Extracto del diario de sir Eustace Pedler
Como ya observé en otra ocasión, soy esencialmente un hombre de paz. Añoro una vida tranquila; y eso es precisamente lo que no parece haber manera de que obtenga. Siempre me encuentro en el centro de tempestades y alarmas. El alivio que experimenté al separarme de Pagett y sus aficiones a meterse en todo fue enorme y la señorita Pettigrew es indudablemente una mujer muy útil. Aunque no tiene nada de hurí, posee aptitudes y facultades de incalculable valor. Es cierto que me molestó un poco el hígado en Bulawayo y que me porté como un oso; pero sírvame de adicional excusa que pasé una noche agitada en el tren. A las tres de la madrugada un joven exquisitamente vestido, que parecía el protagonista de una opereta del Oeste, penetró en mi compartimiento y me preguntó que dónde iba. Sin hacer caso de mi primer murmullo de «Té... y por lo que más quiera, démelo sin azúcar», repitió su pregunta, haciendo resaltar el hecho de que no era un camarero, sino un funcionario del Departamento de Inmigración.
Logré convencerle por fin de que no padecía enfermedad contagiosa alguna; de que visitaba Rhodesia con las intenciones más puras del mundo e incluso satisfice su curiosidad hasta el punto de darle mi nombre y apellido y decirle cuál era mi lugar de nacimiento. A continuación intenté dormir un poco; pero un idiota bien intencionado me despertó a las cinco y media para darme una taza de azúcar líquido a la que él llamaba té. No creo que se la tirara a la cabeza; pero sé que eso era lo que tenía ganas de hacer. Me trajo té sin azúcar, frío por completo, a las seis, y entonces me quedé dormido, completamente exhausto para despertarme de nuevo en las afueras de Bulawayo y verme cargado con una jirafa de madera, de mil demonios, que era todo patas y cuello.
Si exceptuamos estos contratiempos, toda había marchado la mar de bien. De pronto, ocurrió una nueva calamidad.
Fue la noche de nuestra llegada a las Cataratas. Estaba dictándole a la señorita Pettigrew en mi salita, cuando la señorita Blair irrumpió súbitamente en el cuarto sin una palabra de excusa y vestida de una manera bastante comprometedora.
—¿Dónde está Anita? —exclamó.
Bonita pregunta que hacer. Como si yo fuera responsable de la muchacha. ¿Qué esperaba ella que creyese la señorita Pettigrew? ¿Qué tenía la costumbre de sacarme a Anita Beddingfeld del bolsillo a eso de medianoche? Muy comprometedor para un hombre de mi posición social.
—Supongo —le respondí con frialdad— que se encuentra en su lecho.
Carraspeé y miré a la señorita Pettigrew, para darle a entender que estaba dispuesto a continuar dictando. Confiaba que la señora Blair sabría comprender la indirecta. No hizo tal cosa. En lugar de irse, se dejó caer en una silla y movió un pie enzapatillado con agitación.
—No está en su cuarto. He estado allí. Tuve un sueño... un sueño horrible... Soñé que corría un horrendo peligro. Me levanté y me dirigí a su cuarto, nada más por tranquilizarme. No estaba allí y la cama estaba sin deshacer.
Me miró suplicante.
—¿Qué hago, sir Eustace?
Reprimí el deseo de contestar: «Váyase a la cama y no se preocupe. Una joven como Anita Beddingfeld sabe cuidarse divinamente sin ayuda de nadie.» Fruncí el entrecejo.
—¿Qué dice Race a todo esto?
—¿Por qué había de librarse Race de que le importunasen? ¡Que sufriera algunos de los inconvenientes, así como de las ventajas de la sociedad femenina!
—No le encuentro por parte alguna.
Era evidente que pensaba pasarse la noche en vela. Suspiré y me senté a mi vez.
—No veo yo qué motivos tiene usted para agitarse de esa manera —dije, haciendo alarde de paciencia.
—Mi sueño...
—¡Las especias que nos pusieron en la cena!
—¡Oh, sir Eustace!
La mujer se indigno de verdad. Y, sin embargo, todo el mundo sabe que las pesadillas son consecuencia de la falta de moderación en las comidas.
—Después de todo —continué persuasivo—, ¿por qué no han de salir Ana Beddingfeld y el coronel Race a dar un paseíto sin que se alborote el hotel por ello?
—¿Usted cree que han salido a dar un paseo juntos? ¡Si son más de las doce!
—Cuando uno es joven —murmuré— hace esas tonterías... Aun cuando Race es indudablemente lo bastante viejo para tener un poco más de sentido común.
—¿De veras cree usted eso?
—Nada me extrañaría que hubiesen huido juntos con el propósito de hacer una boda romántica —proseguí, consolador, aunque me daba perfecta cuenta de que estaba diciendo una estupidez.
Porque después de todo, en un lugar como éste, ¿adonde puede uno huir?
