—¿Y Enrique?
—Tengo demasiado buen corazón para separar a dos novios jóvenes. Quedará él en libertad también..., con la condición, claro está, de que ninguno de los dos me estorbe en el porvenir.
—¿Y qué garantía tengo yo de que cumplirá usted su parte del compromiso?
—Ninguna, amiga mía. Tendrá que fiarse de mí y confiar en que sabré cumplir mi palabra. Claro está que si se encuentra usted de un humor heroico y prefiere la aniquilación, eso es otra cosa.
Aquello era lo que yo había andado buscando. Tuve muy buen cuidado de no aceptar demasiado aprisa. Me dejé convencer gradualmente, con promesas y amenazas. Escribí al dictado de sir Eustace:
«Querido Enrique:
»Creo ver una probabilidad de dejar demostrada tu inocencia sin que subsista la menor duda. Haz el favor de seguir al pie de la letra mis instrucciones. Dirígete a la tienda de curiosidades de Agrasato. Pide ver algo "que se salga de lo corriente", "para una ocasión especial". El propietario te pedirá entonces que pases a la trastienda. Acompáñale. Encontrarás un mensajero que te conducirá a mi lado. Haz exactamente lo que él te diga. No dejes de traerte los diamantes. Ni una palabra a nadie.»
Sir Eustace calló.
—Dejo los adornos a capricho suyo —dijo—. Pero procure no cometer ningún error.
—Bastará que ponga «Tuya eternamente, Anita» —le contesté.
Escribí las palabras. Sir Eustace tomó la carta y la leyó de cabo a rabo.
—Parece bien —dijo—. Ahora las señas.
Se las di. Eran las de una tiendecita que se encargaba de recibir correspondencia para cualquiera a un precio económico.
Hizo sonar el timbre que tenía sobre la mesa. Contestó a la llamada Chichester-Pettigrew, alias Minks.
—Esta carta ha de expedirse inmediatamente... por la ruta de costumbre.
—Está bien, «Coronel».
Miró el nombre del sobre. Sir Eustace le estaba observando atentamente.
—Un amigo suyo, ¿verdad?
—¿Mío?
El hombre pareció sobresaltarse.
—Sostuvo una prolongada conversación con él en Johannesburgo ayer.
—Se me acercó un hombre y me interrogó acerca de los pasos que usted daba y los que daba el coronel Race. Le di información falsa.
—Excelente, amigo mío, excelente —dijo con jovialidad sir Eustace—. Perdone mi error.
Acerté a mirar a Chichester-Pettigrew cuando salía del cuarto. Le habían palidecido hasta los labios, como si experimentara un terror mortal. No bien estuvo fuera, sir Eustace tomó un tubo acústico que descansaba sobre la mesa y habló por él.
—¿Eres tú, Schowart? Vigila a Minks. No debe salir de esta casa sin orden mía.
Dejó nuevamente el tubo y frunció el entrecejo, tabaleando con los dedos en la mesa.
—¿Me permite que le haga unas preguntas, sir Eustace? —inquirí, tras un minuto de silencio.
—Claro que sí. ¡Qué nervios más excelentes tiene usted, Anita! Es capaz de dar muestras de un interés inteligente en las cosas cuando la mayoría de las muchachas hubieran estado lloriqueando y retorciéndose las manos.
—¿Por qué aceptó a Enrique por secretario en lugar de entregarlo a la policía?
