Me estremecí. Luego me asaltó un pensamiento.
—Dice usted que no sabía que me hallaba allí. ¿Y su mensaje, entonces?
—¿Qué mensaje?
—La nota que me mandó pidiéndome que fuera a verle al claro.
Me miró boquiabierto.
—Yo no le he enviado mensaje alguno.
Me puse colorada como un tomate. Afortunadamente, él no pareció darse cuenta de ello.
—¿Cómo llegó a encontrarse usted tan milagrosamente a mano? —inquirí, con toda la serenidad que pude—. Y, ¿qué hace usted en esta parte del mundo?
—Vivo aquí simplemente.
—¿En esta isla?
—Sí. Vine aquí después de la guerra. A veces llevo clientes del hotel a dar un paseo en mi embarcación; pero necesito muy poco para vivir, y por regla general, hago lo que se me antoja.
—¿Vive completamente solo aquí?
—Puedo asegurarle que no siento nostalgia de compañía —replicó, con frialdad.
—Lamento haberle impuesto la mía —repuse—; pero no parezco haber tenido yo mucho que ver con el asunto.
Con gran sorpresa mía, le bailó la risa en los ojos durante unos segundos.
—Nada en absoluto —aseguró—. Me la eché al hombro como si fuera un saco de patatas y me la llevé al bote. Como un hombre de la Edad de Piedra.
—Pero con distinta intención —observé.
Fue él quien se puso colorado esta vez. El bronceado de su tez pareció fundirse.
—Pero no me ha dicho usted cómo es que andaba vagando por ahí tan oportunamente —me apresuré a decir para ocultar su confusión.
—No podía dormir. Estaba inquieto..., turbado... Tenía el presentimiento de que iba a suceder algo. Acabé por meterme en el bote, cruzar a tierra y echar a andar hacia las Cataratas. Me encontraba a la entrada de la garganta de palmeras cuando oí su grito.
—¿Por qué no fue a buscar ayuda al hotel en lugar de cargar conmigo hasta aquí? —pregunté.
Volvió a ponerse colorado.
—Supongo que a usted le parecerá una libertad imperdonable..., pero ¡no creo que se dé usted cuenta de su peligro aún! ¿Opina que debiera de haber informado a sus amistades? ¡Valientes amigos que consintieron que se tendiera un lazo para matarla! No; me dije que yo podría cuidarla mucho mejor que ninguna otra persona. No viene ni un alma a esta isla. Busqué a la vieja Batana, a la que curé unas fiebres en cierta ocasión, para que la asistiera. Es leal. Jamás dirá una palabra. Podría tenerla a usted aquí meses y meses y nadie lo sabría.
¡Podría tenerla a usted aquí meses y meses y nadie lo sabría!
¡Cómo le encantan a una ciertas palabras!
—Hizo usted muy bien —dije—. Y no mandaré aviso a nadie. Un día o dos más de ansiedad no importa gran cosa. No es como si se tratara de familia mía. No son más que conocidos en realidad... ni de la propia Susana puedo decir que sea más; y la persona que escribió la nota tiene que haber sabido... mucho. No fue obra de un extraño.
Logré mencionar la nota, esta vez sin ruborizarme.
—Si se dejara guiar por mí... —dijo, vacilando.
—No supongo que me deje —le respondí, con franqueza—. Pero no perderé nada en escucharle.
—¿Hace usted siempre lo que le da la gana, señorita Beddingfeld?
—Por regla general —respondí, con cautela.
De haberme hecho semejante pregunta cualquier otra persona hubiera contestado: «Siempre.»
—Compadezco a su esposo —dijo inesperadamente.
—No tiene usted por qué compadecerle —le repliqué—. No soñaría siquiera con casarme con un hombre a menos que estuviese locamente enamorada de él. Y, claro está, no hay cosa que más entusiasme a una mujer que el hacer las cosas que no le gusta hacer, nada más que por amor al hombre a quien quiere. Y cuanto más voluntariosa es, más le gusta.
—Me temo que no estoy de acuerdo con usted. Se invierten los papeles por regla general.
