me marché a Kimberley.
«Pude descubrir muy poco más de él, no obstante. Acabé por decidir entrevistarme con él aunque fuera a la fuerza. Me llevé el revólver. Lo poco que había visto de él me había bastado para darme cuenta de que era un cobarde. En cuanto nos encontramos cara a cara, vi que me tenía miedo. No me costó trabajo obligarle a decirme cuanto sabía. Él había tenido parte en el robo y Anita Grünberg era su esposa. Nos había visto una vez a los dos cuando comíamos con ella en el hotel y como leyera más tarde la noticia de mi muerte, le había causado sobresalto verme, de pronto, en las Cataratas. Anita y él se habían casado muy jóvenes; pero la mujer no había tardado en separarse de su esposo. Había caído en mala compañía, según él. Fue entonces cuando oí hablar del «Coronel» por primera vez. Carton no había tomado parte en ningún asunto más que aquél. Me lo juró con toda solemnidad. Y me incliné a creerle. Era demasiado cobarde para poder triunfar como criminal.
»Se me antojaba a mí que aún me estaba ocultando algo. Para comprobarlo, amenacé con meterle un tiro allí mismo; diciéndole que me importaba muy poco lo que fuera de mi vida. Loco de terror, me contó otra historia. Parece ser que Anita Grünberg no se fiaba del todo del «Coronel». Al fingir entregarle todas las piedras que había hallado en el hotel, retuvo algunas en realidad. Carton, gracias a sus conocimientos técnicos, supo aconsejarle cuáles quedarse. Si fueran presentadas aquellas piedras alguna vez, eran tales su color y calidad, que sería muy fácil identificarlas y los expertos de De Beers reconocerían inmediatamente que aquellos diamantes jamás habían pasado por sus manos. De esa manera, habría pruebas de que la sustitución que habíamos alegado era un hecho, mi nombre quedaría rehabilitado y las sospechas recaerían sobre quien correspondiese. Entendí que, contrario a su costumbre, el propio «Coronel» había tomado parte activa en el asunto. Por consiguiente, Anita estaba segura de que poseía un arma contra él si algún día la necesitaba. Carton me propuso entonces que llegara a un acuerdo con Anita Grünberg, o Nadina, como se hacía llamar ahora. El opinaba que estaría dispuesta, a cambio de una buena cantidad de dinero, a entregar las piedras y traicionar a su jefe, le cablegrafiaría inmediatamente.
»Yo seguía desconfiando de Carton. Era hombre fácil de asustar, pero de los que en su terror, diría tantas mentiras que costaría un trabajo enorme saber qué detalle creer. Volví al hotel y aguardé. A la tarde siguiente, calculé que ya habría tenido tiempo de recibir respuesta a su cablegrama. A mí me olió mal la cosa. Descubrí, justamente a tiempo, que en realidad iba a salir para Inglaterra a bordo del
Castillo de Kilmorden
que zarpara de Ciudad de El Cabo un par de días más tarde. Aún me quedaba tiempo de hacer el viaje a Ciudad de El Cabo y embarcar en el mismo vapor y seguir mis averiguaciones.
»No tenía la menor intención de alarmar a Carton dejándome ver a bordo. Había tomado parte en muchas representaciones teatrales durante mis días universitarios y no me costó gran trabajo transformarme en un caballero barbudo de edad madura. Esquivé cuidadosamente a Carton en el barco, permaneciendo en mi camarote todo el tiempo posible, so pretexto de indisposición.
»Le seguí sin dificultad cuando llegamos a Londres. Se fue derecho a un hotel y no salió hasta el día siguiente. Yo iba detrás de él. Marchó a las oficinas de un corredor de fincas de Knightsbridge. Allí pidió pormenores de las casas que hubiera por alquilar a orillas del río.
»Yo me acerqué a otra mesa a preguntar por una casa también. De pronto entró Anita Grünberg, Nadina... o lo que quieras llamarla. Soberbia, insolente y casi tan bella como siempre. ¡Dios! ¡Cómo la odiaba! Hela aquí, la mujer que había obrado mi ruina y que había sido también la ruina de un hombre mejor que yo. En aquel momento hubiese sido capaz de asirla por el cuello y estrangularla milímetro a milímetro. Durante unos instantes me cegué. Fue la voz de ella la que oí a continuación... alta y clara, y con un acento extranjero exagerado: La Casa del Molino, Marlow, propiedad de sir Eustace Pedler. Suena como si pudiera ser lo que busco. Sea como fuere, voy a visitarla.
»El agente le extendió la orden y ella volvió a salir, con sus aires insolentes y de reina. No habla dado la menor muestra de reconocer a Carton. No obstante, estaba convencido de que aquel encuentro allí obedecía a un plan preconcebido. Entonces fui un poco precipitado en mis conclusiones. Como no sabía que sir Eustace estaba en Carmes, creí que aquella busca de casa era simple pretexto para entrevistarse con él en la Casa del Molino. Yo sabía que él había estado en África del Sur por la época del robo y, no habiéndole visto jamás, llegué a la conclusión que él debía de ser el misterioso «Coronel» del que tanto había oído hablar.