—Quería esos diamantes. Nadina, la muy bribona, usaba a Enrique para presionarme. Si no le pagaba el precio que ella me pedía, amenazaba con vendérselos a Enrique. Ése fue otro de los errores que cometí. Creí que llevaría los diamantes consigo aquel día. Pero era demasiado lista para hacer semejante cosa. Su marido, Carton, había muerto también... No tenía la menor idea de dónde se encontraban los diamantes. Conseguí entonces copia de un radiograma enviado a Nadina por alguien que viaja a bordo del
Kilmorden
... Carton o Rayburn, no sabía a ciencia cierta cuál de los dos. Era una copia del papel que usted encontró «Diecisiete uno veintidós», decía. Lo interpreté como una cita con Rayburn, y cuando éste dio muestras de tener vivos deseos de embarcarse en el
Kilmorden
quedé convencido de que no me había equivocado. Conque fingí creerme lo que me decía y le dejé acompañarme. Le vigilé muy de cerca con la esperanza de averiguar algo más. Luego descubrí que Minks intentaba obrar por su cuenta y que estorbaba mis planes. Puse coto a sus actividades en seguida. Obedeció mis órdenes sin rechistar. Me molestó eso de no poder conseguir el camarote diecisiete y el no saber lo que usted representaba en el asunto, me tuvo bastante preocupado. ¿Era usted la jovencita inocente que aparentaba ser, o no lo era? Cuando Rayburn marchó a la cita aquella noche, Minks recibió la orden de interceptarle. Pero fracasó, naturalmente.
—Pero, ¿por qué decía el radiograma «diecisiete» en lugar de «setenta y uno»?
—Ya he pensado en eso y creo haber hallado la explicación. Carton debió de entregarle al telegrafista la nota suya para que copiase en el impreso, y no se le ocurrió comprobar si el otro lo había escrito bien. El telegrafista debió de cometer el mismo error que cometimos todos y leyó diecisiete uno veintidós en lugar de uno setenta y uno veintidós. Lo que no sé cómo pudo ir Minks derecho al camarote diecisiete, puesto que nada se le había dicho. Lo haría por puro instinto.
—¿Y los despachos de que era portador para el general Smuts? ¿Quién los tocó?
—Mi querida Ana, ¿cómo quiere usted que permitiese que me echara a perder mis planes sin hacer un esfuerzo por salvarlos? Llevando por secretario a un asesino fugitivo, no vacilé en hacer una sustitución, colocando papeles en blanco en lugar de los documentos. A nadie se le ocurrirá sospechar del pobre Pedler.
—¿Y el coronel Race?
—Sí; fue un golpe algo rudo para mí. Cuando Pagett me dijo que pertenecía al Servicio Secreto, confieso que sentí un escalofrío. Recordé que había estado rondando a Nadina durante la guerra... ¡y se me ocurrió la horrible sospecha de que andaba siguiéndome a mí! No me gusta la manera en que ha permanecido a mi lado desde entonces. Es uno de esos hombres taciturnos que siempre llevan reservada una sorpresa.
Sonó un silbido. Sir Eustace tomó el tubo acústico, escuchó unos instantes y luego respondió:
—Está bien. Le recibiré ahora mismo.
—Negocios —anunció—. Señorita Ana, permítame que la conduzca a su cuarto.
Me llevó a una habitación pequeña y mal cuidada. Un cafre me subió el maletín y sir Eustace se retiró, encarnación del perfecto anfitrión, tras instarme cortésmente a que pidiera cualquier cosa que necesitase. Había una jarra de agua caliente en el lavabo y me puse a sacar unos cuantos artículos necesarios. Me intrigó notar que había algo duro, que no reconocía, dentro de la bolsita de la esponja. Desaté la cuerda y miré dentro.
Con gran asombro saqué un revólver pequeño, con culata de nácar. No había estado allí al salir yo de Kimberley. Lo examiné. Parecía estar cargado.
Experimenté cierta sensación de alivio al tenerlo entre mis manos. Era una cosa útil en una casa como aquélla. Pero los vestidos modernos no se prestan a llevar armas de fuego. Acabé por introducírmelo en la liga. Hacía un bulto enorme y esperaba que se disparara de un momento a otro y me diera un tiro en la pierna. No obstante, parecía el único sitio en que pudiera introducirlo.