Hablaba con cierto dejo de desdén.
—Precisamente —exclamé con avidez—. Y por eso hay tantos matrimonios desdichados. La culpa es toda del hombre. O cede a la mujer (en cuyo caso ella le desprecia), o se muestra completamente egoísta, se empeña en salir siempre con la suya y ni siquiera dice «gracias» una sola vez. Los maridos que hacen un éxito del matrimonio obligan a sus mujeres a hacer lo que ellos quieren, y luego las colman de atenciones y de muestras de agradecimiento por haberlo hecho. A las mujeres les gusta que las dominen; pero detestan que no sean apreciados sus sacrificios. Por otra parte, los hombres no quieren a la mujer que se muestra agradable con ellos continuamente. Cuando yo me case, seré un verdadero demonio la mayor parte del tiempo. Pero alguna vez, cuando mi esposo menos lo espere, ¡le demostraré cuan angélica puedo ser!
Enrique soltó una carcajada.
—¡Qué vida de perros llevarán!
—Los que se quieren, se pelean siempre —le aseguré— porque no se comprenden. Y para cuando llegan a comprenderse, han dejado de quererse ya.
—¿Es lo contrario cierto también? ¿Se quieren siempre las personas que andan siempre a la greña?
—No..., no lo sé —respondí, confusa momentáneamente.
Se volvió hacia el hogar.
—¿Quiere un poco más de sopa? —inquirió.
—Sí, por favor. Tengo tanto apetito, que sería capaz de comerme un hipopótamo.
—Buena señal.
—Cuando pueda levantarme de aquí, guisaré yo —le prometí.
—No creo que sepa usted una palabra de cocina.
—Soy capaz de calentar el contenido de una lata tan bien como pueda hacerlo usted —le contesté, señalando la hilera de latas de conserva que había sobre la repisa de la chimenea.
—
Touché!
—dijo él.
Y se echó a reír.
Todo su semblante cambiaba cuando reía. Se hacía infantil, feliz... una personalidad distinta.
Me tomé la sopa con verdadera fruición. Mientras lo hacía, le recordé que, después de todo, no me había dado el consejo prometido.
—Ah, sí... Lo que iba a decir era lo siguiente: Yo, en su lugar, permanecería aquí, perdida, hasta encontrarme completamente restablecida. Sus enemigos la creerán muerta. No les sorprenderá no hallar su cadáver. Se hubiera deshecho contra las rocas y se lo hubiese llevado la corriente.
Me estremecí.
—Una vez haya recobrado la salud, puede dirigirse a Beira y embarcarse con rumbo a Inglaterra.
—Eso resultaría demasiado manso —objeté, desdeñosa.
—Esas son palabras de colegiala alocada.
—¡Yo no soy una colegiala alocada! —exclamé, indignada—. ¡Soy una mujer!
Me miró con una expresión que no pude sondear, cuando me incorporé excitada.
—¡Válgame Dios! —murmuró—. ¡Es verdad!
Y giró bruscamente sobre sus talones y se fue. Me restablecí con rapidez. Sólo había recibido un fuerte golpe en la cabeza y me había dislocado el brazo. Esto último era lo más serio. Al principio, Enrique había creído que lo tenía fracturado. Un cuidadoso examen, sin embargo, le había convencido de que no era así, y aunque me dolía bastante, empezaba a poder usarlo otra vez ya.
Fue una temporada singular. Estábamos aislados del mundo, tan solos como pueden haberlo estado Adán y Eva, pero... ¡con una diferencia! La vieja Batani revoloteaba a nuestro alrededor, aunque le hacíamos tanto caso como si no hubiese existido. Me empeñé en hacer yo los guisos, o todos los que me era posible hacer con una sola mano por lo menos. Enrique se hallaba fuera gran parte del tiempo; pero nos pasábamos largas horas juntos, tendidos a la sombra de las palmeras, hablando y regañando, discutiendo toda clase de temas, peleándonos y volviendo a hacer las paces. A pesar de nuestras numerosas discusiones, nació entre nosotros una camaradería real y duradera que jamás hubiese creído yo posible. Eso y otra cosa.
