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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El hombre del traje color castaño (10 page)

BOOK: El hombre del traje color castaño
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—De qué le comieran, quiero decir.

—No debiera usted tratar los asuntos sagrados con ligereza, señorita Beddingfeld.

—No sabía yo que el canibalismo fuera un asunto sagrado —respondí, picada.

No bien hube pronunciado estas palabras, se me ocurrió otra idea. Si el señor Chichester se había pasado los últimos dos años en el corazón de África, ¿cómo era que no estaba más bronceado? Tenía la piel tan sonrosada como la de un recién nacido. ¿No habría gato encerrado allí? Sin embargo, sus modales y su voz eran perfectos. Demasiado perfectos quizás. ¿Era o no era un poco parecido a un cura de teatro?

Traté de recordar los pastores que había conocido en Little Hampsly. Algunos de ellos me habían sido simpáticos; otros, no; pero desde luego, ninguno de ellos había sido exactamente como el señor Chichester. Ellos habían sido humanos. Chichester era el mismo tipo elevado al cubo, por exagerado.

Estaba pensando todo esto cuando sir Eustace pasó cubierta abajo. En el momento de llegar a la altura del señor Chichester, se agachó y recogió un pedazo de papel que le entregó diciendo:

—Ha dejado usted caer esto.

Siguió adelante sin detenerse; conque, probablemente, no se dio cuenta de la agitación del reverendo. Yo sí. Fuera lo que fuese lo que había dejado caer, el recobrarlo le agitó considerablemente. Se puso de color verdoso y arrugó el papel hasta hacer una bola. Mis sospechas se centuplicaron.

La mirada del pastor se cruzó con la mía, y se puso a dar explicaciones precipitadamente.

—Un... un... fragmento de un sermón que estaba componiendo —dijo, con acuosa sonrisa.

—¿De veras? —murmuré cortésmente.

¡El fragmento de un sermón! ¡Narices, señor Chichester! ¡Ya se le podía haber ocurrido una explicación mejor!

No tardó en separarse de mí, mascullando una excusa. Lástima, ¡ah, qué lástima!, que no hubiera encontrado yo el papel en lugar de sir Eustace Pedler. Una cosa estaba clara: no podía eliminar al señor Chichester de mi lista de sospechosos. Me inclinaba incluso a ponerle a la cabeza de ella.

Después de comer, cuando salí al saloncillo a tomar café, vi a sir Eustace y a Pagett sentados con la señora Blair y el coronel Race. La señora Blair me recibió con una sonrisa; conque me reuní con ellos. Hablaban de Italia.

—Sí que engaña a cualquiera —insistió la señora Blair—. Aqua calda debiera de querer decir «agua fría» y no «agua caliente»
[3]
.

—Bien se ve —sonrió sir Eustace— que no está usted fuerte en latín.

—¡Suelen darse tantos aires de superioridad los hombres, cuando de latín se trata...! —exclamó la señora Blair—. Lo que no impide que, cuando les ruego que me traduzcan alguna inscripción de las que se encuentran en las iglesias antiguas, se vean incapaces de complacerme. Carraspean, vacilan y procuran salirse del compromiso como pueden.

—En efecto —asintió el coronel Race—, eso es lo que hago yo siempre.

—Pero adoro a los italianos —continuó la señora Blair—. ¡Son tan amables...! Aunque eso no deja de tener sus inconvenientes. Les pregunta usted el camino a alguna parte y, en lugar de decir «la primera a la derecha y la segunda a la izquierda» o algo así que comprenda una bien, le sueltan un chorro de explicaciones muy bien intencionadas. Y, cuando una pone cara de aturdida, la cogen bondadosamente del brazo y la acompañan hasta el punto donde una se quiere dirigir.

—¿Es eso lo que le ha ocurrido a usted en Florencia, Pagett? —inquirió sir Eustace volviéndose, con una sonrisa, hacia su secretario.

