—Amigo mío —le pregunté—, ¿se ha celebrado ya el entierro o ha de celebrarse más tarde esta mañana?
Pagett no sabía apreciar una broma. Se limitó a mirarme con fijeza.
—¿Conque está usted enterado, sir Eustace?
—Enterado..., ¿de qué? —pregunté con enfado—. De la expresión de su rostro deduje que uno de sus próximos y más queridos parientes iba a recibir sepultura esta mañana.
Pagett hizo caso omiso de mi salida hasta donde le fue posible.
—Ya me parecía a mí que no podía estar enterado de esto —Golpeó con los dedos el telegrama—. Ya sé que le disgusta que le despierten temprano..., pero son las nueve —Pagett se empeña en que a las nueve de la mañana ha transcurrido ya casi medio día—, y pensé que, dadas las circunstancias...
Volvió a golpear el telegrama.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Un telegrama de la policía de Marlow. Ha muerto asesinada una mujer en la casa de usted.
Eso sí que me despejó de verdad.
—¡Qué frescura! —exclamé—. ¿Por qué en
mi
casa? ¿Quién la asesinó?
—No lo dicen. Supongo que regresaremos a Inglaterra inmediatamente, sir Eustace.
—No tiene usted por qué suponer cosa semejante. ¿Por qué hemos de volver?
—La policía...
—¿Qué diablos tengo yo que ver con la policía?
—Verá... La casa es de usted.
—Eso —respondí— más parece mi desdicha que mi culpa.
Guy Pagett sacudió la cabeza con melancolía.
—Causará muy mala impresión a sus electores —observó lúgubremente.
No sé por qué había de ser así y, sin embargo, tengo el presentimiento de que, en esas cosas, a Pagett nunca le engaña el instinto. A simple vista, un diputado no será menos eficiente porque una joven errante vaya a dejarse asesinar a una casa deshabitada propiedad suya, pero cualquiera sabe cómo tomará la cosa el respetable público británico.
—Se trata de una extranjera, lo que aún empeora las cosas —continuó Pagett, tan lúgubre como antes.
Vuelvo a creer que tiene razón. Si resulta deshonroso que asesinen a una mujer en la casa de uno, aún lo resulta más si la referida mujer es extranjera. Se me ocurrió otra idea.
—¡Cielos! —exclamé—. ¡Dios quiera que esto no le disguste a Carolina!
Carolina es la dama que se cuida de hacerme la comida. Da la casualidad, al propio tiempo que es la esposa del jardinero. Yo no sé si será una buena esposa. Pero desde luego es una excelente cocinera. James, por su parte, no es tan buen jardinero. Le mantengo ocioso, no obstante, y le doy un pabellón como vivienda, nada más que por los guisos de Carolina.
—No supongo que quiera quedarse después de lo sucedido —dijo Pagett.
—¡Usted siempre tan animador! —observé.
Supongo que no tendré más remedio que regresar a Inglaterra. Es evidente que Pagett tiene la intención de que regrese. Y, además, tengo que tranquilizar a Carolina.
Tres días más tarde
Me resulta increíble que toda persona que pueda marcharse de Inglaterra en invierno no lo haga. El clima es abominable. Todo este asunto es molesto en grado sumo. El procurador dice que resultará poco menos que imposible alquilar la Casa del Molino después de toda la publicidad que está recibiendo el caso. A Carolina he podido apaciguarla doblándole el sueldo. Hubiéramos podido mandarle un telegrama desde Cannes para hacer eso. En resumen, que como he dicho desde el primer momento, nada se adelantaba con que viniera aquí personalmente. Regresaré a Cannes mañana.