Se acercaba el momento para marcharme. Y al pensar en ello sentía como un peso en el corazón. ¿Me iba a dejar marchar? ¿Sin una palabra? ¿Sin una señal? Sufría accesos de taciturnidad, largos intervalos de cavilación, momentos en que se ponía en pie de un salto y se marchaba solo. Cierto atardecer llegó la crisis. Habíamos dado fin a nuestra sencilla comida y nos hallábamos sentados a la puerta de la cabaña. El sol tocaba a su ocaso.
Enrique no había podido suministrarme uno de los artículos de primera necesidad para una mujer: las horquillas. El cabello, liso y negro, me colgaba hasta las rodillas. Estaba sentada, barbilla en mano, absorta en mis pensamientos. Sentí, más que vi, que Enrique me estaba contemplando.
—Pareces una hechicera, Anita —dijo por fin.
Y había en su voz algo que nunca había habido en ella antes.
Alargó una mano y me tocó el cabello. Me estremecí. De pronto se puso en pie mascullando una maldición.
—¡Tienes que marcharte de aquí mañana! ¿Lo has oído? —exclamó—. No... no puedo soportar más. Después de todo, soy humano. Es preciso que te vayas, Ana. Es preciso. No eres tonta. Tú sabes que esto no puede continuar.
—Supongo que no —repuse yo lentamente—. Pero... ha sido una temporada feliz, ¿verdad?
—¿Feliz? ¡Ha sido un verdadero infierno!
—¿Tan malo como todo eso?
—¿Por qué me atormentas? ¿Por qué te burlas de mí? ¿Por qué dices eso... riéndote por entre el cabello?
—No me reía. Y no me burlo. Si tú quieres que me vaya, me iré; Pero si quieres que me quede..., me quedaré.
—¡Eso no! —exclamó con vehemencia—. ¡Eso no! No me tientes, Ana. ¿Te das cuenta de lo que soy? Un hombre dos veces criminal. Un hombre perseguido. Aquí me conocen bajo el nombre de Enrique Parker... Creen que he estado haciendo una excursión por el interior. Pero el día menos pensado comprenderán la verdad... y caerá el golpe. Eres tan joven, Ana... y tan hermosa... Con esa hermosura que enloquece a los hombres. Todo el mundo se abre ante ti... amor, vida, todo. Yo dejé mi vida atrás..., arrasada, quemada, con un sabor amargo a cenizas.
—Si no me quieres...
—Tú sabes que te quiero. Tú sabes que daría el alma por cogerte entre mis brazos y conservarte entre ellos oculta a los ojos del mundo, para toda la eternidad. Y me estás tentando, Anita. Tú, con tu largo cabello de hechicera, con tus ojos que son dorados y pardos, y verdosos, y que nunca dejan de reír ni aun cuando tus labios tienen una expresión solemne. Pero te salvaré de ti misma y de mí. Te irás esta noche. Marcharás a Beira...
—Yo no iré a Beira —le interrumpí.
—Irás. Irás a Beira aunque tenga que llevarte allí yo mismo y tirarte al barco. ¿De qué crees tú que estoy hecho? ¿Crees tú que estoy dispuesto a despertarme noche tras noche temiendo que te hayan cogido? Uno no puede esperar que los milagros se sigan produciendo. Tienes que volver a Inglaterra, Anita... y... y casarte y ser feliz.
—¡Con un hombre que tenga bien sentada la cabeza y me dé un buen hogar!
—Más vale eso que... una catástrofe.
—Y tú..., ¿qué?
Tornóse duro de semblante.
—Tengo mi trabajo a mano. No me preguntes cuál es. Es posible que lo adivines. Pero una cosa te diré: demostraré mi inocencia o moriré intentándolo. Y estrangularé con mis propias manos al canalla que hizo lo posible por asesinarte la otra noche.
—Hay que ser justos —dije—. No me empujó al abismo él.