No sé cuánto tiempo más me hubiese pasado diciendo sandeces de no haber entrado en aquel momento Race. Yo había tenido razón en parte por lo menos; él había salido a dar un paseo; pero no se había llevado a Anita consigo. No obstante, yo no había sabido hacer frente como era debido a la situación. No tardaron en demostrármelo. Race volvió el hotel del revés en tres minutos. Jamás he visto hombre más disgustado.
El suceso es extraordinario. ¿A dónde marchó la muchacha? ¿Salió del hotel completamente vestida, a eso de las once menos diez, y ya no se la volvió a ver? La idea de que haya podido suicidarse parece imposible. Era una de esas jóvenes enérgicas que están enamoradas de la vida y que no tienen la menor intención de abandonarla. No había tren alguno, en ninguna dirección, hasta el mediodía de mañana. Conque no puede haber abandonado el lugar. ¿Dónde diablos puede haberse metido entonces?
Race estaba completamente fuera de sí, ¡pobre hombre! No ha perdonado medida alguna. Todos los comisarios del distrito o como quiera que se llamen, en centenares de millas a la redonda, han sido movilizados. Los indígenas especializados en seguir huellas han corrido por todas partes a cuatro patas. Todo lo que puede hacerse se está haciendo. Pero sin hallarse rastro de Ana Beddingfeld. La teoría que más partidarios halla es la de que era sonámbula. Hay señales en el camino, cerca del puente, que parecen indicar que la muchacha se despeñó con toda deliberación. Si eso es cierto, tiene que haberse hecho pedazos contra las rocas del fondo. Por desgracia, un grupo de turistas al que se le ocurrió ir por allá a primera hora del lunes, borró la mayor parte de las huellas.
No me parece a mí teoría muy satisfactoria. De joven siempre me decían que los sonámbulos no podían hacerse daño, que el instinto les protegía. No creo que la teoría le satisficiera a la señora Blair tampoco.
No entiendo a esa mujer, a cambiado por completo su actitud hacia Race. Le vigila ahora como el gato al ratón y le cuesta verdaderos y evidentes esfuerzos el mostrarse cortés con él. ¡Con lo amigos que eran! En conjunto, no parece la misma mujer. Se muestra nerviosa e histérica y se sobresalta y da brincos al menor sonido. Empiezo a creer que ya va siendo hora de que marche a Jo'burg.
Ayer corrió el rumor de que existía una isla misteriosa en la parte alta del río y que en ella se hallaban un hombre y una mujer. Race se excitó mucho. Resultó ser una falsa alarma, sin embargo. El hombre vive en la isla desde hace muchos años y es muy conocido del director del hotel. Conduce a grupos de turistas y les enseña cocodrilos e hipopótamos. Creo que tiene un cocodrilo domesticado al que le ha enseñado a morder trozos de la embarcación de vez en cuando. Luego lo aparta con un bichero y los turistas adquieren el convencimiento de que han llegado a un punto completamente salvaje por fin. No se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo lleva la muchacha allí, pero parece bastante claro que no puede tratarse de Ana, y por delicadeza, a nadie le gusta meterse en los asuntos de los demás. De hallarme yo en el lugar de esa joven, echaría a Race de la isla a puntapiés, sin duda alguna, si se acercaba a hacerme preguntas acerca de mis asuntos.
Más tarde.
Ha quedado acordado definitivamente que saldré para Johannesburgo mañana. Race me insta a que lo haga. Las cosas se están poniendo muy feas allí, según oigo decir, pero más vale que vaya antes de que se pongan peor. Seguramente me pegará un tiro algún huelguista después de todo. La señora Blair había de acompañarme; pero cambió de opinión en el último instante y decidió quedarse en las Cataratas. Parece como si no pudiera resignarse a perder de vista a Race. Vino a verme esta noche y dijo, con cierto titubeo, que tenía que pedirme un favor. ¿Querría hacerme cargo de las cosas que había comprado para recuerdo?
—¿Los animales? —pregunté, alarmado.
Siempre he tenido el presentimiento de que acabarían cargándome con ellos tarde o temprano.
A última hora, llegamos a un acuerdo. Me hice cargo de dos cajas de madera pequeñas, que contenían artículos frágiles. Un almacén de aquí se cuidará de empaquetar los animales en grandes cajas de embalaje y de enviarlos a Ciudad de El cabo por tren, donde Pagett mirará de hacerlas almacenar.
La gente encargada de empaquetarlos dice que son de una forma un poco complicada y que habrá que hacer cajones especiales para ellos. Le hice ver a la señora Blair que, para cuando regrese a su casa, los animalitos en cuestión le habrán costado más de una libra esterlina cada uno.
Pagett se consume de impaciencia por reunirse conmigo en Jo’burg. Usaré las cajas de la señora Blair como excusa para obligarle a permanecer en Ciudad de El Cabo. Le he escrito diciéndole que ha de recibir las cajas en cuestión y cuidarse de que sean colocadas en lugar seguro, porque contienen curiosidades de inmenso valor.
Conque todo está arreglado y la señorita Pettigrew y yo nos vamos solitos. Y todo el que haya visto a la señorita Pettigrew reconocerá que dicha dama no corre el menor peligro en mi compañía.