Un día más tarde
Han ocurrido varias cosas sorprendentes. Para empezar, me encontré con Augusto Milray, y el más perfecto y solemne ejemplar de asno que ha producido el gobierno actual hasta la fecha. Rebosaba diplomacia y sigilo cuando me acorraló en un rincón tranquilo del
club
. Habló una barbaridad. Acerca de África del Sur y de la situación industrial allí. Acerca de los crecientes rumores de una huelga en el Rand. De las causas secretas que motivaban la huelga. Le escuché con toda la paciencia que me fue posible. Por último, bajó la voz hasta hablar en un susurro y explicó que debieran de colocarse en manos del general Smuts ciertos documentos que se habían descubierto.
—No me cabe la menor duda de que tiene usted razón —le contesté, ahogando un bostezo.
—Pero, ¿cómo hacerlos llegar hasta él? Nuestra posición en este asunto es delicada..., muy delicada.
—¿Qué le pasa al correo? —exclamé alegremente—. Pégueles un sello de dos peniques y échelos al buzón más cercano.
Pareció escandalizado.
—¡Mi querido Pedler! ¡A un vulgar buzón!
Siempre ha sido para mí un misterio que los gobiernos se empeñen en hacer uso de Correos Reales. Se me antoja que ésa es la mejor manera de atraer la atención hacia sus documentos confidenciales.
—Si el correo no le gusta, mande a uno de esos jovencitos del Ministerio. Le gustará el viaje.
—¡Imposible! —contestó Milray, sacudiendo la cabeza—. Hay razones, mi querido Pedler..., le aseguro que hay razones.
—Bueno —dije yo, poniéndome en pie—, todo eso es muy interesante, pero tengo que marcharme.
—Un momento, mi querido Pedler, un momento, se lo suplico. Ahora, en confianza, ¿no es cierto que tiene la intención de visitar África del Sur usted mismo dentro de poco? Posee grandes intereses en Rhodesia, me consta, y le interesa vitalmente la posibilidad de que Rhodesia entre a formar parte de la Unión Sudafricana.
—La verdad... sí que había pensado hacer el viaje dentro de un mes o cosa así.
—¿No podría usted adelantar la fecha? ¿Irse este mes? ¿Esta misma semana?
—Podría —le repuse, mirándole con cierto interés—. Pero no tengo el menor deseo de hacerlo.
—Le haría usted un gran favor al gobierno..., ¡un gran favor! No le encontraría usted..., ¡ah...!, desagradecido.
—¿Con lo cual quiere usted decir que desea que sea yo el cartero?
—¡Justo! La posición de usted no es oficial. Su viaje obedece a causas particulares. Todo resultaría eminentemente satisfactorio. Además no se daría nadie cuenta de esa misión.
—Bueno —dije lentamente—, no me importa hacerlo. Mi mayor ambición en estos instantes es salir de Inglaterra otra vez lo más aprisa posible.
—Hallará el clima de África del Sur delicioso... verdaderamente delicioso.
—Amigo mío, conozco el clima a fondo. Estuve allí poco antes de la guerra.
—Le estoy muy agradecido, Pedler. Le enviaré el paquete con un mensaje. Ha de ser entregado al general Smuts en propia mano, ¿comprende? El «Castillo de Kilmorden» zarpa el sábado. Es un buen barco.
Caminamos juntos un rato por Pall Mall antes de separarnos. Me estrechó cordialmente la mano y volvió a darme las gracias efusivamente.
Me dirigí a casa pensando en las curiosas sinuosidades de la política gubernamental.
Al atardecer siguiente, mi mayordomo Jarvis me comunicó que un caballero deseaba verme para asuntos de negocios, pero que se negaba a dar su nombre. Siempre me han inspirado aprensión los agentes de seguros. Conque le dije a Jarvis que dijera que no podía recibirle. Por desgracia, para una vez que Guy Pagett hubiera podido servir de algo verdaderamente útil, se encontraba en el lecho, víctima de un ataque bilioso. Los jóvenes demasiado trabajadores que tienen débil el estómago, son propensos a tal clase de ataques de bilis. Jarvis regresó.
