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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El hombre del traje color castaño (5 page)

BOOK: El hombre del traje color castaño
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—No me suena eso a probable —dijo el inspector—. Pero..., bueno, ¿podría usted describirle?

—Era alto, de anchos hombros, gabán negro, botas negras y lentes de marco de oro. Y barba oscura, recortada en pico.

—Si le quitamos gabán, barba y lentes, no queda nada que sirva para reconocerle —gruñó el inspector—. Podía cambiar de aspecto fácilmente en cinco minutos de querer hacerlo..., cosa que haría indudablemente si es todo lo carterista que usted insinúa.

No había tenido yo la intención de insinuar tal cosa. Pero desde aquel momento renuncié a convencer al inspector. Era completamente inútil.

—¿No puede usted decirnos ninguna otra cosa de él? —inquirió al ponerme yo en pie para despedirme.

—Sí —repuse. Y aproveché la ocasión para largarle una andanada de despedida—. Tenía la cabeza marcadamente braquicefálica. No verá tan fácil cambiar ese detalle.

Observé con viva satisfacción que la pluma del inspector vacilaba: Era evidente que no sabía escribir braquicefálica.

Capítulo V

En el calor de mi indignación, hallé inesperadamente fácil el paso siguiente. Había ido a Scotland Yard con un plan medio formado, plan que debía desarrollar si mi entrevista con las autoridades resultaba poco satisfactoria (y así había resultado, en efecto). Es decir, si me encontraba con suficiente valor para desarrollarlo.

Cuando uno está enfurecido le resulta fácil hacer cosas ante las que retrocedería en estado normal. Así, sin tomar tiempo para reflexionar, me fui como un rayo a casa de lord Nasby.

Lord Nasby era el millonario dueño del
Daily Budget
. Era además propietario de otros periódicos, pero el
Daily Budget
era su favorito. En todos los hogares del Reino Unido se le conocía por ser propietario del
Daily Budget
y por ninguna otra cosa más. Como quiera que se acababa de publicar un horario detallado de las ocupaciones del gran hombre, sabía exactamente dónde encontrarle. Aquélla era la hora que dedicaba a dictarle la correspondencia a su secretario en su propia casa.

No supuse, naturalmente, que a cualquier joven que se le ocurriese presentarse y preguntar por él se le admitiría inmediatamente a su augusta presencia. Pero ya me había encargado yo de aquella parte del asunto. En la bandeja colocada para recibir tarjetas en el vestíbulo del hogar de los Flemming había visto la del marqués de Loamsley, el par deportista más famoso de Inglaterra. Me había adueñado de la tarjeta, y tras limpiarla cuidadosamente con migas de pan, escribí en ella, con lápiz, las siguientes palabras: «Le ruego conceda a la señorita Beddingfeld unos instantes de su valioso tiempo.» Las aventureras no deben ser demasiado escrupulosas en sus métodos.

La estratagema surtió efecto. Un lacayo de empolvada peluca recibió la tarjeta y se la llevó. Al poco rato apareció un secretario pálido. Me batí con él con éxito. El hombre se retiró derrotado. Volvió a comparecer y me suplicó que le siguiera. Lo hice. Entré en una habitación espaciosa. Una taquimecanógrafa que parecía asustada pasó por mi lado, huyendo como de un ser de otro mundo.

Luego se cerró la puerta y me vi de cara con lord Nasby.

Un hombrazo. Cabeza grande. Rostro grande. Bigote grande. Estómago grande. Concentré mis fuerzas. No había ido allá a hacer comentarios sobre el estómago de lord Nasby. Me estaba rugiendo ya.

—¿Bien? ¿Qué pasa? ¿Qué quiere Loamsley? ¿Es usted su secretaria? ¿De qué se trata?

—Para empezar —dije, procurando parecer todo lo más serena posible—, no conozco a lord Loamsley, y desde luego, él no tiene la menor noticia de mi existencia. Tomé su tarjeta de visita de la bandeja de la familia con la que me alojo y escribí esas palabras con lápiz yo misma. Era importante que pudiera verle.

Durante unos instantes, lord Nasby pareció a punto de sufrir un ataque de apoplejía. Luego tragó saliva dos veces y se le pasó el acceso.

—Admiro su tranquilidad, jovencita. ¡Bien! ¡Ya me está viendo! Si logra interesarme, continuará viéndome durante dos minutos más.

—Me bastarán —repliqué—. Y lograré interesarle. Se trata del misterio de la Casa del Molino.

—Si halla usted al hombre del traje color castaño, escríbale al director —me interrumpió apresuradamente.

—Si me interrumpe, estaré más de dos minutos —le dije, con severidad—. No he hallado al hombre del traje color castaño; pero es muy probable que dé con él.

Usando el menor número de palabras posible, le di a conocer los hechos relacionados con el accidente del «Metro» y las conclusiones a que había llegado. Cuando terminé, dijo él inesperadamente:

—¿Qué sabe usted de cabezas braquicefálicas?

Mencioné a papá.

—El hombre de los monos, ¿eh? Bueno, parece usted tener una buena cabeza sobre los hombros, jovencita. Pero todo eso resulta un poco vago. No hay gran cosa en que basarse. Y no nos sirve de nada... tal como lo presenta con sus palabras.