No fui llamada a presencia de sir Eustace hasta última hora de la tarde. Me habían servido el té a las once y una buena comida en mi propio cuarto y me sentía fortalecida para entrar de nuevo en la lid.
Sir Eustace estaba solo. Paseaba de un lado a otro del cuarto y me di cuenta en seguida de su agitación y del brillo de sus ojos.
—Tengo noticias para usted. Enrique está en camino. Llegará aquí dentro de unos minutos. Modere sus emociones... tengo algo más que decir. Intentó usted engañarme esta mañana. Le advertí que su mejor plan sería no apartarse de la verdad. Y me obedeció hasta cierto punto. Luego se desvió. Intentó hacerme creer que los diamantes se hallaban en posesión de Enrique Rayburn. Por entonces acepté su declaración porque faltaba mi labor... la labor de inducirla a que atrajera a Enrique Rayburn aquí. Pero mi querida Anita, los diamantes se hallan en posesión mía desde que marché de las Cataratas... aunque sólo me enteré de ello ayer.
—¡Lo sabe! —exclamé.
—Tal vez le interese saber que fue Pagett quien lo descubrió todo. Se empeñó en aburrirme contándome una larga historia acerca de una apuesta y de un cilindro de película. No tardé mucho en sacar consecuencias de todo ello... Recordé lo mucho que desconfiaba la señora Blair del coronel Race, la agitación de que había dado muestras, lo mucho que me había suplicado que cuidara yo de las chucherías que comprara. El excelente Pagett había abierto ya todas las cajas en un exceso de celo. Antes de abandonar el hotel me limité a meterme en el bolsillo todos los rollos de película. Están allí, en el rincón. Confieso que no he tenido tiempo de examinarlos aún; pero observo que uno de ellos pesa mucho más que los otros, que hace un ruido singular cuando lo agito y que la lata ha sido soldada, de suerte que será preciso emplear un. abrelatas para abrirla. La cosa parece bastante clara, ¿verdad? Como verá usted, los tengo a los dos cogidos en una trampa. Es una lástima que no le hiciera gracia la idea de convertirse en lady Pedler.
No le respondí. Me quedé mirándole.
Se oyó un rumor de pasos en la escalera. La puerta se abrió de par en par. Enrique Rayburn entró en el cuarto, empujado por dos hombres. Sir Eustace me dirigió una mirada de triunfo.
—De acuerdo con el plan trazado —dijo dulcemente—. Si no lucharan los aficionados contra los profesionales.
—¿Qué significa esto? —inquirió Enrique roncamente.
—Significa que ha entrado usted en mi tela... como le dijo la araña a la mosca —observó humorísticamente sir Eustace—. Mi querido Rayburn, tiene usted mala suerte.
—Dijiste que podía venir sin temor, Ana...
—No la culpe usted a ella, amigo mío. Le dicté yo la carta y no tuvo más remedio que escribirla. Hubiese sido mucho más prudente que no la hubiese escrito...
pero
no se lo dije por entonces. Usted siguió sus instrucciones, se dirigió a la tienda de curiosidades, le condujeron por el pasillo secreto desde la trastienda... ¡y se encontró en manos de sus enemigos!
Enrique me miró. Comprendí su mirada y procuré acercarme más a sir Eustace.
—Sí —murmuró este último—, no tiene usted suerte, decididamente. Éste es... deje que piense... nuestro tercer encuentro.
—Tiene usted razón —contestó Enrique—. Éste es nuestro tercer encuentro. Ha salido usted triunfante dos veces. ¿No ha oído decir nunca que a la tercera cambia la suerte? Ésta me toca a mí... ¡Apúntale, Ana!
Yo ya estaba preparada. Con un movimiento rápido me saqué el revólver de la media y apoyé el cañón contra su cabeza. Los dos hombres que custodiaban a Enrique dieron un salto hacia delante; pero su voz los contuvo.