—El caballero me ha pedido que le diga, sir Eustace, que viene de parte del señor Milray.
Las cosas cambiaban de aspecto entonces. Unos minutos más tarde confrontaba a mi visitante en la biblioteca. Era un hombre joven, corpulento, de atezado rostro. La cicatriz que le cruzaba desde un ojo hasta la mandíbula desfiguraba lo que, de no haber sido por eso, hubiese resultado un rostro bastante bien parecido, aunque temerario.
—¿Bien? —pregunté—. ¿Qué desea?
—El señor Milray me mandó a usted, sir Eustace. He de acompañarle a África del Sur como secretario.
—Amigo mío —dije—, tengo un secretario ya. No necesito otro.
—Creo que sí que lo necesita, sir Eustace. ¿Dónde está su secretario?
—Padece un ataque bilioso.
—¿Está usted seguro de que sólo se trata de un ataque de bilis?
—Claro que sí. Es propenso a ellos.
Mi visitante sonrió.
—Podrá ser un ataque bilioso o no serlo. Con el tiempo se verá. Pero puedo decirle una cosa, sir Eustace: al señor Milray no le sorprendería que se intentara quitar del paso a su secretario. Oh, no es necesario que tema por sí mismo —supongo que una expresión de alarma habría aparecido fugazmente en mi rostro—. Usted no está amenazado. Si su secretario estuviera fuera del paso, sería mucho más fácil llegar hasta usted. Sea como fuere, el señor Milray desea que le acompañe. El dinero del pasaje será cuenta nuestra, naturalmente; pero usted se encargará de dar los pasos necesarios para obtenerme pasaporte, como si hubiera decidido que necesitaba los servicios de un segundo secretario.
Parecía un joven decidido. Nos miramos de hito en hito, y él sostuvo la mirada más tiempo que yo.
—Está bien —respondí débilmente.
—No dirá una palabra a nadie de que voy a acompañarle.
—Está bien —volví a responder.
Después de todo, tal vez fuera mejor llevar a aquel joven conmigo. Pero tuve el presentimiento de que me estaba metiendo en honduras. ¡Precisamente cuando creía haber alcanzado de nuevo la tranquilidad!
Contuve a mi visitante cuando daba media vuelta para marcharse.
—No estaría de más que conociese el nombre de mi nuevo secretario —observé con cierto sarcasmo.
Me miró unos instantes.
—Enrique Rayburn se me antoja un nombre muy apropiado —me contestó.
Era una forma muy rara de responder.
—Está bien —dije por tercera vez.
Se reanuda la narración con Anita
Resulta muy poco airoso para una heroína marearse. En los libros, cuando más cabecea el barco y más se balancea, más le gusta a la protagonista. Cuando todos los demás están indispuestos, ella pasea sola por cubierta, desafiando a los elementos y gozando de la tormenta. Lamento tener que confesar que al primer cabeceo del
Kilmorden
palidecí y me apresuré a retirarme. Me salió al encuentro una camarera muy comprensiva. Me ofreció pan tostado y gaseosa de jengibre.
Permanecí en mi camarote tres días, gimiendo. Olvidé por completo mi empresa. Había perdido todo interés en hallar la clave de aquel misterio. Era una Anita completamente distinta a aquélla que regresara tan llena de júbilo a Kensington después de visitar las oficinas de la Compañía naviera.
Sonrío ahora al recordar mi brusca entrada en la sala. La señora Flemming estaba sola allí. Volvió la cabeza al entrar yo.
—¿Eres tú, Anita, querida? Quiero discutir una cosa contigo.
—¿Qué? —pregunté, frenando mi impaciencia.
—La señorita Emery me abandona —la señorita Emery era la señorita de compañía—. Y puesto que no has logrado encontrar nada, me estaba preguntando si te gustaría..., ¡me alegraría tanto que te quedases con nosotros definitivamente!