—Eso lo comprendo perfectamente.

—¿Qué es lo que desea entonces?

—Empleo en su periódico para investigar este asunto.

—No puede ser. Se cuida ya nuestro redactor especial.

—Yo ya tengo conocimientos especiales en este caso.

—Los que me acaba de contar, ¿verdad?

—¡Oh, no, lord Nasby! Aún me guardo un triunfo.

—Sí, ¿eh? Parece una muchacha muy lista. Bien. ¿De qué se trata?

—Cuando el supuesto médico se metió en el ascensor, dejó caer un papel. Yo lo recogí. Olía a naftalina. Igual que el muerto. Pero el doctor, no. Conque comprendí inmediatamente que el médico se lo había quitado al difunto. Llevaba dos palabras escritas y unos números.

—Enséñemelo.

Lord Nasby tendió una mano con indiferencia.

—No es fácil —le contesté, sonriendo—. El hallazgo es mío, ¿comprende?

—Tiene razón. Usted es una muchacha lista. Hace muy bien en no querer soltarlo. ¿No siente escrúpulo alguno en retenerlo y no entregárselo a la policía?

—Fui a Scotland Yard a entregarlo esta mañana. Se empeñaron en considerar que el asunto no tenía nada que ver con lo sucedido en Marlow. Conque opino que, dadas las circunstancias, estaba justificado que retuviera yo el papel. Además, el inspector me hizo enfadar.

—¡Bien miope es ese hombre! Bueno, muchacha; he aquí lo único que puedo hacer por usted: Siga desarrollando su plan. Si descubre algo... cualquier cosa que sea publicable..., mándelo y tendrá la oportunidad que busca. Siempre hay sitio en el
Daily Budget
para quien tiene talento. Pero ha de demostrar su valer primero. ¿Comprende?

Le di las gracias y me excusé por haber empleado métodos tan poco ortodoxos.

—No se preocupe. Me gusta la frescura..., cuando la fresca es una muchacha bonita. Y a propósito, dijo usted dos minutos y ha estado tres, descontando las interrupciones. Para una mujer eso resulta verdaderamente asombroso. Seguramente se debe a su entrenamiento científico.

Me encontré en la calle nuevamente, jadeando como si hubiese estado corriendo. Lord Nasby me resultaba agotador, pero yo salía satisfecha de mi entrevista con el potentado.

Capítulo VI

Regresé a casa con cierta sensación de triunfo. Mi plan había tenido un éxito mucho mayor del que yo hubiera podido esperar. Lord Nasby se había mostrado hasta jovial. Ahora sólo faltaba que yo demostrara «mi valer», como decía él.

Una vez encerrada en mi cuarto, saqué el precioso pedazo de papel y lo estudié atentamente. Era la clave del misterio.

En primer lugar, ¿qué representaban los números? Eran cinco y había un punto tras los dos primeros.

—Diecisiete..., ciento veintidós —murmuré.

Aquello no parecía conducir a ninguna parte.

A continuación, lo sumé. Es cosa que se hace con frecuencia en las novelas y que conduce a deducciones sorprendentes.

—Uno y siete son ocho; y uno, nueve; y dos, once; y dos, trece.

¡Trece! ¡Fatídico número! ¿Era aquello un aviso para que dejara el asunto en paz? Posiblemente. Fuera como fuese, parecía singularmente inútil salvo como aviso. Me negué a creer que conspirador alguno escribiera trece de esa suerte en la vida real. Si quería decir trece, hubiera escrito «13», así.

Había un espacio entre el uno y el dos. Por consiguiente, resté veintidós de ciento setenta y uno. El resultado fue ciento cincuenta y nueve. Probé otra vez, y me salió ciento cuarenta y nueve. Esos ejercicios aritméticos serían, sin duda, un entrenamiento excelente, pero desde el punto de vista de hallar la solución del misterio, se me antojaban algo más que ineficaces. Dejé la aritmética en paz, sin intentar divisiones o multiplicaciones caprichosas, y pasé a estudiar las palabras.

Castillo de Kilmorden. Aquello era algo concreto, por lo menos. Un lugar. Probablemente cuna de una familia aristocrática. ¿Heredero desaparecido? ¿Pretendiente al título? O posiblemente una ruina pintoresca. ¡Tesoro escondido!

Sí; bien mirado, me inclinaba a aceptar la teoría de un tesoro oculto. Siempre se usan números cuando se trata de un tesoro. Un paso a la derecha; siete pasos a la izquierda; cávese un pie de profundidad, desciéndase veintidós escalones. Algo así. Podría sacar eso más tarde. La cosa era llegar al Castillo de Kilmorden lo antes posible.

Hice una salida estratégica del cuarto y regresé cargada de obras de referencia.
Quién es quién
, el almanaque de Whitaker, un Nomenclátor, una Historia de Casas Solariegas Escocesas y las Islas Británicas de no sé qué autor.

Transcurrió el tiempo. Busqué con diligencia, pero con creciente enfado. Finalmente, cerré el último libro de golpe. No parecía existir el Castillo de Kilmorden.