»Seguí a mis dos sospechosos por Knightsbridge. Nadina entró en el Hotel de Hyde Park. Apreté el paso y entré tras ella. Se metió en el restaurante y decidí no correr el riesgo de que me reconociera en aquellos instantes, sino continuar siguiendo a Carton. Tenía grandes esperanzas de que iba a buscar los diamantes y de que, sí me presentaba yo de pronto y me daba a conocer cuando menos lo esperase, tal vez consiguiera hacerle decir la verdad completa. Le seguí a la estación del «Metro» de Hyde Park Corner. Lo vi solo a un extremo del andén. Había una muchacha cerca de él; pero nadie más. Decidí abordarle allí mismo. Ya sabes lo que ocurrió. La sorpresa de ver allí a un hombre a quien creía en África del Sur le hizo perder la cabeza y retroceder. Siempre había sido un cobarde. So pretexto de ser médico, conseguí registrarle los bolsillos. Llevaba una cartera con billetes y un par de cartas sin importancia, un rollo de película que debí dejar caer en alguna parte más tarde, y un papel en que se daba una cita para el veintidós a bordo del
Castillo de Kilmorden
. En mis prisas por alejarme antes de que me parase nadie, dejé caer el papel en cuestión también, pero por fortuna recordé las cifras.
Entré en el guardarropa más cercano y me quité apresuradamente la caracterización. No tenía el menor deseo de que se me echara el guante por haber registrado y confiscado algunas cosas a un cadáver. Luego volví al Hotel Hyde Park. Nadina estaba comiendo aún. No es preciso que describa detalladamente cómo la seguí hasta Marlow. Entró en la casa y yo hablé con la mujer del pabellón, fingiendo que acompañaba a Nadina. A continuación entré yo también.
Calló. Hubo un silencio cargado de electricidad.
—Me creerás, Anita, ¿verdad? Te juro ante Dios que lo que voy a decirte es verdad. Entré en la casa tras ella con pensamientos homicidas. Y... ¡la encontré muerta! Estaba en el cuarto del primer piso... ¡Dios! Fue horrible. Muerta... Y no había ni rastro de ninguna otra persona en la casa. Me di cuenta en seguida, claro está, de la terrible situación en que me hallaba. Mediante un golpe maestro, la presunta víctima del chantaje había logrado deshacerse de la chantajista y suministrar, al propio tiempo, otra víctima a quien pudiera achacársele el crimen. Se veía bien clara la mano del «Coronel» en todo aquello. Por segunda vez era yo víctima suya. ¡Imbécil de mí, que tan fácilmente me había metido en una trampa!
«Apenas sé lo que hice a continuación. Logré salir de la finca con aspecto relativamente normal; pero comprendí que no tardaría en descubrirse el crimen y ser telegrafiada mi descripción a todas partes.
«Permanecí escondido unos días sin atreverme a moverme. Por último, la casualidad vino en mi ayuda. Sorprendí una conversación entre dos hombres de edad madura en plena calle. Uno de ellos resultó ser sir Eustace Pedler. Se me ocurrió inmediatamente la idea de irme con él como secretario. El fragmento de conversación que había oído me proporcionó el medio de conseguirlo. Ya no estaba yo tan seguro de que sir Eustace Pedler fuera el «Coronel». Quizá se habría escogido su casa como punto de cita por azar... o por algún motivo que yo no lograba desentrañar pese a mi mucho reflexionar.
—¿Sabías tú —le interrumpí— que Guy Pagett se hallaba en Marlow el día del asesinato?
—Así queda aclarado entonces. Yo le hacía en Cannes con sir Eustace.
—Se le suponía en Florencia..., pero, desde luego,
allí
no estuvo jamás. Estoy casi segura de que se hallaba en Marlow. Sólo que, claro está, no puedo demostrarlo.
—¡Y pensar que nunca sospeché de Pagett ni un instante hasta la noche en que intentó tirarte al mar! Ese hombre es un actor maravilloso.
—¿Verdad que sí?
—Así se explicaba que se escogiera la Casa del Molino. Seguramente Pagett podría entrar en ella y salir, sin ser observado. Es natural, además, que no se opusiera a que yo acompañase a sir Eustace a bordo. En efecto, Nadina no se presentó en el lugar de la cita con los diamantes, como habían esperado que hiciese. Me figuro que, en realidad, sería Carton quien los tuviera y que los habría escondido a bordo del
Kilmorden
, así se explica su parte en el asunto. Esperaban que pudiera tener yo algún indicio del lugar en que se hallaban escondidos. Mientras el «Coronel» no consiguiera apoderarse de los diamantes, seguiría corriendo peligro... Por eso tenía tantos deseos de apoderarse de ellos costara lo que costase. Lo que no sé es dónde demonios los escondería Carton, si es que de veras los escondió.