Por Dios sabe qué misteriosa razón la pregunta pareció desconcertar al señor Pagett. Tartamudeó; se puso colorado.

—¡Oh..., en efecto, sí... ah..., en efecto!

Luego, murmurando una excusa, se puso en pie y abandonó la mesa.

—Empiezo a sospechar que Pagett ha cometido algún delito en Florencia —observó sir Eustace mirando al secretario que se alejaba—Siempre que se habla de Florencia o de Italia, cambia de conversación o se retira precipitadamente.

—Tal vez asesinara a alguien allí —murmuró la señora Blair—. Tiene cara... espero que mis palabras no le molesten, sir Eustace... pero sí que tiene cara de ser capaz de asesinar a cualquiera.

—¡Sí! ¡Cara de siglo dieciséis puro! Me hace gracia a veces... sobre todo sabiendo, como yo sé, cuan decente es el pobre y cuan escrupuloso acatador de la ley.

—Lleva algún tiempo a su servicio, ¿verdad, sir Eustace? —dijo el coronel Race.

—Seis años —anunció el otro, con un profundo suspiro.

—Debe de encontrarle usted de incalculable valor —observó la señora Blair.

—Oh, ya lo creo... Sí, ¡de un valor incalculable!

Hablaba el pobre hombre con voz tan deprimida como si el incalculable valor del señor Pagett fuera para él motivo de secreto sentimiento. Luego agregó, más animado:

—Pero su rostro debía inspirarle confianza en realidad, mi querida amiga. Ningún asesino que se preciara en algo consentiría en parecerse a un asesino. Crippen
[4]
, según tengo entendido, era el hombre más agradable que pueda uno imaginarse.

—Le detuvieron a bordo de un trasatlántico, ¿no? —murmuró la señora Blair.

El ruido de vajilla que entrechocaba con violencia sonó de súbito a nuestras espaldas. Me volví rápidamente. El señor Chichester había dejado caer su taza de café.

Nuestro grupo no tardó en dispersarse. La señora Blair se retiró a su camarote para echar un sueño. Yo salí a cubierta. El coronel Race me siguió.

—Es usted muy esquiva, señorita Beddingfeld. La busqué por todas partes anoche, en el baile.

—Me acosté temprano —le expliqué.

—¿Va usted a escaparse esta noche también? ¿O bailará conmigo?

—Bailaré con usted gustosa —murmuré con timidez—. Pero la señora Blair...

—A nuestra amiga la señora Blair no le gusta bailar.

—Y, ¿a usted?

—Me gusta bailar con usted.

—¡Oh! —exclamé nerviosa.

Le tenía un poco de miedo al coronel Race. No obstante, me estaba divirtiendo. Aquello resultaba mejor que discutir de cráneos fósiles con aburridos científicos. El coronel Race era el rhodesiano severo y silencioso de mis ensueños. ¡Tal vez me casara con él! No había pedido mi mano, cierto, pero, como reza el lema de los exploradores: «¡Estad prevenidos!» Y toda mujer, sin tener la menor intención de ello, considera a todo hombre con quien se encuentra como posible marido para sí o para su mejor amiga.

Bailé varias veces con él aquella noche. Lo hacía muy bien. Cuando terminó el baile y pensaba yo en acostarme, propuso que diéramos una vueltecita por cubierta. Dimos tres vueltas y acabamos sentándonos en dos gandulas. No se veía a nadie más por allí. Charlamos de cosas sin conexión durante unos momentos.

—¿Sabe, usted, señorita Beddingfeld, que creo haber tenido ocasión de hablar con su padre una vez? Un hombre interesantísimo... hablando de su especialidad... y es una especialidad que a mí me fascina. También he tocado yo ese asunto en pequeño. Cuando estuve en la región de Dordogne.