Inesperado frenazo.
Tenía
que existir. ¿Por qué había de inventar nadie semejante nombre y escribirlo en un trozo de papel? ¡Absurdo!

Se me ocurrió otra idea. Tal vez se tratara de una monstruosidad hecha castillo, de construcción moderna, situada en los suburbios, cuyo nombre altisonante fuera invento de su propietario. Si tal era el caso, iba a ser extraordinariamente difícil dar con ella. Me senté sobre los talones, alicaída (siempre me siento en el suelo cuando he de hacer algo verdaderamente importante), y me pregunté cómo iniciar mi investigación.

¿Había alguna otra pista que pudiera seguir? Reflexioné un buen rato y luego me puse en pie de un brinco, encantada. ¡Naturalmente! Era preciso que visitara el «lugar del crimen». ¡Eso lo hacían siempre los mejores sabuesos! Y por mucho después que se presenten, siempre encuentra algo que se les ha pasado por alto a la policía. Se presentaba bien claro el camino que debía seguir. Tenía que ir a Marlow.

Pero, ¿cómo iba a introducirme en la casa? Descarté varios métodos aventureros y opté por la sencillez. Si habían querido alquilar la casa, era de suponer que seguirían tratando de hacerlo. Yo sería una aspirante a inquilina.

Decidí, por añadidura, dirigirme a los agentes locales, puesto que tendrían menos cosas que ofrecer.

En eso, sin embargo, no había contado con la huésped. Un empleado muy amable me proporcionó detalles de media docena de fincas altamente satisfactorias. Hube de hacer uso de todo mi ingenio para hallar motivos para rechazarlas. A última hora creí haber perdido el tiempo en balde.

—¿De veras que no tiene ninguna más? —pregunté mirando lastimosamente al empleado—. Alguna que esté a orillas del río... y que tenga bastante jardín... y un pabelloncito.

Había procurado describir en pocas palabras la Casa del Molino, tal como yo la concebía por lo que publicaron los periódicos.

—Verá usted... Sí que hay una... La casa de sir
Eustace Pedler
, naturalmente —dijo el hombre, dubitativo—. La Casa del Molino, ¿sabe?

—No..., no; dónde... —vacilé. (El vacilar empezaba a convertirse en uno de mis fuertes.)

—¡Esa misma! ¡Dónde se cometió el asesinato! Pero quizá no le gustaría...

—Oh, no creo que me importara —le interrumpí, fingiendo recobrar mi aplomo. Me parecía que mi buena fe había quedado demostrada ya—. Y tal vez me la cedan barata..., dadas las circunstancias.

—Sí..., es posible... Es inútil fingir que será fácil alquilarla después de lo ocurrido... la servidumbre y todo eso, ¿sabe? No querrá nadie habitarla. Si le gusta la casa después de verla, le aconsejo que haga una oferta. ¿Quiere que le extienda una autorización para visitarla?

—Si me hace el favor...

Un cuarto de hora más tarde me hallaba ante la portería de la Casa del Molino. En contestación a mi llamada, la puerta se abrió de par en par y una mujer alta, de edad madura, salió botando, tal como suena.

—Nadie puede entrar en la casa. ¿Lo ha oído? ¡Estoy hasta arriba de periodistas! Las órdenes de sir
Eustace
...

—Tenía entendido que se alquilaba la casa —contesté con frialdad, enseñándole la autorización—. Claro que si ya está alquilada...

—¡Oh..., perdóneme usted, señorita! Los periodistas no me dejan a sol ni a sombra. No tengo ni un minuto de tranquilidad. No, la casa no está alquilada... ni es fácil que se alquile ya.

—¿No funcionan las tuberías de desagüe? ¿Está mal hecha la urbanización? —pregunté en un susurro preñado de ansiedad.

—¡Quiá, señorita! Las tuberías de desagüe no podrían funcionar mejor. Pero, ¿es posible que no se haya enterado usted de que mataron a una señora extranjera aquí?

—Sí que creo haber leído algo de eso en los periódicos —dije con indiferencia.

Tal indiferencia hizo que se picara la buena mujer. De haber dado yo muestras de interés, es muy probable que hubiera enmudecido. Aquello, sin embargo, tuvo el efecto contrario.

—¡Claro que lo leyó usted! ¡Ha salido en todos los periódicos! El
Daily Budget
sigue haciendo todo lo posible por encontrar al hombre que lo hizo. Parece ser, según el periódico, que nuestra policía no sirve para nada. Bueno, pues ojalá le pesquen... aunque era un joven muy agradable, se lo aseguro. Tenía cierto aspecto marcial. Oh, bueno, supongo que le herirían en la guerra y a veces se vuelven un poco raros después de una cosa así. Eso le ocurrió al hijo de mi hermana, por lo menos. Tal vez le hubiera tratado ella mal... son de cuidado esas extranjeras... aunque era una mujer muy hermosa. Estuvo de pie ahí mismo, donde se encuentra usted ahora. Ahí es donde hablamos breves palabras.

—¿Era rubia o morena? —me atreví a preguntar—. No hay manera de saberlo por esos retratos de periódico.

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