—No tenía necesidad de hacerlo. Era más ingenioso su plan. Subí por el camino después. Todo parecía en orden; pero por las señales que encontré en el suelo, vi que las piedras que sirven para señalar el camino habían sido arrancadas y colocadas de nuevo en otro sitio. En la misma orilla y creciendo hacia fuera hay unos matorrales altos. Las piedras exteriores habían sido colocadas sobre los matorrales, de forma que, cuando creyeras estar siguiendo el camino, estuvieses, en realidad, poniendo los pies en el vacío. ¡Que Dios le ampare si llego yo a echarle la mano encima, no habrá remisión para él!
Hizo una pausa, y luego dijo en tono distinto:
—Nunca hemos hablado de estas cosas, Anita, ¿verdad? Pero ha llegado el momento. Quiero que conozcas toda la historia..., desde el principio.
—Si te resulta doloroso resucitar lo pasado, no me lo cuentes —dije yo, en voz baja, impaciente por saberla.
—Es que quiero que la conozcas. Nunca creí que hablara jamás con nadie de esa parte de mi vida. Es curioso, ¿verdad?, las tretas que nos gasta el Destino.
Guardó silencio unos minutos. Se había puesto el sol y la aterciopelada oscuridad de la noche africana nos envolvía como un manto.
—Parte de esa historia la conozco ya —le advertí con dulzura—. Sé que tu verdadero nombre es Enrique Lucas.
Aun entonces vaciló, sin mirarme, con la vista fija delante de él. No tenía la menor idea de lo que estaba pasando por la imaginación. Por fin movió la cabeza espasmódicamente, como si asintiera con alguna decisión que acababa de tomar. Y dio principio a su relato.
—Tienes razón. Me llamo Enrique Lucas, en realidad. Mi padre era militar retirado que vino a Rhodesia a montar un rancho. Murió cuando cursaba yo mi segundo año de estudios en Cambridge.
—¿Lo querías? —pregunté, de pronto.
—No..., no lo sé.
Luego se puso colorado y prosiguió, con súbita vehemencia :
—¿Por qué digo eso? Sí, quería a mi padre. Nos dijimos cosas muy amargas la última vez que nos vimos, y regañamos muchas veces por mis locuras y mis deudas; pero sí que le quería, y mucho. Ahora es cuando me doy cuenta exacta de cuánto le he querido..., ahora que es demasiado tarde.
Y continuó más tranquilo:
—Fue en Cambridge donde conocí al otro muchacho...
—¿Al joven Eardsley?
—Sí; al joven Eardsley. Su padre, como sabes, era uno de los hombres más destacados de África del Sur. Nos hicimos amigos en seguida. Eardsley y yo. El amor que profesábamos al África del Sur nos unía, y a ambos nos atraían los sitios vírgenes del mundo. Después de abandonar Cambridge, Eardsley regañó definitivamente con su padre. El viejo le había pagado las deudas dos veces y se negó a volverlo a hacer. Hubo una escena violenta entre ellos. Sir Lorenzo anunció que se le había agotado la paciencia; no volvería a hacer cosa alguna por su hijo. Tendría que arreglárselas solo. El resultado fue, como ya sabes, que los dos jóvenes se marcharon juntos a Sudamérica en busca de diamantes.
»No voy a entrar en detalles de eso ahora; pero lo pasamos maravillosamente allí. No faltaron las penalidades, claro está. La vida, sin embargo, era buena... la lucha por la existencia lejos de todo lugar habitado... Y ¡Dios! ¡Allí, es donde se conoce a los amigos! Se forjó un lazo entre los dos que sólo la muerte hubiera sido capaz de quebrantar. Bueno, pues como dijo el coronel Race, nuestros esfuerzos se vieron coronados por el éxito. Encontramos un segundo Kimberley en el corazón de las selvas de la Guayana Británica. No puedo describirte la sensación de triunfo que experimentamos. No era tanto el valor monetario de nuestro descubrimiento. Eardsley estaba acostumbrado al dinero y sabía que, cuando muriese su padre, sería millonario. Y yo siempre había sido pobre y estaba acostumbrado a serlo. No... fue la simple alegría de haber hecho un descubrimiento.