Nuestra conversación se hizo técnica. El coronel Race no había exagerado. Conocía a fondo el tema. No obstante, cometió dos o tres errores curiosos, casi los hubiera creído yo simples deslices. Pero, al apuntarlos yo, cubrió sus errores con rapidez. Una vez habló del período musteriense como si hubiera seguido al aurignáceo, error absurdo para quien sepa una palabra del asunto.

Eran las doce cuando me retiré a mi camarote. Aún estaba interesada por aquellas extrañas discrepancias. ¿Sería posible que se hubiera estudiado todo el tema con el exclusivo propósito de hablar conmigo y que no supiera una palabra de arqueología? Sacudí la cabeza, nada satisfecha de semejante explicación.

En el preciso instante en que empezaba a dormirme, me incorporé con sobresalto al ocurrírseme otra idea. ¿Me habría estado sonsacando? ¿Serían aquellos pequeños errores simples pruebas, para averiguar si yo sabía, en efecto de qué estaba hablando? En otras palabras: sospechaba que yo no era, en realidad, Anita Beddingfeld.

¿Por qué?

Capítulo XI

No hubo más emociones aquella noche. Me desayuné en la cama y me levanté tarde a la mañana siguiente. La señora Blair me saludó muy jovial cuando salí a cubierta.

—Buenos días, gitanilla, siéntese a mi lado. Por su semblante deduzco que no ha dormido bien.

—¿Por qué me llama usted eso? —pregunté, sentándome, obediente.

—¿Le molesta? Le cae a usted bien. La he llamado así para mis adentros desde el primer momento. Es ese elemento gitano el que la hace tan distinta a todas las demás. Me dije que usted y el coronel Race eran las dos únicas personas a bordo con las que podría hablar sin morirme de tedio.

—Es curioso —repliqué—; eso mismo pensé yo de usted... sólo que es más comprensible en su caso. Es..., es usted un producto tan exquisitamente acabado.

—No está mal expresado eso —dijo la señora Blair, moviendo afirmativamente la cabeza—. Hábleme de usted misma, gitanilla. ¿Por qué marcha a África del Sur?

Le conté algo de la obra de papá.

—¿Conque es usted la hija de Carlos Beddingfeld? ¡Ya decía yo que no era una simple señorita provinciana! ¿Va usted a Broken en busca de más cráneos?

—Quizá —respondí con cautela—. Tengo otros planes además.

—¡Qué arrapieza más misteriosa es usted! Pero sí que parece cansada esta mañana. ¿No durmió bien? Yo no consigo mantenerme despierta a bordo de un barco. Dicen que un imbécil necesita diez horas de sueño. ¡A mí no me irían mal veinte!

Bostezó poniendo cara de gatito soñoliento.

—Un idiota de camarero me despertó a medianoche para devolverme el rollo de película que se me cayó ayer. Lo hizo de la forma más melodramática del mundo. Metió la mano y el brazo por el ventilador y me dejó caer el carrete sobre la boca del estómago. ¡Creí que era una bomba al principio!

—Aquí está su coronel —dije, al aparecer sobre cubierta el coronel Race.

—No es mi coronel exclusivamente. Es más, la admira a usted, mucho, gitanilla. Conque no se escape.

—Quiero atarme algo a la cabeza. Resultará más cómodo que un sombrero.

Me marché precipitadamente. Sin saber por qué, me sentía cohibida en presencia del coronel. Era una de las pocas personas capaces de hacerme experimentar timidez.

Bajé a mi camarote y empecé a buscar una cinta ancha o un velo de automovilismo con que sujetar mis rebeldes guedejas. Soy una persona ordenada. Me gusta tener todas mis cosas de una manera determinada y las conservo siempre así. Y, no bien abrí mi cajón, me di cuenta de que alguien había andado allí. Todo su contenido estaba revuelto. Miré en los demás cajones y en el armario colgante. Todos me contaron la misma historia. Era como si alguien hubiese hecho un registro precipitado e infructuoso.