Johannesburgo, 6 marzo
Hay algo en la situación de aquí, que dista mucho de ser saludable. Si me es lícito emplear una frase que he leído con frecuencia, diré que vivimos al borde de un volcán. Grupos de huelguistas (o de los hombres que dicen serlo) patrullan por las calles y le dirigen a uno miradas asesinas. Están escogiendo a los capitalistas para cuando llegue la hora de la matanza, supongo. No puede uno ir en taxi. Si uno monta, los huelguistas le vuelven a sacar. Y los hoteles nos anuncian, agradablemente, que cuando se acabe la comida, nos echarán a todos a la calle.
Me encontré con Reeves, mi amigo el laborista del
Kilmorden
, anoche. Está más acobardado que hombre alguno que haya conocido yo jamás. Se parece a toda esta gente. Todos ellos sueltan discursos inflamatorios inacabables, con fines políticos exclusivamente. Y luego se arrepienten de haberlos soltado. Anda la mar de ocupado ahora corriendo de un lado para otro y diciendo que no es suya la culpa de lo ocurrido en realidad. Cuando me encontré con él, estaba a punto de marcharse a Ciudad de El Cabo, donde tiene la intención de soltar un discurso en holandés, que durará tres días, justificándose y haciendo resaltar que las cosas que él dijo querían decir algo completamente distinto. Así, me alegro de no tener que sentarme en los estrados de la Asamblea Legislativa de África del Sur. Bastante mala es ya la Cámara de los Comunes; pero por lo menos, sólo usamos un idioma y hay ciertas restricciones a lo que se refiere a la longitud de los discursos. Cuando visité la Asamblea antes de salir de Ciudad de El Cabo, escuché a un caballero entrecano, de bigote lacio, que se parecía una barbaridad a la Tortuga de
Alicia en el País de las Maravillas
. Desgranaba sus palabras, una por una, de una manera la mar de melancólica. De vez en cuando lograba imbuirse de nuevas energías para continuar hablando mediante una exclamación que sonaba algo así como:
Plat Skitl
, y que pronunciaba con una vehemencia que contrastaba con el resto de su discurso. Cuando lo hacía, la mitad de su auditorio gritaba: «¡Guau! ¡Guau!», qué, posiblemente, será el equivalente a «¡Bien!, bien!», en holandés. Y la otra mitad se despertaba con sobresalto del agradable sueño que había estado echando. Se me dio a entender que el caballero aquel llevaba hablando tres días, por lo menos. Deben de tener la mar de paciencia en África del Sur.
He inventado tareas sin fin para que Pagett no se mueva de Ciudad de El Cabo; pero la fertilidad de mi imaginación ha acabado agotándose y viene a reunirse conmigo mañana con el mismo ánimo que el perro que acude a morir al lado de su amo. ¡Con lo bien que marchaban mis «Reminiscencias»! ¡Había inventado unas cosas extraordinariamente graciosas e ingeniosas que los cabecillas de la huelga me habían dicho a mí, y que yo había dicho a los cabecillas de la huelga!
Esta mañana se entrevistó conmigo un funcionario del Gobierno. Se mostró cortés, persuasivo, y misterioso. Empezó haciendo alusión a mi exaltada posición y a mi importancia. Y sugirió que me trasladara, o me dejara trasladar por él a Pretoria.
—Así, pues, ¿espera usted jaleo? —pregunté.
La contestación que me dio estaba concebida en términos tales, que nada en absoluto significaban. Conque deduje que esperaba que hubiese jaleo muy serio. Le insinué que su Gobierno estaba dejando que las cosas fuesen demasiado lejos.
—A un hombre —dijo sentenciosamente el otro— se le puede dejar obrar libremente para que él mismo se eche la zancadilla.
—En efecto... en efecto...
—No son los huelguistas los que arman el jaleo. Existe una organización que los azuza y apoya. Están entrando armas y explosivos en grandes cantidades y hemos logrado apoderarnos de ciertos documentos que derraman mucha luz sobre los métodos empleados para importarlos. Tienen una clave especial «Patatas» significa «detonadores»; «coliflor», «escopetas», otras legumbres representan distintos explosivos.
—Es muy interesante todo esto —comenté.
—Aún hay más, sir Eustace: tenemos toda suerte de razones para creer que el hombre que lo dirige todo, el genio organizador, se halla actualmente en Johannesburgo.
Me miró con tal fijeza al decirlo, que empecé a temer que me creyera a mí el genio en cuestión. Empecé a sudar al pensarlo y me arrepentí de haber concebido la idea de inspeccionar una revolución miniatura.
—No funcionan trenes entre Jo'burg y Pretoria —continuó—; pero puedo arreglar las cosas para que marche usted en automóvil particular. Pero si le detuvieran por el camino, puedo suministrarle dos pases distintos: un salvoconducto del Gobierno de la Unión y otro en el que se diga que es usted un turista inglés que no tiene nada que ver con la Unión.