—Otro paso... ¡y muere él! Si se acercan más, Anita, oprime el gatillo..., ¡no vaciles!
—No vacilaré —le respondí alegremente—. Hasta temo que llegue a disparar aunque no se muevan.
Y los hombres se inmovilizaron, obedientemente.
—Dígales que salgan del cuarto —ordenó Enrique.
Sir Eustace dio la orden. Los hombres salieron y Enrique echó el cerrojo tras ellos.
—Ahora podemos hablar —observó, sombrío.
Y cruzando el cuarto, me quitó el revólver de las manos.
Sir Eustace exhaló un suspiro de alivio y se limpió la frente con un pañuelo.
—No me encuentro en muy buenas condiciones físicas —observó—. Y creo que debo de tener insuficiencia cardíaca. Me alegro que el revólver se halle en manos competentes. No me fiaba del arma mientras la señorita Ana la tuviese en su mano. Pues bien, amigo mío, como usted dice, ahora podemos hablar. Estoy dispuesto a reconocer que me ha pillado la ventaja. No sé de dónde diablos saldría el revólver. Hice registrar el equipaje de la muchacha cuando llegó. ¿Y de dónde lo sacó ahora? ¡No lo llevaba hace un minuto!
—Sí —le repliqué—; lo tenía escondido en la media.
—No sé lo bastante de las mujeres. Debía de haberlas estudiado un poco más —dijo sir Eustace melancólicamente—. ¿Se le habría ocurrido a Pagett esa posibilidad?
Enrique dio un golpe brusco en la mesa.
—No haga el imbécil. Si no fuera por sus canas, le tiraría por la ventana. ¡Canalla! Con canas o sin ellas le...
Avanzó un par de pasos y sir Eustace se refugió ágilmente tras la mesa.
—¡Son tan violentos los jóvenes siempre...! —exclamó en son de reproche—. Como son incapaces de usar el cerebro, confían exclusivamente en su musculatura. Hablemos con sensatez. De momento usted es dueño de la situación. Pero semejante estado de cosas no puede continuar. La casa está llena de hombres míos. Se encuentra usted en manifiesta inferioridad numérica. Ha logrado momentáneamente ventaja gracias a un accidente...
—Sí, ¿eh?
—Sí, ¿eh? —repitió el joven—. Siéntese, sir Eustace, y escuche lo que tengo que decirle.
Y sin dejar de apuntarle con el revólver, continuó:
—Esta vez todo va en contra de usted. ¡Y para empezar, escuche
eso
!
Eso era una serie de golpes descargados sobre la puerta de abajo. Se oyeron gritos, maldiciones y a continuación disparos. Sir Eustace palideció.
—¿Qué es eso?
—Race... y su gente. No sabía usted, ¿verdad que no, sir Eustace?, que Ana y yo habíamos acordado emplear un procedimiento especial para saber si eran genuinos los mensajes que recibiéramos el uno del otro. Los telegramas debían ser firmados con el nombre de «Andy», y en las cartas debía figurar la conjunción «y» tachada en alguna parte del texto. Anita sabía que el telegrama que le mandó usted era falso. Vino aquí voluntariamente, se metió a conciencia en la trampa con la esperanza de hacerle caer a usted en ella. Antes de salir de Kimberley telegrafió a Race y a mí. La señora Blair ha estado en continua comunicación con nosotros desde entonces. Recibí la carta escrita al dictado suyo, que no era más que lo que yo esperaba. Ya había discutido con Race yo la posibilidad de que existiera un pasadizo secreto en el establecimiento y él había descubierto dónde se hallaba la salida.
Se oyó una especie de silbido y una fuerte explosión.
—Están bombardeando esta parte de la ciudad. Tengo que sacarte de aquí, Ana.
Se vio de pronto un gran resplandor. La casa de enfrente se había incendiado. Sir Eustace se estaba paseando ahora de un lado a otro. Enrique no dejaba de apuntarle.