Me senté en el borde de la litera con rostro solemne. ¿Quién me había registrado el camarote y qué era lo que buscaba? ¿La media hoja de papel que contenía números y palabras? Sacudí la cabeza nada convencida. Aquello debía de haber pasado a la historia ya. Pero, ¿qué otra cosa podía haber?

Quería pensar. Los acontecimientos de la noche anterior, aunque emocionantes, en nada habían aclarado las cosas. ¿Quién era el joven que irrumpiera en mi camarote tan bruscamente? No le había visto a bordo con anterioridad, ni sobre cubierta ni en el comedor. ¿Era tripulante o pasajero? ¿Quién le había apuñalado? ¿Por qué lo habían hecho? Y, ¿por qué figuraría tan prominentemente en el asunto el camarote número 17? Todo era un misterio pero no cabía duda de que estaban ocurriendo cosas muy raras a bordo del
Castillo de Kilmorden
.

Conté con los dedos las personas a las que en lo sucesivo debía vigilar.

Dejando a un lado mi visitante de la noche anterior, pero prometiéndome a mí misma descubrirle a bordo antes de que hubiese transcurrido un día más, escogí a las siguientes personas como dignas de ser observadas.

Primera: Sir Eustace Pedler. Era el propietario de la Casa del Molino y su presencia a bordo del
Castillo de Kilmorden
me parecía mucha coincidencia.

Segunda: El señor Pagett, secretario, de aspecto siniestro, cuyo deseo de ocupar el camarote diecisiete había sido tan ostensible. Nota: Averígüese si acompañó a sir Eustace a Cannes.

Tercera: El reverendo Eduardo Chichester. Lo único que tenía contra él era su empeño en ocupar el camarote 17. Y ello pudiera deberse exclusivamente a lo singular de su temperamento. La testarudez impulsa a veces a hacer cosas asombrosas.

Pero no estaría de más charlar un rato con el señor Chichester, resolví. Atándome apresuradamente un pañuelo a la cabeza, subí a cubierta otra vez, llena de determinación. Estuve de suerte. El hombre a quien buscaba se había apoyado en la borda tomando una taza de extracto de carne. Me acerqué a él tranquilamente.

—Espero que me habrá perdonado usted por lo del camarote diecisiete —le dije, con una sonrisa.

—Considero poco cristiano el guardar rencor —contestó el señor Chichester con frialdad—. Pero el sobrecargo me había prometido ese camarote.

—Los sobrecargos son gente tan ocupada, ¿sabe? —murmuré vagamente—. Supongo que es natural que se olviden a veces.

El señor Chichester no contestó.

—¿Es ésta la primera visita que hace usted a África? —le pregunté como si me guiara tan sólo el deseo de matar el tiempo hablando.

—A África del Sur, sí. Pero he trabajado durante los últimos dos años en las tribus caníbales del centro de África Oriental.

—¡Qué emocionante! ¿Se ha librado usted muchas veces? —¿Librarme?

—De qué le comieran, quiero decir.

—No debiera usted tratar los asuntos sagrados con ligereza, señorita Beddingfeld.

—No sabía yo que el canibalismo fuera un asunto sagrado —respondí, picada.

No bien hube pronunciado estas palabras, se me ocurrió otra idea. Si el señor Chichester se había pasado los últimos dos años en el corazón de África, ¿cómo era que no estaba más bronceado? Tenía la piel tan sonrosada como la de un recién nacido. ¿No habría gato encerrado allí? Sin embargo, sus modales y su voz eran perfectos. Demasiado perfectos quizás. ¿Era o no era un poco parecido a un cura
de teatro
?

Traté de recordar los pastores que había conocido en Little Hampsly. Algunos de ellos me habían sido simpáticos; otros, no; pero desde luego, ninguno de ellos había sido exactamente como el señor Chichester. Ellos habían sido humanos. Chichester era el mismo tipo elevado al cubo, por exagerado.

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