Me emocioné. Sabía que no me quería... me hacía el ofrecimiento por simple compasión. Me remordió la conciencia por haberla criticado tanto en secreto. Me puse en pie, crucé impulsivamente el cuarto y le eché los brazos al cuello.
—Es usted muy buena —dije—, ¡muy buena, muy buena, muy buena! Y se lo agradezco una enormidad. Pero no se moleste por mi. Me marcho a África del Sur el sábado.
Mi brusco ataque había sobresaltado a la buena señora. No estaba acostumbrada a súbitas manifestaciones de afecto. Mis palabras la sobresaltaron aún más.
—¿A África del Sur? ¡Mi querida Ana! Tendríamos que investigar un empleo así con mucho cuidado.
Esto era lo que menos deseaba yo que sucediera. Expliqué que había sacado pasaje ya y que, a mi llegada, tenía la intención de desempeñar el cargo de doncella. Fue lo único que se me ocurrió de momento. Había, dije, gran escasez de servidumbre en África del Sur. Le aseguré que sabría cuidarme divinamente y, por último, exhaló un suspiro de alivio ante la perspectiva de verse libre de mí, y aceptó mis proyectos sin hacer más preguntas. Al despedirse, me metió un sobre en la mano. Hallé dentro cinco billetes nuevecitos de cinco libras esterlinas cada uno, junto con una nota que decía: «Espero que no te ofenderás y que aceptarás esto con todo mi afecto.» Era una mujer muy buena y bondadosa. Hubiese sido incapaz de seguir viviendo en la misma casa que ella; pero sí que reconocía sus buenas cualidades.
Conque heme aquí con veinticinco libras esterlinas en el bolsillo, de cara al mundo y dando principio a mi aventura.
El cuarto día la camarera logró persuadirme de que subiera a cubierta. Convencida de que abajo moriría mucho más aprisa, me había negado con testarudez a abandonar mi litera. Me tentó la mujer ahora con la proximidad de Madeira. La esperanza renació en mi pecho. Podría abandonar el barco, desembarcar y meterme a servir allí. Cualquier cosa por pisar tierra firme.
Me sacaron envuelta en gabanes y mantas, más débil que un gato recién nacido, y me depositaron, cual masa inerte, en una gandula. Permanecí allí con los ojos cerrados y un odio profundo a la vida. El sobrecargo, un joven rubio de cara redonda e infantil aspecto, fue a sentarse a mi lado.
—¡Hola! Está usted muy deprimida, ¿eh?
—Sí —respondí con animadversión.
—¡Ah! Estará desconocida dentro de un par de días. Hemos recibido un vapuleo bastante grande en el Golfo de Vizcaya; pero ahora se nos presenta muy buen tiempo. Le echaré una partida de herrón mañana.
No le contesté.
—Cree que no se pondrá nunca buena, ¿eh? Pero he visto a algunos que se hallaban mucho peor que usted, convertirse dos días más tarde en el alma de todas las diversiones de a bordo. A usted le ocurrirá igual.
No me sentía lo bastante agresiva para decirle sin rodeos que era un embustero. Procuré dárselo a entender con una simple mirada. Él charló agradablemente unos minutos más y luego fue lo bastante compasivo para marcharse y dejarme en paz. La gente pasó y volvió a pasar, parejas activas, haciendo ejercicio; niños juguetones; jóvenes riendo. Unas cuantas víctimas más, como yo, yacían pálidas, en sus gandulas.
El aire era agradable, seco, no demasiado frío, y el sol brillaba alegremente. Casi sin darme cuenta de ello, me sentí algo animada. Empecé a fijarme en la gente. Me atraía especialmente una mujer. Tendría unos treinta años de edad, de estatura regular, muy rubia, con rostro redondo, adornado de hoyuelos, y ojos muy azules. Sus vestidos, aunque sencillos, eran de un corte impecable que hacían recordar a París. Además con sus agradables modales y su aplomo, parecía haberse hecho la dueña del barco.